Covid-19: ¿Una amenaza también para la democracia?

La Covid-19 ha sido primero una crisis sanitaria y después económica y social. Supone un desafío a la democracia liberal, que resistirá adaptándose para conservar lo que la define: la capacidad de proteger la dignidad y la autonomía moral de los ciudadanos.
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La pandemia provocada por la Covid-19 plantea numerosos interrogantes. Uno de ellos es cómo afectará esta nueva crisis, primero sanitaria, después económica y social, a las instituciones de la democracia liberal. Especialmente, en un momento de gran incertidumbre en el que es difícil lanzar previsiones sobre la evolución de los escenarios local y global. ¿Cuáles son las amenazas que plantea la epidemia a nuestro modelo occidental?

La sucesión de grandes eventos internacionales en los últimos veinte años ha resultado en un cierto desprestigio de la tesis de Francis Fukuyama sobre “el fin de la Historia”. El choque de civilizaciones, la polarización cultural, la intensificación de los flujos migratorios o la crisis económica han sido fuentes de conflicto en nuestras sociedades. Ahora, el nuevo brote de coronavirus nos anuncia un nuevo shock de gran potencial disruptivo.

 

¿El fin de la Historia?

¿Se equivocó Fukuyama? Es una pregunta que depende en buena medida de la interpretación que haga el lector sobre el fin de la Historia. Entendido como el progresivo acabamiento de los grandes conflictos en aras del triunfo definitivo de la democracia liberal y el capitalismo, es posible que la formulación de Fukuyama no se sostenga. Entendido, en cambio, como la ausencia de alternativas superiores al orden político y económico liberal, esto es, como una victoria moral, o mejor ideal, de la democracia occidental, entonces, el fin de la Historia continúa vigente.

Aunque no está exento de desafíos. Atendiendo al aspecto económico del planteamiento, el capitalismo no ha encontrado contestación en el siglo XXI. El mejor ejemplo es China, que ha abrazado el mercado y sus cadenas de suministro globales sin conceder libertades políticas o individuales. El modelo chino carece de la legitimidad de origen de la que sí disfruta la democracia liberal, pero se justifica ante su población en el cumplimiento de una promesa de crecimiento sostenido y prosperidad material creciente. El equilibrio depende de la continuidad de un éxito económico que actúa como inhibidor de los anhelos democratizadores y promueve la desafección. Por ahora, el régimen goza de estabilidad y desafía las tesis institucionalistas de autores como Acemoglu y Robinson.

 

La dimensión política

El análisis se complica cuando ponemos el foco sobre la dimensión política. La democracia liberal es orgullosa deudora de la proclamación de John Locke: no hay más gobierno legítimo que aquel que cuenta con el consentimiento de sus gobernados. Es un principio filosófico por el cual asumimos que la democracia es un fin en sí mismo y, por tanto, innegociable. Pero en un contexto en el que el capitalismo ha infiltrado todas las dimensiones de nuestras vidas pública y privada, puede haber individuos prestos a hacer también de la democracia un bien transaccionable.

¿Estaríamos dispuestos a sacrificar ciertos derechos y libertades a cambio de una gestión más eficiente, una acción política más ejecutiva o una promesa de progreso material sostenido? Ese parece ser el equilibrio chino. Sin embargo, la traslación del modelo a Europa resulta complicada. Los chinos no han experimentado una pérdida de derechos (nunca los disfrutaron), sino una ganancia neta en términos de bienestar material. Los europeos, por el contrario, parten de una socialización en los valores liberales y un elevado nivel de vida en términos comparativos globales, lo cual acentúa para ellos la renuncia que implica el dilema.

 

Revival decisionista

No obstante, con la irrupción de la pandemia se han escuchado voces de ciudadanos occidentales admirados ante la capacidad del gobierno chino para dar una respuesta expeditiva, si bien coercitiva, a la crisis sanitaria. Al tiempo, se han sucedido los lamentos ante la lentitud en la toma de decisiones y la ejecución de los procedimientos que impone la democracia liberal, incluso bajo un estado de alarma. Una lentitud que contrasta con la creciente inmediatez que experimentamos gracias a la tecnología en el ámbito privado. El garantismo constitucional puede ser percibido como un lastre en situaciones en las que acortar los tiempos de reacción salva vidas.

Es una idea que ya planteó Carl Schmitt en su teoría del “decisionismo”. Schmitt afirma la existencia de un conflicto entre la soberanía del derecho y la soberanía del Estado que, en situaciones de impasse o excepción, exige una actuación que garantice la adopción de decisiones de forma inmediata. El suyo es, quizá, el alegato autoritarista más conocido formulado desde la filosofía política.

Así, no es la primera vez que Europa siente la tentación autoritaria. El momento actual despierta algunas dudas, especialmente en un escenario marcado por la incertidumbre, en el que no sabemos cuánto tiempo se prolongará la pandemia, si habrá sucesivas oleadas de la enfermedad, si tendremos que enfrentar nuevas epidemias globales o si podremos retornar a la vida tal como la conocíamos antes de la pandemia de la Covid-19: ¿podríamos emprender una deriva iliberal amparada en la necesidad de proteger el bien común?

Hemos contado una parte de la historia, pero no toda. A la vez que emergen los elogios decisionistas, han cobrado también relieve quienes denuncian un socavamiento de los derechos y libertades fundamentales con excusa de la epidemia. Mantener una actitud de vigilancia y sospecha ante las posibles intromisiones del poder en la esfera individual constituye uno de los rasgos genuinos del liberalismo. De este modo, podemos decir que existe una tensión entre dos pulsiones arraigadas en la sociedad. Dos pulsiones antitéticas que, en última instancia, deben encontrar acomodo en una síntesis que permita conciliar eficacia y liberalismo en la respuesta a la crisis.

 

Trasladar la responsabilidad a los técnicos

Por otro lado, la amenaza del coronavirus ha convertido en protagonistas a distintos colectivos de profesionales técnicos. Estos días, son frecuentes las ruedas de prensa impartidas por autoridades policiales, militares o sanitarias y, al frente de la gestión de la crisis, se ha designado un “comité de expertos”. La intención es infundir a la ciudadanía la idea de que la toma de decisiones durante las últimas semanas ha estado marcada por criterios exclusivamente científicos y técnicos.

No obstante, haremos bien en recordar que incurriremos en un riesgo para la democracia liberal si, con el objetivo de evitar la rendición de cuentas, trasladamos la responsabilidad política a una serie de profesionales que no cuentan con un mandato democrático. Hace ya más de un siglo que el filósofo Jacques Ellul escribió: “La técnica es la frontera de la democracia. Lo que la técnica gana la democracia lo pierde”. Esto significa que las instituciones deben establecer una separación meridiana entre cargos técnicos, cuyo nombramiento responde a criterios meritocráticos, y cargos políticos, cuya responsabilidad y legitimidad son democráticas. Estos últimos, informados por los primeros, son quienes deben liderar la acción política y rendir cuentas por su gestión.

Con respecto a estos grupos de técnicos, estamos observando cómo se acentúa una inercia previa a la pandemia en las sociedades occidentales: ciertas instituciones no democráticas y algunos colectivos meritocráticos, como la policía, el ejército o los profesionales de la salud, cuentan con una valoración ciudadana notablemente mayor que las instituciones mayoritarias y los partidos políticos.

Es un dato que contrasta con otros impulsos sociales que han protagonizado la escena pública en los últimos años, como las demandas de una democratización más profunda que amplíe el espacio de decisión para los ciudadanos, llegando, incluso, a la reivindicación de una “justicia popular”. Se trata de un ejemplo más de los conflictos que atraviesan nuestras sociedades. En todo caso, la desafección respecto a las instituciones democráticas, bien desde una perspectiva autoritaria, bien desde una perspectiva populista, debería ser objeto de preocupación, pues, de no atenderse, podrían aparecer en el sistema las grietas por las que se filtre el iliberalismo.

 

El futuro de la globalización

Por último, desbordando las límites de los Estados-nación, cabe preguntarse por el futuro de la globalización. Algunos analistas vaticinan ya un nuevo mundo caracterizado por el repliegue de fronteras, la restricción de la movilidad personal y la desaceleración de la integración y el comercio internacionales. Los mismos sondeos que destacan la valoración popular de algunas instituciones meritocráticas o no mayoritarias por encima de las democráticas y políticas señalan un apego mayor de la ciudadanía por las administraciones cercanas en las últimas semanas. Así, en España, la peor parada de la pandemia en cuanto a popularidad parece ser la lejana Unión Europea, seguida del gobierno central. Por el contrario, los municipios se han ganado el reconocimiento de sus vecinos.

Es posible que estos datos estén condicionados por el grado de competencia y responsabilidad atribuida a cada administración en la crisis, así como por las expectativas que la ciudadanía ha depositado en cada una de ellas. Sea como fuere, vivimos ya un momento de cierta agorafobia, de extrañamiento con respecto a lo distante y búsqueda de refugio en lo familiar.

Pero como en el caso de la democracia liberal, también en la globalización encontramos dos dimensiones, económica y política. Y, como en el caso de la democracia liberal, es la faceta política la que plantea más dudas. Es poco probable que la globalización económica se vea afectada a largo plazo por esta pandemia. El progreso tecnológico que la hace posible no se va a revertir, y aun es probable que asistamos a un evento de destrucción creativa que haga progresar la industria sanitaria y que revolucione el trabajo y el estudio online, así como la prestación de servicios a domicilio ordenados digitalmente.

Sin embargo, la desglobalización o desintegración política es un riesgo que habremos de enfrentar los europeos y que dependerá en buena medida de la capacidad de la UE para dar una respuesta satisfactoria a las grandes dificultades que atraviesa el continente, y a su habilidad para trasladar sus méritos a un demos distante, desafecto y sin conciencia “en sí”.

 

El pilar político es el más vulnerable

De este modo, de esa dupla liberal económica-política que fundamentó la tesis del fin de la Historia de Fukuyama, el pilar político es el más vulnerable. Autores como Branko Milanovic, que ha escrito un libro con el elocuente título de Capitalismo, nada más, han afirmado la ausencia de alternativas económicas viables al sistema. No obstante, Milanovic también advierte de una posible deriva política convergente entre los modelos capitalistas liberal y chino, que desemboque en una suerte de “plutocracia”. La hipótesis se fundamenta en la creciente influencia que tienen los poderes económicos occidentales sobre el proceso legislativo y la toma de decisiones políticas, especialmente en los Estados Unidos, donde la financiación de campañas electorales depende de grandes lobbies.

El estallido de la pandemia por Covid-19 ha contribuido a la incertidumbre política, acentuando algunas de las debilidades de la democracia liberal. Sobre el futuro de nuestras instituciones económicas el horizonte no parece deparar grandes sorpresas: es el fin de la Historia económica. Ese desenlace podría ser, paradójicamente, el mayor obstáculo al fin de la Historia política, entendida como el triunfo definitivo de la democracia. En un mundo donde todo (también las ideas) está sujeto a negociación, el liberalismo político podría convertirse en un bien transaccionable.

Desde este punto de vista, el fin de la Historia dependerá de la respuesta a una pregunta: ¿cuánto valoramos nuestra democracia? Sin embargo, si entendemos el fin de la Historia como la forma culminante y más elevada de organización política, de acuerdo con unos valores que sitúan la dignidad y autonomía moral del individuo en el centro del sistema, el retroceso de derechos y libertades justificado en la eficiencia ejecutiva podría representar la derrota, pero no la superación del modelo liberal.

La flexibilidad del liberalismo

En todo caso, el liberalismo es una forma de organización política que ha sobrevivido durante siglos, imponiéndose a los sistemas que en cada época han tratado de plantear una alternativa. Fukuyama explica la longevidad liberal en la capacidad del modelo para encarar sus contradicciones y resolverlas. Un buen ejemplo lo encontramos en la incorporación de ciertos postulados formulados desde la crítica socialista, que dieron lugar a la exitosa rama del liberalismo que llamamos socialdemocracia y que, en último término, despojó de atractivo la aventura soviética que condujo al “despotismo oriental”. La robustez liberal estará condicionada por esa flexibilidad que le ha permitido hasta ahora integrar en el sistema reivindicaciones parciales de algunos de sus impugnadores.

El momento populista ya se ha dejado sentir en los parlamentos liberales, en los que se ha acuñado la expresión “populismo de gobierno” o “populismo de centro” para describir la incorporación de ademanes populistas en los ejecutivos y los partidos occidentales. Algo parecido ha sucedido con el resurgimiento del nacionalismo y el autoritarismo, que ha llevado a partidos de izquierda en toda Europa a endurecer su retórica y su programa sobre la inmigración. Los límites al movimiento transfronterizo de las personas son una forma de arreglo subóptimo con el que las democracias liberales consiguen aplacar el avance de la xenofobia.

Como ha sucedido históricamente, la democracia liberal deberá adaptarse en cada momento para vencer los desafíos que se le anuncien, integrando en el sistema algunas de las enmiendas que se le presentan, renunciando incluso a ser militante para aceptar que los que quieren destruirla participen de ella. Pero habrá de hacerlo preservando en su corazón los valores de la dignidad y la autonomía moral del individuo que la han hecho reconocible desde la explosión ilustrada. Eso puede implicar que su apariencia externa resulte cambiante en cada tiempo (como los virus, también los sistemas políticos sobreviven mediante la acción mutante), mientras su esencia permanece en la parte pétrea de los ordenamientos constitucionales.

 

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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