Desde que comencé a dedicarme parcialmente a la crítica musical, he pensado que los jazzistas mexicanos tienen pocos caminos por recorrer. No solo me refiero a las rutas económicas que pueden explorar, algo ya limitado de entrada en este país y que, para quienes desean solo tocar ese género, se vuelve más complicado que para quienes también abrazan los empleos temporales que ofrecen los cantantes populares o la educación musical.
También estoy hablando de las posibilidades creativas, que es la razón que empuja a los músicos a jazzear. En México no se hace dinero con este género porque no existe una industria que lo soporte. Pero el camino del jazz es el ideal para educar a un músico, no solo como creativo y virtuoso, sino también en la solidez y habilidad para enfrentarse a cualquier género, algo que no siempre se consigue pero que debería ser la aspiración de todo músico.
Me desvío. Decía que los jazzistas mexicanos parecen tener pocos caminos por recorrer: una de las opciones más populares que encuentro es buscar el virtuosismo por sí solo, ser técnicamente perfectos y deslumbrar a otros músicos con sus habilidades. Esto siempre dejara a muchos boquiabiertos, pero, al final, no transmite emociones ni es el vehículo de alguna idea que deba instalarse para siempre en la mente del escucha. Sí, son impresionantes, pero aburridos.
Otro camino es seguir la tradición: hacer bebop y hardbop y jazz modal y un poco de free. Caminar por el mismo lugar por donde ya caminaron cientos de jazzeros estadounidenses y europeos. Pareciera que esto solo consigue horadar más esa ruta sin aportar nada nuevo. Está bien, pero no sorprende, no atrapa ni deja a nadie desarmado. Es por esto que muchos creen que el jazz es música de elevador.
La otra ruta a seguir es la de quienes intentan mexicanizar el jazz –muchas cantantes lo han hecho–, que es una forma poco innovadora pero, sin duda, efectiva. Se toman canciones mexicanas y algunas composiciones originales y se le otorga a las cantantes el espacio suficiente para que se explayen con letras ya conocidas. El resultado es muy atractivo y es poco probable que alguien pueda hablar mal de esa música.
Hay finalmente, hasta donde puedo ver, una carretera que toman muchos jazzeros, sobre todo quienes desean expandir las posibilidades de este arte y de su propia interpretación. Crean una mezcla de free jazz con hardbop pero también funk, rock y avant-garde. En algún momento exploran ritmos mexicanos o caribeños y los incorporan a esta deconstrucción musical. A todo esto, le agregan algún elemento que apareció a partir de los noventas, como, por ejemplo, un DJ o algunos samplers. La idea es estirar la cuerda lo más que se pueda, ser absolutamente vanguardista y, además, demostrar que son muy buenos, muy virtuosos y que pueden introducir todas las notas posibles en el menor espacio existente.
De nuevo, los jazzeros mexicanos suelen ser grandes músicos, con técnica casi impecable y con una tendencia a la creatividad de forma natural que no es fácil conseguir, pero, y aquí mi desconfianza, ¿no estarán acomplejados porque sabemos que los músicos norteamericanos ya se encuentran miles de kilómetros más adelante? Este complejo, más que referirse a las habilidades técnicas, en donde los mexicanos están a la altura de los músicos norteamericanos y europeos, más bien tiene que ver con cierta creatividad e innovación en el género. Como si los jazzeros mexicanos estuvieran imposibilitados para revolucionar al género, para retomar una larga tradición y empujarla por caminos novedosos y excitantes.
Alguien, por supuesto, podrá indicarme a alguno músico mexicano que ha triunfado, tanto en su forma de vida como en sus decisiones artísticas, y yo, adelantándome, pondría un ejemplo: Antonio Sánchez. Pero esos pocos músicos que han logrado sobresalir en el género justo me ayudan a confirmar lo que sospecho: todavía nos falta un largo trecho para innovar en el jazz.
¿Dónde quedan Los Dorados en todo esto? Pues, a medio camino entre la innovación y el complejo. Son excelentes músicos, por supuesto, e hicieron algo que se antoja casi imposible: formar un grupo de jazz, crear composiciones originales, grabar más de un disco, formarse una reputación, tocar más allá de las fronteras que la Ciudad de México marca. Para todo eso se necesita no sólo trabajar y estudiar, se necesita una visión amplia y tenacidad. Nadie puede quitarles eso.
El proyecto, que estaba descansando porque sus integrantes decidieron tomar rumbos distintos con sus vidas, revivió por algunos días hacia finales de agosto. Con unas fechas en la Ciudad de México y otra en Torreón, Los Dorados festejaron que la música existe y siguen juntándose para crearla.
En el concierto que dieron en Torreón, ante un teatro casi lleno, hubo algunas sorpresas, grandes habilidades y algo de lo que he expuesto aquí. La sorpresa, que siempre se agradece, es que lograron conectar con un público que no está muy acostumbrado a esta música. A pesar de lo anterior, los asistentes casi siempre están dispuesto a experimentar diferentes estilos musicales. No me sorprendió, entonces, la gran respuesta.
Los integrantes del grupo –el bajista Carlos Maldonado, el guitarrista Demián Gálvez, el baterista Rodrigo Barbosa, el saxofonista Daniel Zlotnik y el DJ Rayo– se presentaron sin aspavientos frente a un teatro que había recibido con amabilidad a Escargoth Calandrelli, multiinstrumentista que buscó llenar su papel como abridor él solo. No sé si Calandrelli logró convencer al público, pero debo decir que se necesita ser valiente para estar frente a un teatro entero y crear un set musical siendo responsable de todos los instrumentos.
Después de un aplauso tibio pero amble, el grupo salió a escena y, sin mediar palabra, comenzaron a tocar.
Desde la primera pieza entendimos que este no sería el típico concierto de jazz, no existiría aquí nada de bebop o jazz modal, nada de sonidos suaves de elevador ni matices cool. El grupo se ha decantado por un sonido poderoso, estridente y muy avant-garde. O tal vez la intensidad tenía que ver más con el ingeniero de audio del teatro, quien insistió en que la guitarra debía escucharse por encima de los demás instrumentos, el bajo de pronto convertirse en pura vibración y el sonido del sax de plano situarse allá, lejos, tanto que a veces casi no podíamos escucharlo.
De todas formas, el grupo hizo su trabajo. Exploraron muchas formas del jazz más vanguardista, desde el free, en donde son un poco conservadores, hasta el funk y el rock siempre fusionados con la improvisación libre. En algún momento, las melodías podían recordar distintos momentos de la tradición jazzera: por ejemplo, aunque la base armónica no correspondía, el sax y la guitarra hacían, brevemente, una línea perteneciente al swing para, de inmediato, recalar en un rock que pronto se convertía en un bolero, para volver a comenzar. En cierto momento del concierto rozaron los límites del noise, algo que resonó con apabullante poder en el Teatro Isauro Martínez, lugar que, sin ningún tipo de amplificación electrónica, ya tiene una acústica que muchos teatros envidiarían.
Es justo ese tipo de detalles que hace a Los Dorados un grupo sorprendente en el medio jazzero mexicano. No son los únicos que lo hacen, pero son a quienes mejor les sale.
Aunque, por supuesto, también derrapan. Aquí presentaron una canción de su nuevo disco. Maldonado dio una confusa explicación de cómo con esa pieza, querían hablar de lo malo que hay en el mundo actual. Creo que ese tema es prescindible, la composición parecía música incidental de película, pensemos en alguna de esas malas pero divertidas películas de Robert Rodriguez. Todo era cliché, justo eso que no se esperaba de Los Dorados. Por fortuna, duró poco y pronto regresaron a esas ansias de expresar mucho en poco espacio, de tocar todo lo que no pudieron tocar durante la larga pausa que se tomaron en los últimos años.
Al final, salí del teatro con pensamientos encontrados. Por un lado, siempre es bueno escuchar música que intenta crear algo distinto, salirse del patrón y romper la cómoda burbuja de la música popular. Por otro, sentí que seguimos atorados en cierta forma de ver el jazz, que no podemos brincar ese complejo y comenzar a innovar en un género que, aunque no hemos desarrollado desde el principio, puede ser el espacio donde los músicos mexicanos expresen aquello que la industria musical no ha permitido desde hace tanto tiempo: una reformulación de lo que es la música.
(Torreón 1978) es escritor, profesor y periodista. Es autor de Con las piernas ligeramente separadas (Instituto Coahuilense de Cultura, 2005) y Polvo Rojo (Ficticia 2009)