Fue en 1998 cuando se empezó a hablar de un libelo recién publicado que se titulaba Contra los franceses, publicado por Ediciones del Equilibrista y firmado por un enigmático M. A. S. El subtítulo no podía ser más prometedor: “O sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos, y especialmente en España”. Como mi generación se había educado en el repudio al mito francés que había dominado la cultura española durante tanto tiempo, el panfleto no podía resultarnos más atractivo. Cuando lo leímos, sin embargo, descubrimos que se trataba de un ensayo que desbordaba los límites del género, escrito con una prosa soberbia y un humor erudito que a veces recordaba a Ferlosio, lleno de reflexiones muy inteligentes y mordaces acerca de la Revolución Francesa (“la mayor apología de la violencia y el crimen”), de retratos despiadados (“Napoleón, esa vedette sangrienta”) o de relecturas tronchantes, como por ejemplo de Sartre, de cuya obra filosófica mayor, El ser y la nada, se decía “que si hoy se recuerda en algo es por lo mucho que le sobra de lo segundo y lo poco que tiene de lo primero. Típico hallazgo de ese bodrio es sostener que ‘la conciencia es siempre lo que no es y es no lo que es’. Así de claro”. Con los amigos, leíamos y releíamos fragmentos del libelo, muriéndonos de risa, admirados de aquella inteligencia libre y valiente que en realidad estaba escribiendo la autobiografía estética de los españoles.
Tardé mucho en saber quién era el autor de esas páginas, aquel espíritu “humilde y afrancesado”, como se definía en la última página del panfleto, en un giro final que desvelaba la gravedad de su empresa. Su nombre era Manuel Arroyo-Stephens (1945-2020) y había sido el fundador de la editorial y las librerías Turner, además de apoderado del torero Rafael de Paula, representante en España de Chavela Vargas e íntimo amigo de José Bergamín. Empezó a hablarme de él, tantos años después, Félix de Azúa, uno de sus mejores amigos, que se empeñó en que nos conociéramos. Descubrí así a una persona excepcional en un sentido exacto. Incluso físicamente –con esa llama blanca de su abundante cabello, que la primera vez que le vi me recordó a Canetti–, Manuel daba la impresión de estar perpetuamente dépaysé, exiliado en todas partes y en casa en todo el mundo. Tanto su mirada como su voz tenían un extraño deje extranjero –gracias a su madre, el crepúsculo irlandés corría por sus venas–, aunque al mismo tiempo era español de un modo rotundo e inapelable. El mapa de las casas que tenía en Biarritz, Berlín y El Escorial dibujaban una parte de su geografía interior, ya que también había sido ciudadano de Londres y de México. Supo disfrutar tanto de los toros como de las rancheras, del teatro inglés como de la música germánica.
En su conversación, Manuel era muy irónico y sarcástico y sabía denostar con mucha gracia, diciendo tutto quel mal che in bocca le venia acerca de cualquiera, pero también sabía dar muestras de un cariño y un afecto que, por su propio desprendimiento, resultaban muy cálidos y verdaderos. Hablar con él de poesía era un placer, pues era un lector muy sofisticado, capaz de traer a colación un verso excepcional de George Herbert –una pasión que compartíamos– o de analizar un oscuro poema de Wallace Stevens. Una de las últimas veces que le vi me comentó, con esa alegría que sabía transmitir en su trato heterodoxo con la alta cultura, que John Donne, en un retrato de juventud, había elegido como leyenda una frase en español, de fuertes reminiscencias católicas: “Antes muerto que mudado”. Ahora pienso que podría ser un buen epitafio para él, puesto que Manuel Arroyo fue un tipo de hombre en peligro de extinción; su hechura no cabía en este mundo cada vez más pequeño.
La prosa de Contra los franceses delataba a un escritor genuino que terminó por aparecer muy al final, cuando en 2015 Turner publicó Pisando ceniza, una excelente colección de relatos que venía a ser una autobiografía a través de la muerte de una serie de personas a las que había querido y que le habían impactado en su vida: un librero de viejo (maravilloso el momento borgiano en que entra en su cueva de los tesoros), el diestro Rafael de Paula, José Bergamín, su hermano, su madre…En todos ellos, el narrador desaparecía en la atención que prestaba a los demás, que a su vez le devolvían una imagen de sí mismo no siempre halagüeña. Recuerdo que esa valentía moral fue una de las cosas que más me impresionó.
Hay un momento, en el capítulo titulado “Melancolía del torero”, en que Manuel, cogiéndole del brazo, le dice a Antonio Ordóñez: “Las cosas solo suceden a los que saben contarlas”. Y se trata de una observación muy lúcida: solo quien se atreve a darle forma se encuentra de verdad con su experiencia. Quizá por ello Manuel Arroyo fue un escritor tardío, incluso póstumo –ha dejado dos libros inéditos–, pero verdadero, puesto que la mejor literatura se escribe siempre afuera y a la sombra de la muerte. Como él mismo dijo en el texto dedicado a Bergamín: “Y bajo esa sombra, contra esa sombra, buscan y quieren dar un sentido a su vida los enamorados del fuego, los que viven como agarrados a un clavo ardiente, los que han nacido y su destino es vivir, bajo la majestad de la muerte”.
(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.