Después de una interesante racha de madres fílmicas de diversa condición procedentes de España, de México, de Italia y, sin ser exhaustivos, del mismísimo Hollywood, se amontonan ahora en la pantalla grande los padres terribles. El primero que nos llamó la atención, sobre todo por su excelente intérprete Sebastian Koch, fue el ginecólogo pronazi en Werk ohne Autor del alemán Florian Henckel von Donnersmarck, titulada aquí sin mucha imaginación La sombra del pasado. La mirada del actor Koch, en sus cambiantes personificaciones oportunistas, da envergadura a la ambiciosa idea del filme (una abreviada historia del arte contada a través de sus reflejos en la pintura germánica desde los años 1920 hasta los 70), aunque dicha idea quede muy lastrada por el predominio de la huera historia de amor vivida por Ellie, la coprotagonista hija del médico, y el pintor al que ama, Kurt Barner en el filme y, en la realidad que inspiró al cineasta, Gerhard Richter, artista consagrado que, por cierto, le ha puesto un pleito a Von Donnersmarck.
El padre castrador es en la trama de La sombra del pasado un personaje comparsa, como lo son, cada una a su modo, las figuras paternas de las tres películas a que vamos a referirnos a continuación. Un rasgo importante las diferencia; el Doctor Koch es un redomado monstruo que engendra a una hija modosa y benigna, mientras que los otros tres son, con mucha menos maldad, progenitores de indómitos genios de las artes. En la primera, El bailarín, otro título holgazán para el original inglés The white crow, el padre es un campesino tártaro, pendenciero y borracho, que sospecha de las maneras y los ropajes ceñidos de su hijo, quien acaba siendo, pese a todas las trabas, Rudolf Nuréyev. El filme decepciona por su lado más inesperado, el guion, adaptado de una previa biografía escrita por Julie Kavanagh por el excelente dramaturgo y ocasional hombre de cine David Hare. La estructura en tres tiempos históricos que se entrelazan con no poca confusión y bastante paja innecesaria constriñe la puesta en escena de Ralph Fiennes, ya en su tercer título como director de cine correcto y aplicado. Fiennes brilla sin embargo en su corto pero importante papel de Pushkin, el maestro de danza del joven Rudolf; cuando Hare escribe, esporádicamente, diálogos ingeniosos y percutientes, ningún otro nombre del amplio reparto internacional les saca tanto jugo como el británico, quien los dice, además, en un ruso muy convincente. Por su parte, el joven bailarín-actor Oleg Ivenko cumple con las acrobacias y desdenes del danzarín impertinente, aunque tanto las insinuaciones de la intransigente homofobia paterna como la fluida actividad sexual gay del bailarín quedan aquí envueltas en un celofán casi hollywoodiense.
El cuerpo de Nuréyev era capaz de saltos milagrosos en escena y de unas contorsiones en las que el músculo tenía la elasticidad, la rapidez y la consistencia de su buena cabeza: intuitiva, inteligente, resistente y fortificada por una ambición cultural y un ansia de conocimiento muy notables. Es curioso que los cuerpos del genio también sufran mociones fulgurantes en Buñuel y el laberinto de las tortugas, largometraje de dibujos dirigido por Salvador Simó con buen gusto plástico y lograda fusión de cine figurativo y animación, a partir de la novela gráfica de Fermín Solís. Un episodio y un título de la filmografía buñuelesca, la financiación y el rodaje en Extremadura de Tierra sin pan (1932), sirven de caja de resonancia y condensación de la personalidad del aragonés en su etapa formativa. La película se ve con delicia, por la riqueza de los colores y sus formas de línea clara aunque nada ñoña; el contraste de sus estilizadas andanzas parisinas belle époque con los fotogramas en descarnado blanco y negro del mediometraje sobre Las Hurdes anuncia una especial dialéctica que el cineasta de Calanda desarrollaría en su larga carrera: la insolente vivacidad surrealista, a menudo onírica, mezclada con el naturalismo más brutalmente seco y mortecino. Los pasajes soñados del filme de Simó muestran al padre del joven Luis como un temido ogro perseguidor, y a la Muerte como la Dama tramposa e insaciable, siendo por otro lado de destacar que no se eludan las muestras de crueldad animal tan presente en el cine de Buñuel, guste o no guste su proliferación y su significado.
Obviado el despropósito de llevar por título español La importancia de llamarse Oscar Wilde, la imperfecta pero fascinante ópera prima del actor Rupert Everett (The happy prince en inglés) trata de un gigante de la literatura que fue hijo menospreciado del mujeriego y bígamo sir William Wilde y a su vez padre descuidado de sus dos hijos varones, obligados a cambiar de apellido cuando Oscar cayó en desgracia y se convirtió quizá en el hombre más vilipendiado de Inglaterra. Everett es en primer lugar un magnífico guionista que elige bien las situaciones, acierta en las localizaciones y la tipología de los papeles secundarios y, sobre todo, nunca cae en los grotescos manierismos camp de anteriores biopics. El engordado y doliente Oscar de Everett se mueve y habla como imaginamos que hablaría el gran comediógrafo antes de su declive: una dicción subrayada pero elegante, una malevolencia ingeniosa e improvisada, una inteligencia en el pensamiento que, siendo tan a menudo profunda, se reviste de ligereza. La película no deja duda de la gran labor de relectura de un personaje y un mundo wildeano difícil de reflejar sin caricatura ni hagiografía, retratado además verbalmente a la perfección, si hacemos caso de los abundantes testimonios escritos sobre el wit que quedaron de su época (y en especial del impagable libro recopilatorio Table talk Oscar Wilde, al cuidado de Thomas Wright). Lástima que Everett, tan subyugado por su personaje, quiera endulzar la amarga negrura final con los fragmentos entreverados, en palabra e imagen un tanto tópica, del relato infantil El príncipe feliz. Las palabras lacerantes de su De profundis, el atuendo, el derrumbe físico del actor, ya eran suficiente para dar cuerpo y alma a este genio arrogante tan estrepitosamente derrotado. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).