Cerrado, en Lourdes, por el virus, el espacio de las “aguas milagrosas”. Me parece un evento simbólicamente más potente que toda la bibliografía acerca de la obsolescencia del hecho religioso en la modernidad. También los creyentes confían en una vacuna, no en el milagro.
Esta mañana paseaba por una Roma espectral, como evacuada, habiendo sido despertado al amanecer por el canto ruidoso de los pajaritos. Los días, faltos de compromisos y de citas, se deslizan todos iguales, nada distingue, qué sé yo, el lunes del martes. Es incluso inútil marcarlos. Me imagino las jornadas de los presos. La vida se vuelve un fluir indiferenciado, amorfo. En esto se parecería un poco a la muerte. Es más, pensándolo bien, se parece a un después de la muerte. Mientras caminaba, pensé que a lo mejor ya estamos todos muertos. Vagamos por nuestras ciudades como almas errantes, sabiendo que no podemos tocarnos. Cuando Estacio, en el Purgatorio de Dante, abraza a Virgilio, otro fantasma como él, sólo abraza el aire. Todo esto remite al sueño más bello que he tenido nunca. En Roma, bajo una luz primaveral apenas un poco espesa, me encuentro con mis padres, delante de un antiguo café. Parecemos felices. Le pregunto a mi madre: “¿Pues no estamos ya todos muertos?”. Y ella, sonriéndome: “Por supuesto…”. Entonces comprendí que “estar vivos o estar muertos es lo mismo”, tal como decía Pasolini –retomando una máxima hindú– en su La tierra vista desde la luna. No es un pensamiento que deba apenarnos. Es más, podría ampliar nuestra visión.
La cosa más bella que haya leído en estos días se halla en las cajas llenas de mascarillas que los chinos han regalado a Italia: “Somos olas del mismo mar, somos hojas del mismo árbol, somos flores del mismo jardín” (¡mientras que las naciones de la Unión Europea, que exhibe sus raíces cristianas, se agarran a sus mascarillas!). Ya se impone una conciencia de especie y la Tierra está madura para una Constitución. ¿Quién tiene todavía ánimo para declarar “Primero los italianos”? Hay que releer La ginesta de Leopardi.
Fuani Marino, escritora napolitana de 40 años, ha escrito que “Estamos sacrificando cosas imprescindibles como el derecho a la educación, la sociabilidad y, finalmente, la economía de un país en nombre de los over 75”. Un comentario digno de Goebbels. Pero desde su punto de vista tiene razón. En un sentido abstractamente utilitarista, defender no la vida sino la vida más débil, más precaria, la de los ancianos, de los enfermos, de los residuos improductivos, podría no ser una elección (hecha resueltamente por nuestro gobierno) del todo “racional”. Y esto subraya la naturaleza arbitraria, maravillosamente gratuita, de cualquier elección moral.
En los blogs todos proponen listas interminables de libros para leer, pensando tal vez que la cuarentena podría durar, qué sé yo, un año. ¡Esperemos que no! Les ruego que al menos sugieran tan solo unos cuentos y no Guerra y paz, ¡aunque sea por superstición! Sin embargo, es evidente sobre todo el narcisismo de estas listas: no ven la hora de decirnos que ellos conocen todas las lecturas correctas, de Boccaccio a Defoe y de Camus a Saramago. Ante todo: ¡estoy a favor de los consejos de lectura anónimos! Y luego: ¿de veras en estos días queremos atiborrarnos de lecturas? ¿Por qué no limitarnos a meditar, sin plazos ni objetos precisos?
Además: también trabajar, aun con todo el tiempo a disposición, se vuelve una empresa ardua. Requiere mucha autodisciplina.
Traducción de Fabrizio Cossalter.
(Roma, 1952) es uno de los principales críticos literarios italianos.