The Dark Knight Rises

A pesar de unas cuantas secuencias magistrales, la tercera entrega en la trilogía de Christopher Nolan es una cinta solemne y absurda.
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(Aviso: si te molesta conocer spoilers importantes, sugiero que no sigas leyendo. Dos razones: 1) deseablemente, este texto es menos una recomendación que una reseña crítica y, sobre todo, una invitación a discutir. 2) Creo con toda franqueza que en el arte importa más el cómo que el qué. Entiendo que no todos compartan esta opinión).

 

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Un pequeño ejercicio: imagina a un hombre tirado en el suelo sangrando. Ahora imagina la foto de un arma de fuego. ¿Cuál es la primera historia que imaginas? Con temor a equivocarme, la mayoría pensará que el arma fue usada para matar al hombre. Sabemos únicamente dos cosas, pero nuestra imaginación lo rellena todo. Y, sin embargo, en medio pudieron suceder muchas cosas: no fue ésa el arma que mató al hombre, sino otra; la herida no es de un arma de fuego sino de un cuchillo, se trata de un suicidio o simplemente el arma y la sangre son falsas y el hombre está fingiendo. De cualquier forma, si pensaste que el arma tiene relación con la sangre, la convención y la concatenación de imágenes han funcionado: ése es el principio del cine.

Esto cualquier cineasta lo sabe, es su principal herramienta. Una historia policiaca, por ejemplo, decididamente omitirá la historia que hay en medio para mantener algún suspenso. En cambio, un Gaspar Noé nos narrará el crimen minuciosamente y con especial atención al dolor que sintió el hombre antes de morir. De todos los posibles tratos que hay para esta historia nace la riqueza del cine. Para bien o para mal, esa riqueza contempla el estilo de Christopher Nolan que, no desatinadamente, muchos conocen como cine del caos. Algunos atributos del cine del caos son la edición vertiginosa y el rápido movimiento de la cámara que, finalmente, provocan sensaciones de saturación, hiperactividad y desorientación espacial y temporal.

Usado con cuentagotas, el cine del caos puede restarle rigidez a la acción. Un ejemplo: la secuencia inaugural de El caballero de la noche asciende, que se toma la poco humilde tarea de imaginar con detalle (en imax, pues) el asalto de  un avión a cargo de otro avión. Para ello, Nolan despliega dos habilidades que ya le conocíamos. Primero, como demostró en El origen, el manejo de los cambios de gravedad: el avión asaltante le arranca las alas al avión asaltado, lo pone pico abajo y los tripulantes (Bane incluido) deben combatir aferrándose a los asientos. En segundo lugar está el uso del imax, cuyo formato no necesariamente ha significado para Hollywood un camino de nuevas exploraciones; un ejemplo recién salido del horno: El sorprendente Hombre Araña, que a pesar del amplio lienzo del que se sirve —65 milímetros contra los 35 tradicionales—, difícilmente saca el objeto de su foto del centro de la imagen. (Para comprobarlo basta mirar la película en la primera fila de la sala: no habrá pérdida significativa de información). Pero Nolan conoce bien la vertical virtud del imax. Lo dejó claro desde El caballero de la noche con sus tomas aéreas, con el escape de Hong Kong y la volcadura del tráiler, donde los objetos coquetean con el margen superior del cuadro y arrancan del espectador asombro, sobrecogimiento. A estas dos virtudes, Nolan añade otras dos que no le conocíamos: la riqueza del cuadro (ej.: la toma cenital de los combatientes tumbados sobre la puerta de la cabina del avión ya volcado tiene un gratísimo encanto como de plato roto) y una sintaxis cinematográfica casi ordenada, inteligible. Contada a pasos breves y veloces pero con una brújula en mano, la secuencia aérea de TDKR es genuinamente emocionante. Qué va: es muy fregona, sobre todo porque satisface la ambición que se autoimpone.

Pero no toda la película sucede así. Nolan pierde la concentración (el trastorno por déficit de atención es suyo, no del espectador) para la segunda escena de acción y se olvida de que cuenta con 250 millones de dólares. Bane y su banda irrumpen en la bolsa de valores, donde secuestran a dos corredores. Escapan a bordo de motocicletas –no sin cierta inverosimilitud– y la policía los persigue. La patrulla más cercana no se atreve a disparar. Cuando Batman aparece después de ocho años fuera de acción a bordo de la batimoto, un patrullero –el más veterano– le dice a su pareja: “espérate, esto se va a poner bueno”. Entonces uno suspende el puño de palomitas en el aire esperando el Gran Regreso, pero nada pasa. Batman tumba a uno de su moto, Bane se regresa en sentido contrario y deja a su suerte al tercer compañero. Batman, considerado un criminal, es rodeado por un centenar de policías y escapa a bordo de la batinave, nueva protagonista de la entrega, escondida casualmente en el callejón donde Batman es acorralado. No solo la promesa del poli jamás se cumple, sino que nuestra credulidad debe estirarse cada vez más y más.

 

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El resto de las virtudes de TDKR tienden a prescindir del costo del imax, como la presencia de Selina Kyle (Anne Hathaway, salerosa femme fatale). Para el primer asalto, por ejemplo, se confunde entre la servidumbre de Bruce y roba, además de un collar de perlas de su madre, una copia de las huellas digitales del playboy, ya venido a menos. La escena sucede a tres tiempos y en ninguno vemos a Selina abrir la caja fuerte, elegancia que se agradece. El arco narrativo del personaje es uno de los fuertes dramáticos de la película aunque, como alguien ha dicho por ahí, es más arco que personaje.

(Paréntesis: no pocos han notado que el rol de la mujer para Nolan es reducidísimo, siempre de víctima o de mujer fatal. ¿Será la obra de un adolescente? Anne Hathaway es hermosa, sí, pero es más admiración que cachondería, siquiera coqueteo genuino. El beso final con Batman brilla por torpe, por falso).

Aunque el registro más discreto de los diálogos de TDKR es la pomposidad (ya antes se encargaron de desmenuzar este defecto de los hermanos Nolan, guionistas de la saga), la película halla su mejor poesía en Bane, monologuista acaso educado por un revolucionario francés: “tomad control de vuestra ciudad”, le canta al pueblo gótico, “mirad, ¡el instrumento de vuestra liberación ha llegado! ¡Identificaos frente al mundo!”. O bien estas líneas, como dichas por el Satanás de Milton pero sin la sintaxis latinizante: “¿Crees que la oscuridad es tu aliada? Tú simplemente has adoptado lo oscuro. Yo nací en ella, fui amamantado por ella. No conocí la luz hasta que fui un adulto, hasta entonces yo solo sabía de ceguera”. Como Selina, Bane (Tom Hardy) posee una belleza, pero retorcida: su máscara, casi un parásito amarrado a su boca, bien pudo ser imaginada por H.R. Giger o por Cronenberg; sus músculos están siempre a punto de estallar. Los registros de Bane son siempre solemnes, incluso cuando intenta ser un humorista, pero están actuados sobradamente –una actuación claustrofóbica, digamos– y en verdad congenian con el miedo de los que lo rodean (un miedo elemental, infantil, no kafkiano como el de la corte que dirige el Espantapájaros).

La otra escena memorable es el primer encuentro a golpes entre Batman y Bane. Sucede en una alcantarilla con la luz apenas necesaria para entender lo que sucede. Casi sospechosamente, la mano de Nolan para filmarla es firme y no recurre al desastre para narrarla: decisión inteligente porque la pelea es sencillísima. En más de un plano, su principal inspiración es la lucha libre. Formalmente, es un intercambio a puño limpio (o casi), de golpes y patadas, algunas llaves básicas y, finalmente, la quebradora que deja inválido a Batman durante media película. Como si fuera un diálogo, la cámara casi se limita al esquema de planos-contraplanos. Semióticamente, este máscara contra máscara lo explica mejor Roland Barthes en su ensayo sobre la lucha libre (se llama “El mundo del catch”: es lectura obligadísima). Copio dos fragmentos:

Se trata de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) encuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala.

[…]

Lo que se libra al público es el gran espectáculo del dolor, de la derrota y de la justicia. La lucha libre presenta el dolor del hombre con la amplificación de las máscaras trágicas: el luchador que sufre bajo el efecto de una toma considerada cruel (un brazo torcido, una pierna acuñada) ofrece la imagen desbordada del sufrimiento; como una Pietáprimitiva, se deja mirar el rostro exageradamente deformado por una aflicción intolerable.

El pleito es un sabrosísimo ejercicio maniqueo escrito a dos rounds (el segundo y último lo gana Batman, pero es ya más bien una lucha de relevos) que, me parece, sintetiza bien la esencia dramática y tremendista de la saga.

Hay un tercer momento de TDKR que también justifica el imax: Ciudad Gótica/Nueva York estallando en mil pedazos. Sus puentes partidos a la mitad son una inteligente rima visual de la espalda de Batman o del avión sin alas: la rotura es uno de los motivos principales de la película. El atractivo de la escena es doble: primero, por estar filmada como un paisaje de explosiones –y no un festival de pirotecnia à-la-Michael Bay– al situar la cámara en puntos mucho más altos de los rascacielos; segundo, porque las explosiones son casi inaudibles: belleza casi en su totalidad visual. Lástima que la secuencia sea intervenida por el gag del corredor de futbol americano estropeando la ahora sí necesaria solemnidad del momento. Porque además el chiste es malísimo.

 

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Y párale de contar. TDKR se fija metas que no está dispuesta a cumplir. Por ejemplo: narrar paso a paso la historia de Ciudad Gótica tras la revolución de Bane. Es aquí donde viene a cuento el tema de la pistola y el hombre muerto. TDKR se da a entender por sus mínimos elementos, porque hay 1) un héroe 2) un villano 3) una ciudad y 4) un tiempo determinado (5 meses antes de que estalle la bomba atómica [¡!]). Nolan confía en los mínimos elementos y, sin embargo, los rodea de contaminación, de saltos de tiempo que desorientan innecesariamente (no nos damos cuenta y de repente la ciudad está cubierta de nieve), de verdaderos retos a nuestra incredulidad (una vértebra salida que remedian con quiropráctica), de escenas completamente confusas (el arresto de Gordon y Selina: ¿qué demonios pasa ahí? Si alguien entendió, que por favor me explique) y, hacia el final, de una vuelta de tuerca narrada con parodiable torpeza. Lo que Ciudad Gótica necesita no es un Batman: es un mejor Nolan.

(Si noveláramos TDKR con cierta fidelidad, su estructura sería ésta: una frase con sujeto y predicado seguida de un párrafo casi dadaísta seguido de otra frase inteligible. Durante trescientas páginas. La ventaja del cine sobre la literatura es que se consume sin nuestra ayuda: los fotogramas, a diferencia de las páginas, se pasan solos).

El asunto de raíz, me parece, es éste: una vez demostrado que es capaz de plantear una escena y resolverla con nitidez, Nolan se olvida de la verosimilitud (se aferra a su opuesto, de hecho), de la inteligibilidad, del arco dramático, de todos los parámetros que solemos analizar en una película, en pos de lo que realmente quiere decirnos. Porque sabe que basta ver dos fotos y una convención para imaginar una historia, Nolan está dispuesto a sacrificar casi toda gramática (no la mínima: ésa es la de las dos fotos) en pos de colocar en la mesa su mensaje. Al final, TDKR –y toda la saga– es un berrinche, un ruido que busca decir algo más.

El primero de los mensajes de Nolan es su obsesión con el tema de la verdad y las ficciones personales o colectivas. Obsesión maleable que puede adquirir tintes personales o políticos por igual: baste comparar el discurso del primer Obama (“esperanza” y “verdad” eran tópicos frecuentes) con el multicitado discurso de cierre de Gordon: “a veces la verdad no es suficientemente buena. A veces la gente merece más. A veces la fe de la gente merece un premio”.

El segundo mensaje es también universal, pero más inmediato, menos laberíntico (laberinto: otra palabra que le gusta a Nolan): en el fondo, parte del gran éxito de la saga ha sido su colorido motivacional. Ya desde las entregas pasadas, el tópico de la caída (“why do we fall?”) y el remedio permeaba todas las acciones del héroe. En TDKR, la metáfora del hoyo remata una larga cadena de mensajes destinados, más a que a ampliar nuestro espectro intelectual o emocional, a satisfacer la basiquísima necesidad de sentir el impulso vital, aunque sea brevemente. Sentir que cualquier cosa que el espectador se proponga es posible.

A diferencia de El origen (que al menos tuvo la delicadeza de no desambiguar su final), El caballero de la noche asciende –aunque decididamente deja mucho cabo suelto– resuelve la duda fundamental de la saga: que el mundo es un lugar habitable, que es posible elegir la verdad, huir de las ficciones internas y construir una vida real. ¿No insinúa Bruce varias veces que cualquiera puede ser Batman? En México, donde el discurso del miedo no mueve tanto como en Estados Unidos, importa más un mensaje como éste.

Por apelar a unidades tan básicas del sentimiento (lo espectacular, lo motivacional), es comprensible que El caballero de la noche asciende guste, a pesar de ser poco inteligible. Total: bastan dos fotos para darse a entender.

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