La historia de la cena es, parcialmente, una historia de las relaciones amorosas: anticipación, postergación, cortejo, consumación, decepción, engaño, soledad compartida. Ya Catulo, haciéndose el cachondo y el necesitado –“tengo telarañas en los bolsillos”–, le recuerda a su amigo Fabulo que en su casa cenará bien si él pone “la cena y un buen vino, bastantito, y no llegas sin una muchacha de las guapas…”:
si tecum attuleris bonam atque magnam
cenam, non sine candida puella
et uino.
Bien saben los estudiosos que la gula conduce a la lujuria (y a la pereza y a la avaricia, por cierto). Robert Burton o Demócrito Junior aduce varias autoridades –Avicena, Jasón de Prato, Laurencio y otros, “enciendo mi vela en su antorcha”–, para declarar que “la primera regla que se debe observar [para domar] la pasión pertinaz y desenfrenada del amor melancólico es la dieta”. Pero me estoy desviando. La cena puede ser un cortejo secreto –escribe Armando Manzanero:
Por debajo de la mesa
acaricio tu rodilla
y bebo sorbo a sorbo
tu mirada angelical–,
un cortejo que, idealmente, lleva a la recámara. O al baño, como el caso de esta joven en wd~50, el restaurante de Wiley Dufresne en el Lower East Side de Nueva York:
Otro ejemplo: los protagonistas de la muy mediana Intolerable cruelty de los hermanos Coen, quienes, jugando con el tópico petrarquista de los amantes en guerra, se cortejan durante una cena deliciosa en insultos. Él (George Clooney), abogado de divorcios; ella (Catherine Zeta-Jones), gold-digger profesional. Él pide el tournedos de res y, sin consultárselo, “lo mismo para la dama”; luego agrega: “supongo que es usted carnívora”. “Señor Massey –contesta ella–, no tiene usted idea”; y él: “Cuénteme por favor”; y ella: “Se cree muy duro pero yo desayuno tipos como usted”. El intercambio es amenísimo, intolerablemente cruel. Y, tarde o temprano, los acomoda en la cama.
La cena es cortejo y anticipación pero también es una manera de postergar el encuentro amoroso. Pongamos que la moneda está echada y salió águila. ¿No es cenar entonces una forma de foreplay, una suerte de faje comestible? Hay una pequeña tradición en poesía popular castellana –y tal vez en otras lenguas– que se regodea en estar a punto de decir algo (de preferencia, sexual) y no decirlo y dejar que el lector o el escucha se imagine ese algo. Cubanito de Miguelito Valdés, por ejemplo, dice así:
Yo conozco un cantinero
que trabaja como un mulo
y descorcha las botellas
apretando mucho el cu…
banito soy, señores,
cubanito y muy formal.
También se puede recordar Pican pican los mosquitos o, si se ha ojeado el Borges de Adolfo Bioy Casares, los versos que recita el padre de éste (7 de febrero, 1959):
José se llamaba el hombre
y Josefa la mujer
y’eso de la medianoche
se ponían a jo-
sé se llamaba el padre.
Baltasar del Alcázar fue maestro en una forma extrema de ese juego de aplazamientos. Tiene un soneto en que el que habla le promete a una tal Inés revelarle un secreto y, “teniendo el soneto ya en la boca / y el orden de decillo ya estudiado” se le acaban los versos. Será para la otra. Y tiene el poema en redondillas Cena jocosa, en que le promete a Inés una historia sobre don Lope de Sosa:
Tenía este caballero
un criado portugués…
Pero cenemos, Inés
si te parece primero.
Y a partir de ahí aplaza y aplaza la revelación de esa historia mientras pondera el vino y la comida que Inés le sirve:
Mas di, ¿no adoras y aprecias
la morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica;
tal debe tener de especias!
¿No puede verse esa historia y esa forma de posponerla como un ejercicio de antojo precoital? Tal vez sea leer demasiado en esos versos, pero su final sí recuerda al hombre que, demasiado comido y bebido, no puede cumplir en la cama:
Pues sabrás, Inés hermana,
que el portugués cayó enfermo…
Las once dan, yo me duermo;
quédese para mañana.
La cena también puede ser una especie de comentario, para subrayarla o contrapuntarla, de la relación de pareja. Ejemplo: “Sushi” de Paul Muldoon:
“¡Cuánto tiempo perdemos discutiendo!”
Estábamos sentados a la barra
de sushi, con cerveza kirin,
viendo como el maestro chef
meticulosamente rebanaba
salmón, atún, jurel.
La levedad de maestro y aprendiz de cocinero, tras la barra de sushi, es un contraste de la discusión y un remanso para quien escucha el iracundo parloteo de la mujer: "Muy bien podría estar comiendo sola." (La versión es de Aurelio Asiain; puede leerse completa acá; el original, acá.)
La cena es, claro, realización del acto. Existen montones de ejemplos de esto, pero tal vez el más extremo, el más sublevado, sea aquella escena final de El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante en que la esposa manda rostizar a su amante y se lo sirve al ladrón/esposo dispuesto como en una mesa de la Tour d’Argent. Son tantas capas que es difícil saber quién es el realizado aquí –el amante, el esposo celoso, la mujer, el cocinero ante su obra– pero es una escena indudablemente amorosa. Es la cena que encontraremos cuando lleguemos al círculo de los lujuriosos:
http://www.youtube.com/watch?v=Bbs39FjSy80
Hay otro amante para el cual la cena es ya el infierno. Está en el poema “La cena familiar”, en Santa deriva de Vicente Gallego. Un hombre ve
un monte cercado de tinieblas
a cuya cumbre sube,
con fatiga y angustia milenarias,
arrastrando dos cuerpos.
Ahí lo espera un dios implacable, el Amor, con quien ha renovado su pacto. El dios le pone en las manos un cuchillo, como el dios de Abraham, y le exige la sangre de quienes más estima.
Enloquecido y ciego, maldiciendo su sangre,
el hombre empuña ese cuchillo,
apunta a las espaldas inocentes
y lo vuelve enseguida contra él,
para volver de nuevo a amenazar su estirpe.
Lo que el hombre ve es un infierno “del que cualquier salida es el espanto”. ¿Es un hombre infiel –“nuevamente tiene un pacto” con el dios Amor–? Probablemente. El poema termina así:
Y en mitad del salón, bajo la luz
doméstica y lunar de la costumbre,
el niño y la mujer que lo acompañan,
sentados a la mesa,
sólo alcanzan a ver a un hombre ausente
que comparte su pan con su familia.
La cena en familia es un infierno circular del que no podemos salir cuando el amor implica destruir a aquellos con quienes compartimos el pan. Al menos ese hombre tiene un renovado pacto amoroso. Quien habla en “Coming to this” de Mark Strand lo hace ya no desde el infierno del enamorado o del roto por la lujuria sino desde una suerte de limbo atónito, muerto. Ésta es la versión de Ezequiel Zaidenwerg:
Hicimos lo que se nos dio la gana.
Nos libramos de sueños, prefiriendo la industria
pesada de cada uno, y le abrimos las puertas al dolor
y al hábito imposible de quebrar lo bautizamos “ruina”.
Ahora estamos acá.
Está lista la cena y no podemos comer.
La carne está apoyada sobre ese lago blanco que es el plato.
El vino espera.
Llegar a esto
tiene sus recompensas: nada se nos promete y nada se nos quita.
Y no tenemos corazón ni nada que nos salve,
ningún lugar adonde ir, ni tampoco razón para quedarnos.
No cuesta trabajo interpretar la voz del poema como la de un hombre o mujer en una relación de pareja en el fin de sus propios tiempos (el original dice, por ejemplo, “the heavy industry/ of each other”) llevando a cabo, una vez más, la ceremonia inútil de la última cena. Que se repetirá mañana.
Una fiesta interminable en alta mar, los cruceros que zarpan de, o tocan, los puertos mexicanos son una experiencia de lujo para los intrépidos. Los hay temáticos, como las visitas a observar ballenas o los que simplemente buscan deambular por unos días entre el mar y los puertos más atractivos del país.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)