Boris Johnson, recién electo primer ministro del Reino Unido, centró su campaña en un dilema que no admite duda, un slogan simple y eficaz: “do or die”. Entre hacer y morir la elección es relativamente sencilla. Y es aplastante porque entre el hacer y el morir se negocia el nacionalismo, la identidad y los intereses de millones de personas en el Reino Unido (RU) y en la Unión Europea (UE). Boris Johnson ha prometido sacar al RU de la UE cueste lo que cueste y renegociar la frontera irlandesa, ahora de magnitud europea.
“Do or die” estimula una reacción instintiva, una pulsión de sobrevivencia, una alerta en la que el deber es hacer, aunque signifique salir de la UE sin un acuerdo. La exasperación de los británicos es poderosa, y pueden apoyar una salida abrupta creyendo que allí se acaba el problema. La separación del bloque europeo y el anhelo de volver a los años anteriores al Tratado de Mastricht definirán las acciones del nuevo primer ministro. El drama que lleva tres años en cartelera logrando mantener al público amedrentado está por terminar –o eso creen los inocentes.
El primer ministro hereda un problema que él mismo creó, primero como enviado del Daily Telegraph a Bruselas, y luego durante la campaña a favor del Brexit. Parte del electorado lamenta haber creído la mentira, pero el exalcalde de Londres la propaló activamente inclinando la balanza a favor de la salida de la UE. Boris caló el viento y así decidió encaramarse en el Brexit Bus en compañía de Nigel Farage, que entonces lideraba Ukip, el partido que ahora como Brexit Party reúne a los elementos más conservadores, aglutinados en torno al rechazo a la inmigración.
Lo que pinta a Boris Johnson de cuerpo entero es que, cuando se anunció que 52% de la población votante había decidido la “independencia” (otro de esos términos que, como morir o hacer, significan más de lo que dicen), el primer sorprendido fue él, porque en principio había sido otra aventura. Boris no se ancla en ninguna ideología ni reivindica otros valores que no sean inspirar la mala fe del electorado, que lo mira con desconfianza porque actúa como si estuviera a punto de zarpar a Dunquerque. Boris es un hombre teatral.
El Brexit triunfó en nombre de la recuperación de las instituciones nacionales frente a la intromisión de Bruselas, pero Boris ha prometido que no descartará nada para lograr lo que el pueblo exigió, incluido suspender el Parlamento para impedir su posible oposición a abandonar la UE sin un acuerdo. Algo semejante no ha sucedido desde el siglo XVII, y significó una guerra civil cuyo propósito fue limitar el poder absoluto. El Parlamento es la piedra fundante de la democracia inglesa, la institución primordial que Boris deseaba proteger y a la que ahora amenaza por cumplir con su función, que consiste en acotar su poder. Pero ningún obstáculo detiene a Bojo. Vivo o muerto logrará arrojarse al precipicio con la indiferente ligereza y el talante de un cómico de music hall. Ante la amenaza de cerrar el Parlamento, Gina Miller, quien impidiera en 2017 que Teresa May iniciara el proceso de separación de la UE sin aprobación parlamentaria, ha advertido públicamente a Boris que prepara un equipo encabezado por la firma Mishcon de Reya para resistir ahora como entonces el uso arbitrario del poder.
El aspecto de Bojo (así se le conoce cariñosamente) es esencial, pero pocos se han detenido a observarlo. La prensa pone atención a lo que lleva una mandataria, como ocurrió con Theresa May, cuyos zapatos son emblemáticos, o el peinado de la Baronesa Thatcher. No ocurre igual con los políticos porque el uniforme les permite disfrazarse. Johnson es el amo del shabby chic. El traje que lleva cumple con las normas del statu quo pero va sobrado, un poco entre casa de campaña y saco de papas en el que parece encontrarse a sus anchas. No sería extraño advertir manchas de grasa, cosa que incluso aumentaría su encanto. Falta el sombrero, pero en cambio explota el cabello, cuidadosamente despeinado. Bojo es una paradoja en dos pies, un estilo basado en el desenfado juguetón y en el desprecio por las convenciones que sin embargo representa.
El “asunto irlandés”, que se centra en un territorio disputado desde hace siglos, se vuelve a manifestar en el tema de la frontera. El problema del RU con la frontera de Irlanda del Norte es que esa frontera también lo es de la UE, lo cual modifica radicalmente el equilibrio de poder entre el RU e Irlanda. Durante tres años, un gobierno fue incapaz de resolver el impasse, y Johnson no ofrece una solución distinta en este punto contencioso. El primer ministro irlandés reiteró que la frontera con Irlanda del Norte debe respetar el Acuerdo de Belfast de 1998, y asegurar la convivencia pacífica en la que las dos comunidades contendientes se han acostumbrado a vivir y que valoran. El equilibrio en Irlanda del Norte es precario. La tensión permanece y se manifiesta cíclicamente, alimentándose del nacionalismo. Según los leales a la Corona, ese territorio forma parte del RU. Según los republicanos es al contrario: se trata de una ocupación.
En julio, Boris Johnson exigió el rechazo de la “backstop” y demandó borrar las 175 páginas que ocupa en las negociaciones. Dijo que May había buscado en las negociaciones del Brexit que el RU siguiera siendo parte de la unión aduanera y el mercado común, y añadió que el backstop representa una elección “inaceptable”.
El RU está acostumbrado a otras tácticas que buscan explotar los puntos débiles y sembrar la discordia. Es parte de su diplomacia. Aficionados como Rees-Mogg han declarado que el problema en todo caso es de Irlanda. Dadas las actuales condiciones y los propósitos confesos de Boris, quizás el gobierno irlandés deba sentarse a la mesa de los acuerdos y revisar su posición. Boris se debe a su público, ante el cual debe presentar pruebas de que sus bravatas no fueron vanas y que el orgullo nacional ha sido restaurado.
Boris pedalea el sueño del vendedor fraudulento que anima al comprador prometiéndole una experiencia excelente, en este caso, los acuerdos de libre comercio que el RU firmará con todos los países que convengan a sus intereses. Esos tratados se presentan como panacea reminiscente de la piratería que tantas glorias obtuvo al servicio del imperio. Trump había prometido un negocio fabuloso, pero luego descubrió las revelaciones del Daily Mail, además de que Nancy Pelosi había declarado en Londres, antes de la visita del presidente, que ningún tratado sería posible si afectaba el Acuerdo de Belfast. Un tratado con China también peligra por la prohibición de Trump de negociar con Huawei y por la violencia en Hong Kong. La tensión en el estrecho de Ormuz contribuye a la vulnerabilidad de un país que ha demostrado ser ingobernable pero que cuenta con la actitud resuelta y heroica de Boris, aunque cueste desintegrar la amada unión en una renovada negociación bleitzkrieg que solo puede realizarse de mala fe.
La fractura entre quienes lo arriesgan todo porque están por encima del fracaso de la nación y quienes desean continuar dentro de la UE es muy profunda. Mientras los eurofóbicos intimidan al gobierno y amenazan con suspender el Parlamento, Escocia votó mayoritariamente por permanecer en la UE y desde entonces ha ejercido presión para realizar un referéndum sobre su independencia del RU. Este desacuerdo abre un problema de representación, ya que el Partido Conservador insiste en rechazar un segundo referéndum que ponga el dilema en manos del pueblo, ignorando la voluntad de los escoceses y también la de Irlanda del Norte, que votó por permanecer en la UE. Cambiar de opinión sobre los beneficios de pertenecer a la UE no es patriótico.
Por lo demás, parte del electorado no era mayor de edad hace tres años y la demografía acaso alarme a quienes rechazan un segundo referéndum en el que quienes votaron por abandonar la UE han tenido tiempo de reflexionar. Esto no quiere decir que quienes desean permanecer ganarían, sino que por las circunstancias dolosas de la campaña previa es necesario verificar si en efecto los británicos desean abandonar la UE.
En su edición del 14 de julio, The Observer recuerda una anécdota pertinente porque define lo que la UE y particularmente Irlanda pueden esperar. Durante una cena privada cuando era Ministro de Exteriores del gabinete de Theresa May, Johnson pidió a sus comensales que imaginaran lo que Trump haría con el Brexit. “Yo lo admiro cada vez más”, dijo Boris. “Cada vez me convenzo más de que hay método en su locura. Trump pegaría duro. Habría toda clase de problemas, trastornos, caos. Todos pensarían que se volvió loco. Pero realmente quizá esa sea la única forma de lograr algo”. Johnson es primer ministro no por su probidad ni por su profesionalismo, sino por su cinismo carismático. Para Bojo es cosa sencilla: ¿qué más da un poco de caos? Las advertencias de Mark Carney acerca de una recesión peor que la de 2007 no lo afectan, como tampoco a los blancos ricos y viejos que nada tienen qué perder.
Ante tales palabras, en Dublín el premier irlandés ha advertido por primera vez la urgencia de prepararse para una salida abrupta del RU. Cueste lo que cueste, Bojo acabará con la incertidumbre, aunque eso signifique desestabilizar la frontera irlandesa y afectar el intercambio mercantil con 26 países, los más cercanos y que representan una buena parte de la exportación de bienes británicos. El primer ministro confía en que su locura tenga método y que la bravata no se convierta en un futuro aciago. En el mejor de los casos, Boris es un payaso siniestro y el próximo 31 de octubre la fiesta gore será en Downing Street: Halloween le ofrece una fecha propicia para alcanzar de una vez el catastrófico Brexit, en clave de music hall.