Patrick Radden Keefe
No digas nada
Traducción de Ariel Font Prades
Barcelona, Reservoir Books, 2020, 539 pp.
Tres de tus protagonistas están muertos y el cuarto no hablará contigo ni muerto. El punto de partida no era demasiado esperanzador. Pero el periodista Patrick Radden Keefe (Dorchester, 1976) ya acariciaba la idea de contar esas historias porque tenía entre manos algo de una jugosidad vigorizante, incluso frente al silencio espeso que circundaba todo: un misterio. Un crimen sin resolver. Como todos, parecía uno cualquiera. Como pocos, no lo era.
Sucedió en diciembre de 1972 en un barrio católico de Belfast, cuando un grupo de encapuchados entró en la casa de la viuda Jean McConville y se la llevó, en presencia de sus diez hijos. Jamás regresó. Todos intuían lo que había ocurrido, pero imperaba una ley más sólida que la justicia. El silencio siguió inquebrantable incluso cuando tres décadas después, en 2003, dieron por fin con los restos de McConville en una playa. ¿Quién ordenó el crimen? ¿Por qué? Este es el arranque de No digas nada, que se vale del adictivo sabor del thriller para construir algo tremendamente más complejo que un juego de detectives.
Ahí arranca el libro, pero la historia comienza diez años después del hallazgo de los huesos de la víctima. Concretamente, cuando Keefe leyó un obituario de la terrorista del ira Dolours Price. En él se mencionaba que la Universidad de Boston guardaba secretamente declaraciones y entrevistas con ella y otros integrantes sobre el conflicto norirlandés. Ese fue el clic, nació la obsesión del periodista. Siguieron cuatro años de enfermiza investigación, de bregar con silencios y callejones sin salida. Era mejor no decir nada. Como él mismo concluye, los Troubles ya eran historia pero “en Belfast la historia está viva y es peligrosa”. Keefe, periodista del New Yorker, goza de un talento sobrenatural para dos cosas: se obsesiona con menudencias que esconden historias apabullantes y relata hechos con profundidad, a pesar de que los involucrados se resistan a hablar con él. En su haber están las memorables semblanzas del Chapo Guzmán o Anthony Bourdain, y singularmente el casi punible, por adictivo, podcast de Winds of change.
Esa filosofía del detalle vuelve a primar en No digas nada, que reconstruye con cincel la historia de sus protagonistas históricos: Jean McConville, la víctima; Dolours Price y Brendan Hughes, presuntos artífices, y el único que aún respira: Gerry Adams, el que sale peor en la foto. No aspira a ser la historia de las más de 3.500 víctimas que dejó el conflicto de Irlanda del Norte, pero de alguna manera podría serlo. Aunque –como reconoce el propio autor– se preste poco espacio a ciertos aspectos, como el terrorismo unionista.
Con un ánimo esencialmente humanista, Keefe se acerca a todos, víctimas, verdugos y vecinos, con voluntad de comprender cómo se involucraron en aquello, dónde se fraguó su lucha. Como si tratara de responder a lo que se cuestionaba Dolours al final de su vida: “¿Es por eso, que matamos? ¿es por eso, que morimos? ¿de qué se trataba, en realidad?” No se deja intoxicar por el irracional magnetismo de todo villano, y la recomposición de las biografías de las hermanas Price, de sus familia y su entorno, tienen más matices que sentencias. Y anécdotas que ametrallan, como aquella en la que el padre Price va a visitar a la cárcel a Marian y Dolours durante su huelga de hambre y concluye: “Se las ve felices. Felices de morir.”
Es difícil encontrar una obra, de cualquier temática, que haga comulgar con tanta sincronía la exhaustividad y el pulso narrativo. Todas las afirmaciones, diálogos y sentimientos de los muertos están rigurosamente acreditados –más de cien páginas, de sus quinientas, son notas– y a la vez, le sobra brillantez para considerarla una novela trepidante y frenética. Tanto que ridiculiza la insistencia de categorizar las obras en departamentos estancos, enredándose en el tedio de si No digas nada es un ensayo, un reportaje periodístico o una novela de no ficción. Hibrida lo mejor de todos ellos, y con eso debería bastar. Keefe no tiene intención de ser sexy a lo Carrère convirtiendo esto en un asunto. Suele situar sus influencias mucho más en Robert Caro que en la autoficción del Nuevo Periodismo, porque además la suya es una forma mucho más sofisticada de involucrarse en lo que cuenta.
No digas nada obtuvo el Premio Orwell y el del Círculo de la Crítica de Estados Unidos, y quedó finalista en el National Book Award. Fue libro del año para The New York Times y The Washington Post. Pero, sobre todo, cumplió con la promesa no formulada en su primer capítulo: resolver cómo, dónde y bajo qué pretexto se acabó con la vida de Jean McConville. Hasta aquí conviene revelar. Porque el viaje condensa cuarenta años de sangre, violencia y silencios, yendo lo más lejos que alguien con una obsesión firme puede llegar: hacer hablar a los muertos. A los que se fueron felices y a los que no… la mayoría.
El libro concluye con el incierto proceso de paz que lejos de zanjar el conflicto, inauguró otro. Como reza la frase de Viet Thanh Nguyen que encabeza el libro, “Todas las guerras se libran dos veces, la primera en el campo de batalla y la segunda en el recuerdo.” No digas nada es imprescindible para la segunda. ~
Bárbara Ayuso es periodista en Jot Down.