La fama y el criminal

La mala fama del criminal se reetiqueta como la buena mala fama del héroe incomprendido.
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Leo un artículo del jurista Joseph E. Kennedy sobre unos libros que versan sobre  la naturaleza de la fascinación que los criminales ejercen sobre el público. Una fascinación que atiborra la prensa, el cine y la tele con dramatizaciones porque “satisface una necesidad elemental de narrativas moralmente pedagógicas”.

Los motivos son los previsibles: atestiguar una narración sobre los actos de un criminal tiene una primera ventaja: si se está leyendo el relato –o viendo el filme, o las noticias o el tweet– no estamos ante el criminal, sino ante su versión empacada, un producto higienizado y remoto (es decir, que estamos a salvo de ser una de sus víctimas). Junto a esa ventaja hay también una primera recompensa: el criminal público nos permite enfrentar la vertiente criminal de nuestra propia psique, pero con el aledaño beneficio de amortiguarla si se la compara con un criminal de a deveras.

La versión más socorrida (explica Kennedy) es que la seducción que generan los criminales en el público posee un carácter ambiguo: por un lado su criminalidad le parece repugnante pero, por el otro, se deja llevar por una exaltación prestada por la figura del criminal. Hay una suerte de envidia de su arbitrariedad, del su hallarse exento de rendir cuentas a nadie y mucho menos a sí mismo: es el actor vicario de las fantasías que la gente identifica con el poder total.

(Es lo de menos que esa representación del poder incluya ponerse camisas azules de seda, vivir junto a un gallo escuálido que no para de joder, mirar todo el día un huizache, tener una pick-up abollada y el botiquín del baño lleno de tinte para el pelo y remedios contra la disfunción eréctil.)     

Una idea de David Schmid que Kennedy comenta, va en el sentido de que la seducción de los criminales se ha modificado con la idea de “celebridad” dominante en nuestros días. La celebridad en el sentido clásico (la del científico, el héroe, el pensador y el artista, etcétera) comenzó a ser substituido por la fama de la estrella del cine y por el deportista. La celebridad solía otorgarse a quienes poseían un mérito, virtud o pericia distintivos, únicos y benéficos para la sociedad; la fama actual, en cambio, no depende sino de la “visibilidad” de la persona, una “reconocibilidad” social que no depende de virtud alguna.

Este cambio en los ámbitos dispensadores de reconocimiento (no en el sentido de premio, sino de fama) generó también una zona en la que arraiga la fama del criminal con una consecuencia lamentable, como dice Schmid: “desde que la fama se dispensó a partir del índice de visibilidad del sujeto, más que por la naturaleza de sus méritos, el hecho mismo de que la celebridad dependa de actitudes buenas o malas comenzó a perder sentido.”

Hay otro ingrediente interesante en el mecanismo que hace del ladrón o el asesino una celebridad: al admirar al criminal hay quien supone cobrarse una venganza contra las propias limitaciones y carencias, o contra la injusticia –real o imaginaria– que padece, o a fin de cuentas contra la insatisfacción consigo mismo. La asombrosa facilidad con la que el público medio le otorga al criminal virtudes compensatorias, y acaba convirtiéndolo en héroe o en santo, es un recurso simplón para sacar a la moral de la ecuación: sí, se echó como a 10 mil, pero mandó poner una cancha de básquet en la escuela.

La velocidad con que el Chapo adjudica su carrera criminal a la “falta de oportunidades” en su pueblo, refleja la facilidad de la coartada exculpatoria y su empleo como modificador pertinente para la evaluación de su fama. Sabe que justificar su lado victimario alegando que obedece a que él mismo fue víctima, es instantáneamente redituable. Y el público es propenso a comprar la idea del criminal como adversario de un criminal más grande: el Estado, el sistema económico injusto, etcétera. La mala fama del criminal se reetiqueta como la buena mala fama del héroe incomprendido.

¿Cómo iniciará la –me temo que inminente– película sobre el Chapo? ¿Con un descomunal pozole de sangre en el que flotan pedazos de compatriota? No creo. Sospecho que con un niñito golpeado por el papá ebrio, porque no encuentra trabajo, y que luego golpea a la mamá, por equis causa.

No falla. 

(Publicado previamente en el periódico El Universal)

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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