Hay algo conmovedor en la forma en que la comunidad cultural mexicana recibió el pasado 5 de septiembre la noticia de la muerte de Francisco Toledo. No creo haber leído a nadie que, al lamentar la desaparición del artista portentoso, no se refiriera también al actor social ejemplar, y sí a muchos que pusieron en ello el acento: el hombre generoso de clara conciencia ciudadana preocupado intensamente por su comunidad, en la que supo alentar el desarrollo de la sensibilidad estética y el sentimiento de solidaridad de la mejor manera posible: dándoles espacios y medios para florecer. Así, en la Casa de la Cultura de Juchitán, la primera de las instituciones que creó, logró reunir un acervo de setecientas piezas arqueológicas gracias a las donaciones, primero, de sus amigos y, después, de la gente del pueblo; es decir que logró reunir algo más que piezas arqueológicas: logró reunir a la gente, sumar voluntades, crear lazos y, como se dice ahora, fortalecer el tejido social. Lo mismo puede decirse del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, del Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca, del Taller Arte Papel de Etla, del Jardín Etnobotánico de Oaxaca: sin la participación ciudadana no se habrían desarrollado.
En cada uno de esos lugares –en sus galerías y salas de exposiciones, en sus vastas bibliotecas, sus talleres, sus tiendas, sus jardines– cada uno, además de encontrarse consigo mismo y con los suyos, se encontraba con su tradición, con el corazón de su comunidad. Espacios propicios a la contemplación y el recogimiento tanto como a la conversación y el reconocimiento, los que Francisco Toledo creó y mantuvo vivos son admirables no solo por lo que contienen sino, sobre todo, por lo que irradian y articulan. Puede decirse, sin temor a exagerar, que ni Oaxaca ni los oaxaqueños serían hoy lo que son, para sí mismos y para el mundo, sin la red de instituciones creadas por Toledo. Confieso que escribo con incomodidad la expresión “creador de instituciones”: parece más apropiada para elogiar a un político. Pero Toledo lo fue, ejemplarmente. No fue desde luego un miembro de “nuestra clase política” sino un ciudadano con plena conciencia de su responsabilidad política. ¿Cuáles fueron sus causas? La ecología, la conservación del patrimonio, la defensa de los bosques y del agua, la coherencia del paisaje arquitectónico, la revitalización de la lengua zapoteca, la difusión de la poesía en todas sus formas. Toledo no fue un revolucionario, ni en el arte ni en su activismo: fue en muchos sentidos –pero no en el moralista– un conservador.
Me gusta también que nadie se haya referido a él con esa frase ridícula que brota de los labios de cualquier funcionario al que, en la hora de las exequias, le plantan una grabadora: “un mexicano universal”, pues muestra con qué claridad este artista, cuyas obras eran requeridas y preciadas por museos y coleccionistas de todo el mundo, supo definirse como un hombre de su lugar. O sus lugares: Oaxaca, Juchitán, el Istmo. Lo fue no solo porque a ese lugar lo ató amorosamente una vocación cívica que, si lo distrajo de la obra gráfica, no lo apartó ni un momento de la creación artística, sino porque de ese lugar se nutrió su obra toda: de su lengua y sus mitos, que alimentaban sus visiones, de su tierra y sus materias, de los que extraía sus colores, sus telas, sus papeles, y de su luz, que supo atrapar de tantas maneras. La presencia de Oaxaca en la obra de Toledo es ante todo material: es visible y audible, palpable y paladeable. Muy notoriamente, su obra gráfica no apela a los ojos sino a todos los sentidos y cada una de sus creaciones se despliega no sobre una superficie sino en una espesura. Moldear arcilla, bruñir metales, teñir textiles, meter las manos en la tierra: la creación tiene cuerpo, el mundo es un cuerpo. Esta pasión suya por la materia y los materiales (sobre la que ha ensayado con perspicacia Alberto Ruy Sánchez) está en el origen de su impulso creador, como si en él sobreviviera siempre el niño que juega con la tierra, raya en la pared y descubre el sabor de la cal, y es indisociable de su atención a las metamorfosis, es decir de su visión poética (recordemos que Canetti, aludiendo a Ovidio, definió al poeta como “el guardián de las metamorfosis”). La línea en el papel puede penetrar y ser una muesca, el papel puede doblarse y ser un papalote, el aire puede ser un lecho y un asiento, esta silla volverá a ser una planta pero ahora es un animal. Todo está en camino de ser otra cosa y de ahí que cada una de las obras de Toledo dé la impresión de inacabamiento y proliferación. Esto es claro sobre todo en la naturaleza salvajemente erótica de su obra. Nada quiere persistir en su ser: todo quiere ser verga y vulva y boca, todo quiere penetrar y ser devorado, la creación entera es felizmente deseante y todas las especies –animales pero también vegetales– se tocan, se acarician, se olfatean, se exploran, se encienden y arden sin consumirse nunca. Pero basta con poner un poco de atención para advertir que lo que ahí ocurre no es pura sexualidad: hay ahí anécdotas y acaso historias. Porque ese mundo festivo y carnavalesco está nutrido por muchas lecturas (Toledo fue un gran lector y un finísimo editor) y, sobre todo, por el universo mítico de su lugar. Aunque Toledo ilustró deliciosamente la Zoología fantástica de Borges, es claro que su imaginación estaba mucho menos cerca de las enciclopedias y los grabados que frecuentaba el bibliotecario que de los animales sonrientes y las plantas fecundas del Popol Vuh, y más aún de los mitos y leyendas de Oaxaca y del Istmo. Ese caudal de historias y canciones y poemas se transfigura, en manos del artista, en una nueva vastísima mitología, que aún espera sus exégetas. Toledo fue nuestro Ovidio. ~