Panorama desde la frontera

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EL PASO. Solíamos ser el retrato ideal de tolerancia y cooperación: un ejemplo brillante de coexistencia.

Incluso la estrella en la montaña Franklin, situada al norte del desierto chihuahuense, se ilumina por las noches en tierras que alguna vez fueron colonizadas por frailes franciscanos españoles. A la región le llamaron El Paso del Norte, parte del gran Camino Real que conecta la Ciudad de México con lo que ahora conocemos como Santa Fe, Nuevo México. Después de la guerra entre Estados Unidos y México en 1848, nuevas fronteras se trazaron, pero los lazos de sangre se extendieron a ambos lados de lo que hoy conocemos como El Paso y Ciudad Juárez.

Una vez representamos el futuro. Hoy, nuestra frontera se ha convertido en un parteaguas, entre miedo y esperanza, desde que el presidente Donald Trump vertió gasolina sobre cenizas que lentamente ardían, exponiendo la hipocresía, nativismo y xenofobia que desde años se escondían debajo de la sociedad norteamericana. Un bombardeo de tuits con lenguaje racial inflamatorio, que retrata a la migración como una “invasión” y a los migrantes como una “infestación”, “animales” o “criminales” mantienen el fuego vivo.

La cicatriz que Carlos Fuentes advirtió en la frontera ha sido salvajemente desgarrada. Las heridas que antes sanaban con la llegada de la siguiente crisis, dejando tensiones burbujeando en la superficie, amenazan con permanecer.

Todo empieza y termina con el “hermoso” muro de Trump, símbolo de su campaña hace cuatro años y símbolo de nuevo ahora. No importa que solo ha construido diez kilómetros donde antes no había vallas fronterizas. Importa el símbolo. Durante esta campaña de reelección, Trump ha insistido en que “México” pagará por el muro. Por “México”, ahora se refiere a peajes al cruzar los puentes internacionales o un impuesto sobre las remesas que envían a casa. Pagarán los mexicanos, dice Trump.

De ser así, quizás Andrés Manuel López Obrador ha sido el primero en pagar. Como candidato presidencial, López Obrador arremetió contra las políticas de inmigración de Trump e insistió en que México ya no sería su “piñata”. Ahora, el presidente de México es considerado uno de los aliados más cercanos de Trump. Los dos comparten un estilo de gobierno similar. Ambos son vistos como figuras populistas, frecuentemente divisivas y tercas que ven a los medios como archienemigos. Pero hay otras coincidencias. Como varios de sus antecesores, López Obrador ha sido un facilitador de la farsa de Estados Unidos, apaciguando los caprichos de la bestia del norte. Bajo amenazas de nuevos aranceles y otras medidas punitivas cuestionables, López Obrador le ha dado a Trump el muro que añoraba. El uso de la fuerza en México casi ha logrado detener a los migrantes que tratan de llegar a Estados Unidos.

Las consecuencias han sido mortales.

El 3 de agosto del 2019, un hombre blanco de veintiún años, enojado, desempleado, sin estudios uni- versitarios y que vivía de los beneficios del gobierno, condujo más de mil kilómetros desde el área de Dallas para invadir nuestro hogar. Cometió un ataque terrorista doméstico, buscando a mexicanos para matar.

Aunque en su manifiesto dijo que el presidente no jugó ningún papel en su decisión, el supuesto asesino hizo un claro eco a las palabras de Trump. Protestó con una letanía que dice “Los judíos no nos reemplazarán” en un mitin de supremacistas blancos en Charlottesville, Virginia, en 2017, y se refirió a los organizadores de la construcción de un muro fronterizo privado en El Paso y Nuevo México, quienes pidieron donaciones, prometiendo que un cachito de muro detendría la “invasión” e insistiendo en que el proyecto tenía la “bendición” de Trump. Entre quienes apoyaban la causa se encontraban el hijo de Trump Don Jr. y el exasesor de Trump en la Casa Blanca Steve Bannon. Bannon y otros tres fueron acusados en agosto de 2020 de estafar a los donantes y desviar veinticinco millones de dólares de la recaudación de fondos. Bannon se declaró inocente.

Solo días después de la recaudación en YouTube, el tirador llegó a El Paso con un propósito: borrar la historia de mi familia y la de más de 35 millones de mexicoamericanos –miles de ellos pasan por esta frontera hacia el norte para reinventarse y reabastecer a Estados Unidos–. En menos de tres minutos, mató a veintitrés personas e hirió a otras veintitrés, muchas de ellas compradores mexicanos que habían cruzado la frontera esa mañana para gastar sus pesos convertidos a dólares en el llamado “Walmart mexicano”, justo al lado de la interestatal 10, que conecta a El Paso con Ciudad Juárez.

México condenó justamente la matanza. Prometió responsabilizar al asesino y a los fabricantes de armas. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, incluso convocó una cumbre de líderes de países de habla hispana para desarrollar una estrategia para combatir la supremacía blanca. Yo me uní a un grupo de autores y periodistas de El Paso para compartir el dolor y horror de nuestra región con vecinos en México.

“Si los supremacistas blancos están incitando el odio y las divisiones raciales, ¿cuál es nuestra respuesta? Tenemos que definir esa respuesta, defender nuestra cultura, idioma, civilización, nuestra existencia”, me dijo Roberto Velasco, ahora director general para América del Norte en la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Meses después, vi con consternación cómo López Obrador se paró junto a Trump y les dijo a los estadounidenses que “su presidente se ha comportado con amabilidad y respeto” hacia los mexicanos. Trump sonrió.

Recientemente manejé sobre la recién construida carretera Loop 375, que pasa por encima del río Grande y la valla fronteriza. Se asoma Ciudad Juárez, sobre barrios marginales, la estatua de un cigarrillo y un supermercado. Me quedo mirando al horizonte: las montañas grises y secas, Cristo Rey arriba de una de ellas. El río Grande se convierte en río Bravo. Este es el punto donde las dos naciones, idiomas y culturas de mi familia se mezclan y se convierten en una sola tierra en el extremo más lejano de Texas, Nuevo México y Chihuahua.

Como hijo de México y de la frontera, mi perspectiva solía ser privilegiada. Ya no. Pienso en los fundadores de este país y el gran experimento en el que se embarcaron hace siglos en Filadelfia con ideales como “todos somos creados iguales”. ¿Sería un gran mito?

Esa pregunta está en juego en las elecciones del 3 de noviembre. No importa quién gane la elección presidencial, sanar la herida empieza aquí en la frontera con su muro en construcción, de pie como escenografía de una mala obra de teatro. Sanar no será fácil. ~

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es corresponsal del Dallas Morning News. Su libro más reciente es Patrias (Debate, 2019)


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