La palabra ciencia entró en la visión de todas las naciones en 1945, cuando por sugerencia de la delegación británica, a la Organización Educativa y Cultural de la ONU se le sumó la ciencia, dando lugar a la UNESCO. Era impensable, después del lanzamiento de la bomba atómica ese mismo año, no darse cuenta de que el conocimiento científico y la tecnología pueden modelar al mundo para bien o para mal. Así, en el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se establece que “toda persona tiene derecho a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”.
De la Declaración Universal de Naciones Unidas surgieron tratados conocidos como Pactos de 1966, que son vinculantes para los estados que los ratificaron. El artículo 15 dice que los estados “reconocen el derecho de toda persona a gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones”. Incluye además la obligación de adoptar medidas “para la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia”, así como el compromiso de “respetar la indispensable libertad para la investigación científica” y recomendaciones para “el fomento y desarrollo de la cooperación y de las relaciones internacionales en cuestiones científicas”. Así se constituye el derecho humano a la ciencia. Este derecho nos debería de ayudar a fomentar la participación ciudadana en los retos científicos y tecnológicos, a generar nuevos conocimientos y capacidades, a protegernos de las pseudociencias y de las noticias falsas, a fomentar el conocimiento y el aprecio de la ciencia y de quienes la hacen, tanto entre la sociedad como entre los gobiernos que deberían de ponerla como fundamento en la toma de decisiones. Este derecho en nuestro país se encuentra íntimamente relacionado con la existencia de la autonomía universitaria, con el desarrollo de actividades de comunicación pública de la ciencia y con la llamada ciencia abierta, que surge de la inclusión en la ley de ciencia y tecnología vigente del acceso abierto y la existencia de repositorios nacionales que reúnen los productos de la investigación que se realiza con dinero público. La innovación debe considerar la importancia del acceso a los beneficios económicos y sociales de la ciencia.
Este derecho no se respeta en el proyecto de ley presentado en el Senado de la República el viernes 8 de febrero de 2019, que reemplazaría a la Ley de Ciencia y Tecnología vigente, expedida en 2002 y que ha sido modificada en varias ocasiones. La iniciativa también reforma, adiciona y deroga diversas disposiciones de la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados.
Esta iniciativa no solo centraliza todo el poder de decisión en una sola dependencia, el CONACYT, sino que le da atributos a la dirección general del mismo para emitir dictámenes para “evitar efectos adversos y daños” no especificados. Estos dictámenes estarían sujetos a una junta de gobierno que ya no tendría la presencia de académicos y de miembros del sector privado, como lo tiene actualmente. Esta facultad para suspender actividades y proyectos de investigación, también de comunicación de la ciencia, mediante estos “dictámenes” unilaterales, afectaría la libertad de cada individuo e inclusive atentaría contra la autonomía de las instituciones donde se realizan estas investigaciones. La ley también incide en la libertad de desarrollo de tecnología, pues establece que antes de vincularse con el sector productivo, las instituciones de educación superior y centros públicos no solo deberán de tener autorización de su órgano de gobierno, sino que también requerirán la aprobación del nuevo CONACYT.
La iniciativa tiene otras muchas implicaciones, ya que desmantela la política científica construida en la ley de 2002 y desaparece todos los órganos de consulta establecidos en ella, entre ellos el Foro Consultivo Científico y Tecnológico. El Foro, a través de su mesa directiva que reúne a todo el sistema de Ciencia, Tecnología e Innovación de nuestro país, a saber, instituciones de educación superior federales y estatales, academias y sociedades gremiales de investigadores y cámaras industriales, plantea en detalle en su comunicado del 11 de febrero la necesidad de abrir una discusión sobre esta iniciativa de ley. Muchas voces se han unido en apoyo de esa postura, porque toda la comunidad científica respeta la discusión de ideas como parte fundamental de la investigación científica de excelencia.
El comunicado hace un exhorto a que se abran espacios de consulta y participación de las comunidades académicas y tecnológicas y de los sectores sociales y privados. Es muy tranquilizador saber que ha sido escuchado tanto por la Cámara de Senadores, como por la Cámara de Diputados y el CONACYT. Pronto comenzarán las mesas de consulta. Ya está programado un conversatorio convocado por la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara de Diputados y está en proceso la convocatoria a foros de consulta que estarán organizados por CONACYT y el Foro Consultivo Científico y Tecnológico.
Es importante que estas mesas de consulta vayan mucho más lejos que la discusión de la iniciativa de ley. ¿Qué sistema de ciencia y tecnología queremos para nuestro país? ¿Cómo incluir al sector privado para que la sociedad pueda gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones? ¿Cómo lograr que la ciencia y la tecnología estén realmente involucradas en la toma de decisiones gubernamentales? ¿Cómo incluir a la ciencia y la tecnología como un eje transversal del Plan Nacional de Desarrollo para apoyar la solución de los grandes problemas nacionales? ¿Cómo aprovechar a la ciencia y la tecnología para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible? Y muy importante, ¿cómo llegar a un presupuesto digno (que la experiencia internacional marca como el 1% del PIB) para que la investigación científica y el desarrollo de tecnologías ofrezcan un rumbo de bienestar para México?
Cada país firmante de los pactos sobre derechos humanos, entre los cuales está por supuesto México, debe tomar decisiones de política científica en esta dirección. Esta política debe fomentar la igualdad de oportunidades, la libertad de investigación y la producción de conocimiento para la transformación social que lleve a la justicia, la igualdad y la inclusión, sin dejar atrás a ningún grupo, ni por su edad, ni por su género, ni por su etnia. Esperamos que las mesas de consulta nos acerquen a esta meta.
es física, doctora en ciencias por la Universidad de Oxford, investigadora titular de la UNAM y coordinadora general del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, A. C.