En cuanto la camioneta se alejó, di media vuelta y regresé al edificio. Era una locura: no sabía de cuánto tiempo disponía ni qué era exactamente lo que esperaba encontrar en la casa del viejo. Primero entré a mi departamento y marqué el número de un cerrajero que tenía su changarro a una cuadra, en la calle de Morelos. “Se lo dejo al destino”, pensé. “Si no está disponible, se acabó”. Pero el cerrajero contestó al tercer timbrazo, y cinco minutos después se reunió conmigo frente a la puerta del departamento tres. Era muy solicitado por los inquilinos del edifico, y nos conocía a la mayoría. Le dije que Don Aurelio había olvidado su llave dentro, y que me encargó solucionar el problema mientras visitaba a un pariente. El cerrajero encogió los hombros y comenzó a trabajar en la cerradura. Para él, sólo era un trabajo más. Para mí, una aventura que estaba llegando demasiado lejos. “¿Qué haré si pasa algún vecino?” La pregunta me atormentó durante los diez largos minutos que el cerrajero tardó en abrir la puerta. Por fortuna, era domingo. Algunos inquilinos habían salido y el resto no tenía intención de asomar la cabeza fuera de sus casas.
Despaché al cerrajero con una generosa propina y me introduje al departamento. Cerré la puerta suavemente y recargué la espalda contra ella, sin atreverme a dar un paso. Temía dejar alguna huella, como si me encontrara en la escena de un crimen. El departamento seguía en las mismas condiciones que en mi visita anterior —iluminado, ordenando—, pero noté algo que se me había escapado: estaba lleno de polvo. Una gruesa capa gris cubría los objetos y muebles como una segunda piel, y también flotaba en partículas, provocando una sensación de irrealidad: sentí que traspasaba a una dimensión paralela. Entonces escuché algo. Era el tic tac de un reloj de pared, que me hizo cobrar conciencia del paso del tiempo y me sacó de mi inmovilidad. Lo primero que hice fue dirigirme a la sala. En la pared faltaba un retrato: el de la niña de bucles y ojos tristes parecidos a los del viejo. Había sido sustituido por una fotografía en blanco y negro de la Alameda, fechada en los años treinta. Se veía una profusa vegetación —palmeras incluidas— y en medio la aparición fantasmagórica de una estatua blanca. En la orilla derecha, asomaba el fragmento de una fuente, y al fondo, detrás de unos árboles, se alzaban las columnas del Hemiciclo a Juárez. ¿Por qué la había cambiado? De pronto, tuve la impresión de que el viejo sabía que yo entraría en su casa y que me estaba dejando un mensaje. Revisé las demás fotografías en busca de otras sustituciones, pero eran las mismas que ya había visto: personas que posaban con la expresión severa de los retratos antiguos, como si la solemnidad fuera el único camino de acceder a la posteridad.
En ese momento, revisé mi reloj y vi con asombro que llevaba dos horas en el departamento. “Es imposible”, pensé. “Habrán transcurrido quince minutos cuando mucho; seguramente mi reloj se descompuso”. Busqué el reloj de pared que había escuchado al entrar para comprobar la hora, pero no lo encontré por ningún lado. El pánico me invadió y quise salir corriendo de ahí; sin embargo, respiré hondo y me obligué a tranquilizarme. Mi mente fantasiosa comenzaba a jugarme trucos, pero yo no iba a permitir que estropeara la culminación de un proyecto al que le había invertido muchas horas, y que seguramente terminaría en la escritura de un cuento.
Con el nervio recobrado, revisé las habitaciones. En el baño encontré algo que me inquietó: de la regadera colgaba un pequeño vestido azul. “Tranquilo”, me dije. “Debe pertenecer a la hija de la mujer que le ayuda a hacer el aseo”. Pero el departamento no parecía muy limpio, así que estiré la mano y lo toqué: estaba mojado. Entonces ya no tuve duda: era otro mensaje del viejo, y me estaba retando. Casi podía escuchar su voz cascada diciendo: ¿Vas a huir o te adentrarás en el misterio? “Sólo faltan dos puertas más”, me dije. “Ábrelas y lárgate de aquí”.
La primera era una especie de dormitorio-biblioteca. Había una cama en el centro, y alrededor las paredes estaban cubiertas de repisas con libros. Revisé algunos títulos al azar: todos eran volúmenes relacionados con arcanos y rituales esotéricos. Uno de ellos llamó mi atención. Estaba empastado en tapa dura y se titulaba: Las fotografías antiguas y los portales de transportación. “Viejo loco”, pensé. Quedaba una habitación. La del fondo. Quise ver mi reloj pero me contuve: algo me decía que sus manecillas indicarían un horario que no se correspondería con la luz del exterior. Salí al pasillo, respiré hondo y enfilé con decisión. Antes de abrir la puerta, pensé: “Encontraré el cadáver momificado de una niña o quizá un montón de muñecas viejas”.
Lo que había dentro, sin embargo, era algo totalmente inesperado: un círculo de veladoras encendidas en el suelo y un retrato colgado en la pared del fondo. No sé cuánto tiempo estuve mirando aquellos ojos tristes, pero cuando cerré la puerta del cuarto ya era de noche. Mientras caminaba por el pasillo, escuché un carraspeo. En la sala me encontré con el viejo, que me aguardaba sentado en un sillón.
—No fue nada fácil —me dijo, con voz cansada—. Arrojé muchos anzuelos, y pasaron meses antes de que algún vecino mordiera. El problema es que el conjuro sólo funciona si la persona se interesa genuinamente, y hoy en día son pocos los que se fijan en un viejo como yo —hizo una pausa y después agregó, en tono melancólico—: Sobre todo, hoy en día nadie cree en la magia. Y entonces llegaste tú…
Miré mi ropa y me percaté de que había cambiado: ahora llevaba puesto un abrigo elegante. También noté que portaba un sombrero.
—He intentado recuperar a mi hija muchas veces sin éxito —dijo el viejo, resignado—. Y ahora estoy muy grande como para seguirla buscando yo mismo.
Asentí, con una extraña calma. El miedo había desaparecido, dando paso a la claridad de la revelación.
Abrí la puerta, consciente de que afuera me esperaba otro mundo. Un mundo antiguo, de palmeras y estatuas blancas, donde una niña de vestido azul se había perdido cerca de una fuente. Mi deber era encontrarla, y tenía que hacerlo antes de que el viejo muriera. De lo contrario, la niña y yo quedaríamos confinados en la noche perpetua de la ciudad.
Su libro más reciente es el volumen de relatos de terror Mar Negro (Almadía).