El 27 de octubre pasado, en la elección más polarizada desde 1983, el candidato peronista Alberto Fernández logró acabar en primera vuelta con el intento del presidente Mauricio Macri de quedarse cuatro años más en la Casa Rosada. La diferencia fue de 8 puntos –48,10% a 40,37%–, menor a la “paliza” que anunciaban las encuestas pero suficiente para poner fin al experimento liberal de la coalición Juntos por el Cambio y sellar la vuelta al poder del kirchnerismo mucho antes de lo previsto. De este modo se cancela, hasta nuevo aviso, la “revolución cultural” que promovía el macrismo, una nueva derecha con discurso pospolítico, emprendedorista y con tonalidades new age, que prometió dejar atrás, para siempre, la cultura populista y volver a la Argentina “un país normal e integrado al mundo” (la consigna “no vuelven más” era hasta hace pocos días muy popular en el antikirchnerismo). Pero el peronismo volvió de la mano de un candidato inesperado, encumbrado de manera sorpresiva por la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner en lo que muchos consideraron una jugada maestra: colocar a un peronista moderado a la cabeza de la fórmula y reservarse para ella la candidatura vicepresidencial. No obstante, el trasfondo del éxito peronista es el fracaso macrista. En las últimas elecciones argentinas, sin duda, “fue la economía, estúpido”.
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En la campaña presidencial de 2015 Macri había dicho que bajar la inflación era una tarea fácil. “En mi presidencia la inflación no va a ser un tema”, alardeó. Hoy, tras casi cuatro años de gobierno, la inflación prevista para 2019 rondará el 60% y el PBI caerá alrededor de 3%, según proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI). En una primera instancia, Macri intentó una vía económica gradualista que evitara el ajuste liberal ortodoxo por el temor a la reacción social y al karma de los gobiernos no peronistas que no terminan sus mandatos en medio de convulsiones sociales. Pero esta estrategia fracasó y arrojó al país al FMI, que le dio un crédito récord de 50,000 millones de dólares. Nada fue, empero, suficiente: el dólar pasó de 15 pesos, cuando asumió Macri, a más de 60 en 2019 y de igual forma subió la pobreza, que supera el 35%. De este modo, creció la brecha entre la valoración internacional de Macri –que de todos modos no generó la ansiada “lluvia de inversiones”– y los desaguisados económicos internos.
Ni siquiera, como escribió María Esperanza Casullo, el gobierno promercado de Macri logró aumentar la oferta de productos o la presencia de marcas aspiracionales globalizadas que sus votantes buscaban, del estilo de H&M o Forever 21. Por el contrario, el consumo bajó. A tal punto que la expresidenta Cristina Kirchner ironizó: « Estos son malos capitalistas, conmigo sí había capitalismo” y acusó al macrismo de obligar a la gente, en un contexto crítico, a comprar productos de marcas “pindonga” y “cuchuflito”, apelando expresamente a una terminología demodé muy efectiva para mostrar el fracaso del macrismo donde el kirchnerismo había tenido éxito: en el consumo popular. De este modo, la promesa de un “país normal” finalmente alejado del populismo e integrado al club de los países respetables se derrumbó en un contexto de crisis, caída de la imagen presidencial y pesimismo sobre el presente y sobre el futuro. Para peor, el gobierno, a diferencia de anteriores experiencias no peronistas, no puede culpar a la inestabilidad social: el macrismo gozó, por el contrario, de una casi inexplicable paz social, incluso en los peores momentos de la crisis, y de una oposición que le garantizó gobernabilidad en el Parlamento.
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Otra de las claves de la elección del 27 de octubre –coincidente con el aniversario de la muerte de Néstor Kirchner– fue la presencia de un peronismo unido. Pero esto no fue así en los últimos años.
Fundado en la década de 1940 por el entonces coronel Juan Domingo Perón, el peronismo sigue siendo un misterio por su resiliencia y sus constantes adecuaciones ideológicas, al tiempo que mantiene una productiva irreverencia plebeya y un atractivo folklore político. Pero también suele ser atravesado por fuertes divisiones internas. Néstor Kirchner (2003-2007) y sobre todo Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) conectaron con un peronismo de izquierda que siempre había sido minoritario e incluso en los años 70 llegó a ser repudiado por el propio general Perón. Y la expresidenta terminó su mandato con un fuerte rechazo en varias facciones peronistas, sobre todo entre los poderosos gobernadores. De hecho, uno de las fortalezas del macrismo fue tener enfrente un peronismo divido y con los resentimientos a flor de piel, y poder pactar gobernabilidad con los caciques provinciales.
En este marco, Cristina Kirchner jugó la carta del silencio público y el armado político paciente, mientras mantenía un piso de apoyo del 30% incluso en medio de los casos judiciales más sonados contra ella. Luego la crisis haría lo suyo para sostener su popularidad. Sin embargo, entendió finalmente que su candidatura generaría una enorme polarización –así como división dentro de las filas peronistas– y movió sus fichas de manera inesperada, desestabilizando todo el tablero político: el nombramiento de Alberto Fernández en la cabeza del binomio y su decisión de acompañarlo como vicepresidenta rompieron la estrategia macrista sostenida en la demonización de la expresidenta. Alberto Fernández es un moderado, pragmático y experimentado operador político, con buenos vínculos con sectores del establishment económico y con las distintas facciones peronistas. Mientras Cristina Fernández presentaba su best seller Sinceramente, en baños de masas, Alberto Fernández fue trabajando para atraer a antiguos “traidores”, peronistas que se habían alejado de la expresidenta. Él mismo era uno de ellos: luego de ser un ministro clave de Néstor Kirchner estuvo una década alejado de ella, hasta que se reconciliaron, y en esos años recibió las peores injurias del kirchnerismo más militante.
Con un estilo tradicional, este abogado de 60 años que sigue dando clases en la Universidad de Buenos Aires desarrolló un discurso moderado, que llama a trascender “la grieta” que divide al país y a volver a poner en pie un modelo productivo. Su elegante perro collie, llamado Dylan (el presidente electo es un guitarrista amateur) fue un gran aliado de Fernández y ya tiene casi 100,000 seguidores en Instagram. Y su hijo Estanislao, cosplayer y drag queen, le aportó aire fresco en un país marcado en los últimos años por la aprobación del matrimonio igualitario y por la marea verde (feminista). Esta semana, Eduardo Bolsonaro, el hijo del presidente brasileño, difundió una foto en la que se ve al hijo del presidente argentino vestido de drag queen y a él mismo, con un arma de grueso calibre y cara de hombre rudo, con la leyenda “esto no es un meme”. La provocación ocurría en medio de la tensión verbal entre Fernández y Bolsonaro, que se negó a felicitar al presidente electo argentino. Fernández había visitado a Lula da Silva en la prisión de Curitiba en medio de la campaña electoral.
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La polarización del 27 de octubre dejó ver, si tomamos una foto de lejos, una gran coalición ubicada en la centroizquierda y otra en la centroderecha. Pero al mismo tiempo, a este clivaje se le superpuso otro, de larga historia en el país: peronismo/antiperonismo. Sin este último, Macri no habría llegado al 40% en medio de la profunda crisis económica y social. El macrismo hizo su mejor elección en las zonas vinculadas a la agroindustria mientras que en las zonas populares del Conurbano bonaerense arrasó Fernández.
Macri recuperó terreno con su campaña “Sí, se puede”, lanzada tras la derrota por más de 15 puntos en las elecciones primarias de agosto pasado, en la que se mostró en actos masivos. La ventaja peronista alentó la idea de que el peronismo “podía venir por todo” y muchos decidieron darle su voto a la coalición Juntos por el Cambio, que fue efectiva para plantear la elección en términos de República vs corrupción/autoritarismo. De todos modos las paradojas abundan: Macri buscó para tratar de obtener su reelección a un candidato a vicepresidente peronista: Miguel Angel Pichetto.
Las zonas populosas de la provincia de Buenos Aires fueron la clave del triunfo de la fórmula Fernández-Fernández. Y allí hay que sumar a otro actor: el ex ministro de Economía Axel Kicillof. Acusado de comunista por Pichetto, este economista con cara aniñada y ojos claros, porteño y de padres psicoanalistas, sedujo primero a Cristina Kirchner, que lo nombró ministro en el último kirchnerismo. Y ahora, con una campaña old style, con un viejo Clio con el que recorrió la provincia de Buenos Aires, logró derrotar a la gobernadora María Eugenia Vidal, hasta hace poco la figura más invencible del macrismo. El 27 de octubre perdió frente a Kicillof 52% a 38%.
La distribución del voto alienta a menudo imágenes racistas: la Argentina productiva votaría al macrismo mientras que la postergada lo haría –de manera clientelar– por el peronismo (incluso algunos hablan de Peronia como el nombre de esa Argentina indeseable). Tras las elecciones, una referente macrista pampeana distribuyó un mensaje en el que decía, con frustración, que “los monos solo quieren bananas”, en referencia a la supuesta ingratitud popular hacia el gobierno que habría llevado a los más pobres a votar por Fernández. Se trata de reactualizaciones de la imagen del “aluvión zoológico” que usó parte de la elite de los años 40 para definir al peronismo.
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No es casual que el primer viaje de Fernández como presidente electo sea a México. Sus señales en política internacional anuncian su intento de dar forma a un progresismo pragmático y “no chavista”. En sus respuestas a las felicitaciones en Twitter, Fernández usó algunas palabras claves –“igualdad”, en su respuesta a Sebastián Piñera y “democracia plena” en su agradecimiento a Nicolás Maduro–. Todo ello en un contexto de renovada ansiedad de las derechas regionales respecto de un supuesto plan del Foro de San Pablo –o ahora del Grupo de Puebla– para desestabilizar gobiernos y recuperar el poder para las izquierdas. Una teoría de la conspiración pintoresca que deja ver en todo caso la dificultad para consolidar un “giro a la derecha” en la región –Chile en las calles y Argentina en las urnas son parte de esos límites– y la emergencia de una nueva oportunidad para un progresismo que, con toda seguridad, no será ya como el de la primera década del siglo XXI.
La economía que lo llevó al poder será, sin duda, la prueba de fuego para Alberto Fernández, quien tras asumir el próximo 10 de diciembre buscará dar forma a un “pacto social” con empresarios y trabajadores en un contexto de enorme fragilidad económica, con un “cepo” que no permite comprar más de 200 dólares mensuales y complicados vencimientos de deudas. Al mismo tiempo, el presidente electo deberá construir su propia base de poder –para lo que apelará a los gobernadores peronistas– sin romper los puentes con Cristina Kirchner, quien será la vicepresidenta con más peso en la historia argentina.
Periodista e historiador. Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad.