En el camino: Mad Max 2

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De todos los horribles futuros cinematográficos que nos esperan, el de Mad Max 2: El guerrero de la carretera (The Road Warrior, George Miller, 1981) es, quizás, el que menos difiere del presente. Nuestro mundo del final de 2010 no es, por ejemplo, el triste planeta en que las aves se han extinguido, como en Blade Runner (Ridley Scott, 1982); ni el planeta del marítimo desierto congelado de Steven Spielberg y su poderosa Inteligencia artificial (2001); no es ese mundo, herido por el especisimo, que el capitán George Taylor descubre desesperadamente en los últimos instantes de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968); ni la falsa Tierra donde los Extraños han esclavizado al género humano y nos han vuelto sujetos de sus juegos mentales –la memoria como un cubo Rubik de extraterrestres– en la densa Ciudad en tinieblas (1998) de Alex Proyas; ni el planeta sin sol en que, hacia 2199, las máquinas nos habrán subyugado e incubado y nosotros percibiremos sólo lo que la Matriz, un programa gigantesco de inteligencia artificial, nos quiera mostrar: eternamente el inofensivo mundo de 1999 o 2010, conectado a nuestras neuronas bajo la forma de una casi irrompible realidad virtual. (¿O sí lo es?)

En el mundo de Mad Max 2 las naciones –“dos tribus poderosísimas”– se han ido a la guerra, han devastado ciudades, han fracturado el presente y dividido a los humanos entre los que tienen energía –“el combustible negro”– y quienes la buscan, ansiosamente, a vida o muerte. El desclasado Max es la única esperanza de una pequeña comunidad, dueña de una pipa de gasolina, de superar a una aterrorizante pandilla de ladrones de combustible. El objetivo de la comunidad, como siempre, es huir: a un lugar donde el mar Pacífico moja las playas, donde el sol no quema sino entibia, las mujeres no usan estoperoles sino bikinis aéreos y donde el auto no es, como ahora, un arma de supervivencia. Los primeros minutos de la película se han convertido en una suerte de profético poema de los últimos treinta años:

Pero el logro de Mad Max 2 no está en su arte adivinatorio. (Se puede argumentar que cualquier observador relativamente agudo en el año 1981 terminaría por imaginar un futuro similar para la humanidad.) Está en su agilidad inteligente, en su maestría técnica y, sobre todo, en su sorprendente capacidad de renovar dos mitos: el de la travesía de la road movie y el del héroe solitario.

Veamos. La agilidad de George Miller –en la que fue apenas su segunda película– es inteligente porque comprende su medio ambiente e interactúa con él de la mejor manera posible: en el outback australiano, esa tierra árida y lejana de casi todo, inventa recovecos, los esculca, los analiza con una cámara hiperactiva; les inventa pasadizos como si se tratara de un castillo en Otranto y no de un repetitivo pedazo de suelo infértil; aprende a treparse a una lomita, a semienterrarse en la guarida de una alimaña, a emprender el vuelo y mirar desde la troposfera… El de Miller es un pulso que no tiembla, y que sostiene heroicamente la cámara sin importar cuánto se le acerque el Ford Falcon XB GT de Max, a toda velocidad. (En mi opinión, solo Emmanuel Lubezki ha logrado emular de veras esa desarmante sangre fría; cf. el famoso plano secuencia de Children of Men.) Y una composición económica, concentrada, capaz de revelarnos en un vistazo una hechura dramática. He aquí un encuadre entre muchos:

En primer plano, la serpiente que representa, acaso, la capacidad de supervivencia de Max o el peligro que está al acecho siempre; en segundo, de espaldas, la cabeza del narrador: no vaya a ser que olvidemos que esto es una reproducción de sus memorias; en tercero: el líder de la banda asesina y, atados a la defensa del auto, los hombres cuyo rescate significará, por supuesto, la pipa de gasolina. (Un apunte: esa economía ha sido casi totalmente olvidada por el cine de acción gringo. Por eso las películas duran dos horas y media en vez de 90 minutos. En lugar de concentrar la información en un encuadre, el cuadro se subdivide minuciosa y secuencialmente. La información en un cuadro de Mad Max 2 ocupa cinco o seis o diez en Transformers 2. No sé si esto es preferible o no.)

Y la renovación del mito de la travesía de la road movie y el del héroe solitario. Mad Max 2 recompuso las armas del hombre que se aventura a atravesar el desierto en busca de un lugar mejor; convirtó esas armas, para siempre, en un motor irrefutable y unos últimos litros de gasolina –no en la diligencia y el caballo. Despojó de sus últimos rasgos de romanticismo al strong silent type de Gary Cooper en La hora señalada, al Continental Op de Dashiell Hammett, al samurái sin amo Yojimbo de Kurosawa, al Hombre sin Nombre de Eastwood y Leone y los colocó en el cinismo sin fisuras de fin de siglo. A la road movie la liberó de su destino final; la volvió un elogio del choque, de la carambola, de la volcadura por sí mismos, no como parte de la travesía. La chatarra como realización, como fin, como verdad. A partir de Mad Max 2, aunque haya una carretera que recorrer, no es necesario ir nunca a ningún lado.

– Alonso Ruvalcaba

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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