La pandemia enterró el siglo XX, pero la historia es una locomotora que no modificará su inercia, al menos hasta mediados del siglo actual. Ningún suicidio puede detenerla. Ni siquiera el Brexit. Sin embargo, la humanidad aminoró su paso. Lo que hace tres años era inconcebible, se convirtió en la nueva normalidad del año que termina. Sin tráfico, las ciudades se abrieron temporalmente a la naturaleza. El aire se limpió. Hubo espacio para abrazar la luz y, en el Reino Unido, presupuesto para poner en práctica todo lo que un buen gobierno socialista habría podido hacer: recurrir a préstamos de dinero barato para mantener a los desempleados, apoyar a la industria e invertir en salud pública, lo que en parte habría sido posible por el aligeramiento de la presión sobre el transporte colectivo. La pandemia trajo un nuevo equilibrio que, bien aprovechado, pudo significar una redistribución de la riqueza entre la provincia y sus exteriores. Desdibujó la ya borrosa división entre derecha e izquierda y puso a los conservadores a implementar el programa de Jeremy Corbyn.
2020 es el año de la peste, año en que los gobiernos pusieron en práctica estrategias para luchar contra la pandemia y contenerla. Esta historia comienza el 3 de enero, cuando el profesor Zhang Yongzhen inició las indagaciones sobre un virus desconocido –similar al síndrome respiratorio agudo de años atrás– en el Centro de Salud Pública de Shanghai. Poco después se logró establecer la estructura del virus, que dio pie a los estudios que culminarían en la concepción de varias vacunas.
En este lapso han muerto cerca de un millón y medio de personas. No hay quien se encuentre al margen de la pandemia ni de los cambios que ralentizaron al mundo. Durante este año se transformó nuestra relación con el trabajo, el tiempo y el espacio –este último resultó más afectado. Algunas personas descubrieron cosas que ninguna terapia introspectiva habría logrado en tan poco tiempo, como la importancia de revalorar el espacio personal. Lo que antes era invisible se nos vino encima. Durante este año que afortunadamente termina, muchos aprendieron a cocinar, a hacer ejercicio y a leer, pintaron, decoraron sus madrigueras y tuvieron tiempo para ponderar lo que hasta el 2019 era una experiencia restringida. De pronto, quienes contaban con un capital pudieron discernir las ventajas de apartarse de un estilo de vida tóxico. Sucedió lo mismo a quienes vivían de su trabajo.
La revolución del espacio no fue solo doméstica, y se refleja en las fuerzas del mercado que abaten a las grandes cadenas que han poblado las calles principales, dejando detrás de la catástrofe los escombros de la modernidad. Entre el año pasado y el final de este, hay miles de kilómetros de espacio comercial ocupados por cadenas de tiendas que antes de la pandemia aseguraban la entrada de los consumidores.
La suerte de los shopping malls no es distinta a la de los almacenes en el centro de las ciudades. Se habla de una reconversión radical del espacio que afecta también a los terratenientes. Las rentas de locales comerciales que antes eran redituables dejaron de serlo. Una tras otra las fuentes se secaron. La quiebra del comercio no es menor que la del turismo, ni que el temor al contagio en tiempos del Brexit.
La covid-19 se convirtió en un índice de la polarización que separa a los pobladores entre quienes poseen recursos y espacio, y quienes se hacinan porque no tienen otra posibilidad, una línea divisoria que tiene un correlato racial. El virus es sociable. Entre febrero y fin de año, la peste ha sido incontrolable. Antes del verano parecía lícito albergar esperanzas y después cada país europeo fue cayendo en zonas de exclusión y nuevas estadísticas de muertos.
Así fue hasta que llegó la vacuna que liberará al mundo. En el Reino Unido, cada “reino asociado” (Escocia, Gales y el territorio de Irlanda del Norte) configuró una estrategia propia. En Inglaterra, el norte está en el más alto nivel de alerta, con la protesta ante las consecuencias económicas de las políticas sanitarias, que subrayan la diferencia entre esta región empobrecido y el próspero sur.
Los estragos de la peste son universales. En manos republicanas, Estados Unidos es el país con mayor número de víctimas y contagios, hecho que no obedece solamente a la pobreza estructural, sino a otras cuestiones como el mal uso del tapabocas, que se ha vuelto un icono de hombría al estilo Trump. Los que bendicen América linchan a quienes defienden los derechos civiles y cuelgan de tanto en tanto un afroamericano, no cumplen con las medidas sanitarias y no confían en las vacunas. Hace poco, en Georgia 10 mil personas escucharon al todavía presidente, la mayoría a rostro descubierto.
El año cierra el círculo. El cataclismo financiero que fracturó irreparablemente las diferencias de clase se prolonga letalmente, dividiendo a víctimas y a sobrevivientes. En la debacle del 2008 se defendía una política financiera de “libre mercado”, que era lo que había causado el colapso financiero, como si la libertad consistiera en asaltar al vecino. El presente no comenzó ayer. La última década y media del siglo pasado ha mostrado a las víctimas que no pertenecen a las clases pudientes. Nada está mejor blindado que una fortuna.
El cataclismo financiero con el que se inicia el siglo XXI cierra la segunda década con un mundo polarizado por fracturas económicas, raciales y de género, por batallas “culturales”, cuya violencia persigue establecer “la narrativa” que definirá el Brexit de Boris y la pandemia, y que además sacuden los fragmentos de lo que hasta la Segunda Guerra Mundial era un imperio. La agilidad del gabinete presidido por Boris es circense. Gavin Johnson, ministro de educación durante un período señalado por su incompetencia, ha declarado que al ser el primer país en hacer disponible la vacuna de Pfizer, Inglaterra es el mejor. La fanfarronada no pasó desapercibida por otros conservadores que vieron en la vacuna su pasaporte hacia las nuevas elecciones.
Matt Handcock, ministro de salud, quien tampoco se distingue por su eficiencia, no perdió la oportunidad para propagar inexactitudes de cara a la galería reaccionaria. Gracias a la salida de la UE, caviló Matt, el RU es el primer país en hacer disponible la vacuna contra el virus. Liberados del imperio, los corsarios cruzan libremente el mar: Rule Britannia. Rees-Mogg, quien se asemeja a una caricatura del siglo XVIII, se une a las alabanzas de una Inglaterra que no fue. La celeridad con la que hasta cinco millones de vacunas, de las 40 millones negociadas con Pfizer, serán utilizadas para inocular a la población en estas fechas abre la pregunta acerca de las 35 millones de dosis restantes, porque los laboratorios están en Bruselas. Oficialmente se dice que en caso de que las dificultades creadas por el Brexit, que ya son inminentes, interrumpan el abastecimiento de la vacuna, el gobierno recurrirá a la aviación militar. La distribución de la panacea se realizará de acuerdo con la necesidad de los distintos segmentos de la población, comenzando por los más vulnerables en términos de edad, no de constitución racial.
El gabinete de Boris comprueba su agilidad logística sin que haya ninguna reflexión sobre las consecuencias de lo que se puede interpretar como una cadena de ocurrencias. Al respecto hay que recordar que, hablando de Trump, Boris declaró que en su locura había método. La demencia del pequeño Trump no difiere de la del Donald original, y como él, se encuentra cada vez más aislado en su apuesta suicida. Pero la pandemia aquí sigue y sobre todo la esperanza de la vacuna, un pulmón artificial para extender la agonía de un partido que no tiene otra estrategia que conservar el poder. Mientras, merry crisis and a happy new vaccination.