Cayó en mis manos la nueva edición en español de La perla, de John Steinbeck, publicada por Penguin Random House. Tan pronto comencé a leerla, algo comenzó a molestarme.
A Steinbeck lo he leído sobre todo en inglés, porque antes que un contador de historias es un sagaz prosista. Sabe de ritmo, de juegos de lenguaje, de precisión; no usa dos palabras donde sólo hace falta una. Es más directo que metafórico. Y sin embargo, usa la repetición ahí donde hace falta, cuidando que al repetir se forme una melodía y no una cacofonía.
Este recurso, el de la repetición, es el que más trabajo le cuesta admitir a nuestros traductores. Y para muestra basta un botón. Ahí donde Steinbeck dice: “It was a morning like other mornings and yet perfect among mornings”, nuestro traductor escribe: “Era una mañana como cualquier otra y sin embargo era una mañana perfecta”. No sólo cambia el sentido y sepulta la belleza de la frase, sino que por ahorrarse una “mañana”, le mete una repetición de verbo. La traducción de hace unas décadas ponía: “Aquella era una mañana como otras y sin embargo perfecta entre todas”. ¿Pero qué le vamos a hacer? Los traductores suelen creerse mejores prosistas que un premio Nobel.
No me costaba darme cuenta de los fragmentos de mala prosa que tenían que ser diferentes del original, pues me consta que Steinbeck es directo y parco. Si el original dice “weakness”, la traducción dice “señal de debilidad”; “helplessness” no es “desamparo” sino “sensación de desamparo”; “weak”, se vuelve “apenas perceptible”, y ya en el colmo del milagro de la multiplicación de las palabras “looked cool” se vuelve “se erguían como testigos impasibles”.
Esos baches de traducción me iban molestando en una novela que considero la más elemental de Steinbeck, una novela que no leí con placer ni en su versión original, puesto que hay poca ambigüedad o claroscuros. Hay buenos y malos. Los buenos sufren mucho y los malos son muy malos. No me extraña que Hollywood y los estudios Churubusco se hayan interesado en esa visión del mundo, y tengo entendido que el propio Steinbeck concibió la historia como un guion para cine. Se nota. También se utiliza como lectura escolar, pues es texto breve, no violenta la psique de los alumnos y romantiza cierta visión cristianocomunista sobre los mecanismos del alma humana.
Cuando apenas llevaba la mitad de la lectura, me di cuenta de lo que en verdad me molestaba: es un libro muy rascuache. Me refiero al objeto. Marca su precio en doce dólares, y sin embargo tiene unas pastas corrientísimas, el papel es indigno, la encuadernación hiperchafa, no hay márgenes, la primera página no está en blanco. Yo no lo compraría en un quiosco a veinte pesos. Es peor que las ediciones de Harlequin.
Parece que los editores dicen: “Ahí va La perla para los puercos”. No veo que respeten a sus lectores cuando le dan esas servilletas impresas por más de doscientos pesos. Lo mostré a unas personas que habían vivido bajo el régimen soviético y se rieron. “Hasta con el samizdat hacíamos mejores libros”.
Por ahí de la página cuarenta me dije: “No soy un paria para aceptar este mercantil juego de los editores”. El placer de la lectura no sólo está en el contenido, también en el libro; tal como el placer de comer no está en los nutrientes, sino en el modo de preparar y servir los ingredientes.
Kino, el protagonista de la novela, al final se deshace de la perla, la arroja al mar. Yo no tengo a mi alcance un mar, pero ya sé adónde voy a arrojar el libro.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.