La mala fama de los delatores es universal y milenaria, aunque a menudo injusta. Se nos olvida que el delator es quien revela lo que alguien deliberadamente oculta, usualmente algo ilegal. Sin considerar el fundamento moral de la denuncia, al delator se le acusa de traicionar al encubridor.
Judas Iscariote es el principal responsable de la mala reputación del delator. Y aunque largamente demonizado y vilipendiado, no han faltado mentes lúcidas que, imaginando las razones que tuvo para delatar a su maestro Jesús, han salido en su defensa.
Uno de estos fue Thomas de Quincey, el erudito inglés, autor de Confesiones de un inglés comedor de opio, que en 1852 escribió un ensayo donde afirma: “lo que sabemos de este hombre, de sus verdaderos propósitos y de su destino final es falso”. “No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas”
Casi un siglo después, Jorge Luis Borges recogió el tema. En “Tres versiones de Judas”, el teólogo Nils Runeberg argumenta “De Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma”. Lejos de ser un traidor, Judas debería ser santificado porque, al relevar a Jesús de su condición humana lo elevó a la esfera de la divinidad.
Diez años después de la publicación del cuento de Borges, el cineasta estadounidense Elia Kazan ofreció una fascinante reivindicación del delator que, en parte era exculpatoria. En On the waterfront, el protagonista, Terry Malloy, un exboxeador espléndidamente interpretado por Marlon Brando, enfrenta un dilema. ¿Debe denunciar los criminales abusos del sindicato mafioso que controla los muelles neoyorkinos, o quedarse callado?
La trama de la película se basa en hechos reales, pero tiene un trasfondo mucho más dramático. Kazan fue uno de los testigos que reveló los nombres de sus antiguos camaradas en el Partido Comunista de Estados Unidos ante el tribunal presidido por el Senador Joseph McCarthy. La calidad moral del boxeador Malloy al denunciar a la mafia es impecable, no así la de Kazan. Por más desilusionado que el cineasta estuviera de su antigua afiliación al Partido Comunista, ceder a las malvadas fabricaciones de McCarthy y delatar a sus compañeros fue un acto infame.
Desafortunadamente, una delación no siempre basta para deshacer el agravio, ni siempre se le agradece al delator haber revelado las atrocidades. Vladimir Bukovsky denunció la abusiva utilización política de la psiquiatría en la Unión Soviética y lo pagó con doce años de cárcel, acusado de diseminar propaganda antisoviética, y con un eventual exilio. El abuso continuó hasta que la Unión Soviética se desplomó.
Afortunadamente, también hay casos en los que la delación expone públicamente el acto delictuoso y el encubridor paga las consecuencias. En Estados Unidos, probablemente el caso más célebre sea el de “Garganta profunda”, un agente del FBI que anónimamente guió a dos reporteros del Washington Post en la investigación del escándalo de Watergate, que obligaría a Richard Nixon a renunciar para no ser removido de la presidencia.
Hoy, gracias a la denuncia de un patriota, sabemos que Donald Trump es culpable de abuso de poder por presionar a un gobierno extranjero para que investigara a su principal rival político en la elección de 2020. También quedó claro que obstaculizó la investigación del Congreso, negándose a entregar la documentación pedida y ordenando a miembros de su gobierno no testificar. Tristemente, la cobardía de los republicanos en el Senado impedirá que sea removido del cargo, pero el manchón del impeachment en la Cámara de Representantes añadirá otra afrenta a su oprobioso expediente.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.