Para llegar a Tamanrraset

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Don Luis, el portero de mi edificio, invertía sus horas de guardia nocturna en lecturas diversas: tratados de economía política, ensayos sobre los cátaros, El corazón de las tinieblas, manuales de historia de la mitología y la religión, revistas deportivas especializadas. Una vez me preguntó: “¿Gustavo, te gustan las motocicletas?” Y sin esperar respuesta apoyó una mano sobre mi hombro y con la otra me alcanzó su álbum personal, un grueso volumen de tapas negras.
     “Esta es mi primera moto —me dijo—, una Vespa, con ella gané el rally de Castilla-La Mancha del 65”. Las fotos lo mostraban tomando curvas a toda velocidad en caminos polvorientos de la meseta. Era extraño verlo, tan grandulón y jorobado, metido en su Vespa arriesgando el pellejo. Al pasar las páginas del álbum pasaban los años: la Vespa se convertía en una Yamaha, en una Kawasaki, en una bmw; subían las cilindradas de la máquina y aumentaban los años del piloto.
     No había pódium ni trofeos. Ni una sola foto frente a un cuadro de medallas. Todas las imágenes eran en plena acción de riesgo. Le pregunté por los premios obtenidos y respondió: “los trofeos siempre son obsoletos”.
     En varias oportunidades me regaló entradas para el autódromo de El Jarama. Pero, ¿qué podía hacer yo en un autódromo? De niño adoraba a mi compatriota, el venezolano Johnny Cecotto, bicampeón del mundo en 250 y 350 centímetros cúbicos. Fue un héroe nacional, nuestro Ayrton Senna. Además, algo tenía Johnny Cecotto que nunca tuvieron los grandes ligas del país: David Concepción, Antonio Armas, Baudilio Díaz. Cecotto tenía un nombre raro, extravagante, acorde con la llegada de la disco music y Saturday Night Fever. Pero además era un bólido. No las morosidades desquiciantes del béisbol, sino la vida a trescientos kilómetros por hora. Como Venezuela misma: velocísima.
     No sé por qué nunca le comenté a don Luis las hazañas de Cecotto. De niño completé un álbum de estampitas dedicado al mundial de motociclismo del 76 donde Cecotto era el protagonista: Cecotto laureado, Cecotto tomando una curva en el autódromo de San Carlos, Cecotto al sufrir un accidente en Ímola. Me hubiese gustado sorprender a don Luis con este álbum. ¿Pero en qué lugar habrá quedado? Da escalofríos pensar en las cosas extraviadas que ya no vuelven.
     ¿He dicho que don Luis lee todo lo que cae en sus manos? Esta vez leía Del origen de todos los cultos, de un francés llamado Depuis. Le dije que no lo conocía, que jamás lo había visto. “Depuis —dijo don Luis— es un francés de la época de la revolución, uno de los autores pioneros del panbabilonismo”. Yo había escuchado algo de aquella doctrina de palabra resonante pero no recordaba sus postulados. Don Luis me preguntó: “¿Conoces la astrolatría? Pues la astrolatría —solía responderse a sí mismo— es el origen del panbabilonismo; Babilonia es la cuna de la astronomía, la adoración de las estrellas y la astrología. Según Depuis los dioses paganos no son más que constelaciones, y su sistema mitológico es una alegoría de la astronomía. Otro francés, Delaure, uno de los primeros en estudiar el culto al falo, decía que el falismo era el primer culto de la humanidad: una representación del universo sideral. Así determinó —don Luis sorprendía— lo que él llamó ‘el origen celeste del falo'”.
     Ser portero en Madrid es hacerse de una filosofía particular, una forma de imaginar diferente. A cierta hora del día todos se reúnen en la acera. Parecen tan serenos, con sus trajes azul oscuro y los brazos casi siempre cruzados. Conversan de manera dilatada, sin verse a la cara, pendientes de quién entra o sale de los edificios. Fuman varios cigarrillos y se burlan de los vecinos. Su destino es la fijeza y la quietud los absorbe.
     Pero el caso de don Luis era distinto: le tocaba la guardia nocturna con dosis de lectura abundante. A pesar de estar en el interior de la cabina siempre parecía estar en otra parte.
     Le pregunté por los numerosos recortes de revistas que estaban al final del álbum. “Son mis artículos publicados en revistas de motos durante los años ochenta, ¿te apetece leerlos?”
     Me despedí y subí al apartamento con el álbum bajo el brazo. Pensé que se trataría de artículos especializados, erudición de motorista aburrido, pero me equivocaba. Me encontré con gustosas crónicas de viajes moteros escritas con muy buena pluma donde relataba largas travesías a lo largo de la meseta de Castilla, rallies nacionales y emocionantes recorridos en equipo. Una de esas crónicas me impresionó mucho: el relato de un viaje a Tamanrasset, al sur de Argelia. Un largo viaje en moto a través del Sahara por más de mil kilómetros. Las poblaciones, los asentamientos, los personajes del camino, las palabras árabes o las digresiones sobre el régimen del entonces dictador de Argelia; también la temible tormenta de arena donde dos compañeros casi pierden la vida, y la extravagante fábrica de automóviles Citröen abandonada en medio del desierto como una viva imagen de Mad Max…
     Yo me había enganchado a las peripecias de aquel relato pero casi al final el autor confesaba su estrategia: se trataba de un sueño. Las lecturas, los mapas y las ganas de estar allí lo habían empujado a escribir. Todo era invención de su deseo. La velocidad de la Kawasaki se impuso sobre el oficio sedentario. Don Luis había escrito el relato de su huida. La cabina de portero había sido reemplazada por el enorme desierto de África del norte. –

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