Juan Rulfo, Juan José Arreola, Alí Chumacero y José Luis Martínez fueron reconocidos escritores, lo cual dejó en segundo plano su importancia como editores. También fueron amigos con muchas cosas en común.
Nacieron por los mismos años (1917-1918) en pequeñas poblaciones de Jalisco y Nayarit. Según el Censo general de habitantes de 1921, Tuxcacuesco (donde está Apulco, cuna de Rulfo en 1917) tenía 4,117 habitantes. Zapotlán (Arreola, 1918), 4,764. Acaponeta (Chumacero, 1918), 7,196. Atoyac (Martínez, 1918), 9,230.
Los cuatro emigraron a Guadalajara, polo cultural de Jalisco y de buena parte del país, donde se volvieron grandes lectores y empezaron a escribir, publicar y editar.
El número de escritores mexicanos oriundos de Jalisco es desproporcionado. También el de obispos. La arquidiócesis de Guadalajara tiene más sacerdotes que cualquiera en el mundo. Quizá por las persecuciones religiosas de los presidentes Juárez, Carranza y Calles, que replegaron la cultura católica a la provincia. Antes, la cultura católica había sido la cultura.
Rulfo fue católico practicante. Cuando murió, su amigo y confesor Senén Mejic declaró que Rulfo iba a un retiro donde “asistía a misa y comulgaba”; y que en una ocasión le dijo: “Hubiera querido ser sacerdote” (El Financiero, 17 de enero de 1986). Arreola dijo a Emmanuel Carballo (Diecinueve protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX, 1965, p. 362): “El cimiento de mi formación literaria es ‘El Cristo de Temaca’ del padre Placencia, gran poeta casi desconocido” (de Jalisco).
Los cuatro emigraron finalmente a México y coincidieron en el Fondo de Cultura Económica como autores, correctores, traductores, redactores de solapas, editores, funcionarios.
Nunca ha habido empleos para escribir la propia obra, y las becas son un invento reciente. La mayor parte de los escritores ha trabajado en otra cosa para sostener su vocación: enseñanza, embajadas, periódicos o actividades por completo ajenas al mundo literario. Después: agencias de publicidad, editoriales.
Rulfo viajó por el país como agente vendedor de la fábrica de llantas Goodrich Euzkadi. Colaboró con fotografías en la excelente guía que publicaba la empresa: Caminos de México, según consta en la edición que usé y conservo (cuarta, 1958, p. 10). Editó publicaciones del Instituto Nacional Indigenista durante muchos años. Fue tutor de becarios (y hasta cierto punto “editor” de los textos que estaban escribiendo) en el Centro Mexicano de Escritores.
Arreola fue encuadernador y actor, afortunadamente visto por Louis Jouvet, director de la Comédie Française de visita en México: le dio una oportunidad en París. Pero no le hacía ascos a vender corbatas, y lo hubiera hecho bien como merolico ambulante. Tenía vocación y talento editorial. Veinteañero, fundó en Guadalajara las revistas literarias Eos (1943) y Pan (1945). Después, bautizó con el certero nombre de Breviarios del Fondo de Cultura Económica la nueva colección que tuvo tanto éxito. Y como el Fondo no tenía interés en publicar libros literarios, menos aún de nuevos escritores, fundó sin dinero (pasando la charola) una colección que hizo historia: Los Presentes, que abrió con Elena Poniatowska y Carlos Fuentes cuando tenían veintidós y veintiséis años. El éxito fue tal que el Fondo creó la colección Letras Mexicanas.
Chumacero, como Rulfo, fue parco en publicar lo suyo, pero generoso apoyando a otros. Participó en la edición de revistas y suplementos: Tierra Nueva, El Hijo Pródigo, México en la Cultura, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. En el Fondo, empezó como corrector de pruebas y elevó ese oficio subestimado a un arte editorial supremo. Las ediciones del Fondo fueron tan buenas como las mejores de cualquier país del mundo.
Martínez hizo estudios de medicina y letras españolas, pero se consagró a las letras y a la historia, especialmente literaria. Fue un editor ejemplar de las obras completas de Ramón López Velarde, de la crítica literaria dispersa de Ignacio Manuel Altamirano, de los poemas de Justo Sierra. También de los Documentos cortesianos que tiene el Archivo de Indias. José Emilio Pacheco subrayó lo que investigar significaba “cuando no existían becas ni fotocopias ni ayudantes de investigación” y había que copiar a mano y luego pasar a máquina. (Tampoco había celulares ni computadoras ni Google.) En su casa llegó a reunir la mejor biblioteca y hemeroteca de las letras mexicanas para cuidarlas, estudiarlas y reeditarlas (73,500 volúmenes hoy consultables en la Biblioteca México). Dirigió el Fondo de Cultura Económica (1977-1982), donde salvó docenas de revistas literarias mexicanas del siglo XX, pepenando los números dispersos y editando volúmenes compilatorios.
Los cuatro llegaron a tener inmenso prestigio y méritos más que suficientes para entrar al Colegio Nacional, pero ninguno entró. Quizá porque Ignacio Chávez y otros miembros creían más en la educación universitaria que en la cultura libre, donde los cuatro se desarrollaron y fructificaron sin título universitario. No lo necesitaban para hacer maravillas.
Hay mucha diferencia y hasta cierta oposición entre el mundo editorial y el mundo universitario. La universidad es medieval, jerárquica, concentrada en expedir títulos y, en el mejor de los casos, producir y transmitir saber certificado. No publica para el público lector, sino para cumplir requisitos y ganar puntos. Califica de mera “divulgación” lo que no es eso. En cambio, la imprenta es de los tiempos modernos, igualitaria (no requiere inscripciones evaluadas), dispersa (no congrega en un campus). Publica para el lector anónimo, sin expedir certificados de haber leído.
Los cuatro tuvieron bibliotecas notables. Fueron su universidad –como dijo Carlyle: “La verdadera universidad hoy es una colección de libros.” ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.