Despedida (por ahora) a un poeta amigo

Amigo Bonifaz, no mueras del todo; que la muerte no te quite el manto ni la corona; y que siga girando en ti, para nosotros, el corazón de la espiral de la Poesía.  
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Ruben Bonifaz Nuño, cuyo segundo apellido derivaba de la expresión latina bonum facio: “hacer el bien”, y que en mi léxico personal también significa “hacer bien las cosas”, era un hombre de varios talentos. Abogado, doctor en letras clásicas, erudito en muchas materias (y aun esencias), filólogo, traductor del latín, del griego y el náhuatl, académico de la Lengua, doctor universitario, dandi aficionado a chalecos y leontinas, era ¿sorpresivamente? Un esgrimista magistral que, según apuntó Augusto Monterroso, podía, mientras hablaba, manejar un florete dando saltos hacia atrás y hacia delante hasta poner la punta de la espada entre los ojos del interlocutor, “en posición de estocada de Nevers”.

Pero nuestro Rubén Bonifacio era también, y sobre todo, un poeta. Si su tocayo Rubén Darío proclamó aquello de “¡Torres de Dios, poetas, liróforos celestes!”, él era, a mucha honra, un gran liróforo terrestre. Él, con lengua castellana fortalecida en el latín, cantaba los asuntos terrenales, de aquí y de ahora, del hombre citadino, del ser humano espiritualmente en pelotas y a veces en los huesos, de la ciudad y sus turbios salones danzantes (en los cuales “buena es la vida/ con baile/ terror y sinfonolas”). En sus poemas suele no haber más cielo que el reflejado en los ojos de una mujer amada, deseada, destinada a estar entre ausencia y presencia (“juego a perderte/ y a descubrirte/ y sé que te descubro/ siempre mejor de como te he perdido”). Además de la Vida, del Amor, de la Muerte, de Dios, del Mundo, del Tiempo y el Recuerdo y el Olvido y, en fin, de todos esos asuntos que los poetas tienen la obligación de cantar para que los respetemos y queramos, el tema bonifaciano según yo más frecuente es la Espera, ya se trate de la espera vacía, sin objeto ni solución, o de la espera esperanzada y hasta desesperada que puede fructificar en la eternidad del instante: “un instante nomás para encontrarte”, dice Rubén como en una canción-bolero emitida a la medianoche por una sinfonola cabaretera.

Cuando me entero de la muerte de uno de mis poetas amados le hago el homenaje de releer en la noche algunos de sus poemas, y sobre todo aquellos que me causaron una profunda primera impresión. En el caso de Bonifaz, fue en los años 50 cuando su poesía me ocurrió… pues la poesía le ocurre a uno como la adolescencia o la alegría o la tristeza y hasta la enfermedad y (¡lagarto!) la muerte. Yo leía uno de los grandes libros de Bonifaz, El manto y la corona, y de pronto un racimo de versos pareció conjuntarse en espada y herirme con la estocada de Nevers: la punta del fino acero entre los ojos. Son versos endecasílabos y heptasílabos y son como ecos de un elegíaco poeta de la antigüedad latina, o de Villon o Ronsard o Jorge Manrique, pero en el propio estilo bonifaciano entre marmóreo y de andar por casa o por la calle:

“Amiga a la que amo: no envejezcas.

Que se detenga el tiempo sin tocarte;

que no se te quite el manto

de la perfecta juventud. Inmóvil

junto a tu cuerpo de muchacha dulce

quede, al hallarte, el tiempo.”

Yo era entonces un muchacho que, como todos los muchachos, se creía inmortal (y Joseph Conrad dijo muy bien que cuando uno es joven siente que durará más que todos los hombres y el cielo y la tierra y el mar); y súbitamente sentí, presentí, esta imagen como de un grabado de medieval:

“Y cuando me haga viejo,

 y engorde y quede calvo, no te apiades

de mis ojos hinchados, de mis dientes

postizos, de las canas que me salgan

por la nariz. Aléjame,

no te apiades, destiérrame, te pido;

hermosa entonces, joven como ahora,

no me ames: recuérdame

tal como fui al cantarte, cuando era

yo tu voz y tu escudo,

 y estabas sola, y te sirvió mi mano.”

        

Envío:

Querido Rubén Bonifaz Nuño, ahora que imperdonablemente te fuiste, yo, que te traté poco en persona, pero mucho en tus libros que recibía dedicados (aun aquellos que editabas en la Bibliotheca Scriptorum Graecorum Romanorum Mexicana, de la cual Monterroso decía que asustaba con su serpenteante nombre de tirabuzón o de tornillo sin fin), quiero decirte, en prosaico eco de versos tuyos y de otro:

Amigo Bonifaz, no mueras del todo; que la muerte no te quite el manto ni la corona; y que siga girando en ti, para nosotros, el corazón de la espiral de la Poesía.    

 

-Publicado en Milenio Diario

 


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