Hace tiempo que Godard dejó atrás la narrativa. Aunque sus cintas de la década del sesenta prefiguran su evolución por medio de la exploración de la forma, no es sino hasta 1980 cuando abre una nueva brecha dentro de su búsqueda: hacer de la ética una estética. Un film socialista (2010) es un nuevo capítulo que se inserta con maestría dentro de su compleja y seductora obra, una prueba del nivel de refinamiento que ha adquirido a lo largo de cincuenta años. En diciembre Godard cumple 80 años de edad. Es grato anunciar que sigue puliendo con ahínco la veta artística a la que se abocó hace tres décadas: el ensayo cinematográfico.
Me acerco a ella en trípticos:
La vida de Godard se puede dividir en tres: su cinefilia temprana, su trabajo crítico y su trabajo como director. Es un cinéfilo empedernido y un analista a profundidad. Un erudito sin parangón en lo que atañe a la historia de la imagen-movimiento.
Su obra cinematográfica, a su vez, se reparte en tres etapas:
De 1960 a 1967, de Sin aliento a Week End, una veintena de piezas que lo convirtieron en un ícono intelectual para toda una generación. Tras romper esquemas de estilo inspiró a decenas de cineastas a lo largo y ancho del orbe con ideas renovadoras en un medio tradicionalmente limitado a las viejas reglas del drama, al desarrollo aristotélico del teatro y las añejas tramas literarias que se importaron al cine por motivos económicos. Sus costos de producción obligaron al cine a ceñirse a fórmulas conocidas para el público y obstaculizó cualquier intento de exploración artística. Godard destruye a cada paso convenciones que antes se tenían como sagradas.
Viene mayo del 68 y Godard, como el mundo, se radicaliza. Se identifica con la izquierda y forma el grupo Dziga Vertov, que busca alejarse de las salas cinematográficas para acercarse a estudiantes y obreros a partir de medios de distribución alternativos y la televisión. Filma documentales, algunas cintas de ficción y otros experimentos audiovisuales que moldean sus preocupaciones sociales y filosóficas lejos de la escena cinematográfica convencional.
Con Salve quien pueda (la vida) (1980) regresa al formato tradicional de largometraje en 35 mm para exhibición en salas, con otras veinte películas en este lapso de tiempo, alejadas cada vez más de la narración tradicional.
Existe también un hilo conductor que une sus tres últimas cintas, que además de pertenecer al nuevo milenio, vienen después de concluida su Historia(s) del cine (1989-1998), una obra enciclopédica de ocho partes que expone su visión del cine a partir de pedazos de cientos de películas y piezas de audio. Elogio de amor (2001), Nuestra música (2004) y Un film socialista dan cuenta de la destreza de su autor para plantear ideas en la pantalla, con sólo vestigios de lo que podría ser la trama. Se ha desprendido de lo narrativo para afincarse de lleno y sin tapujos en el reino del ensayo, en el que se encuentra más a gusto que nunca. En las tres se percibe una exquisita soltura y una libertad que aún expande las posibilidades de expresión del cinematógrafo, catastróficamente anclado en fórmulas chatarras.
Finalmente, Un film socialista se parte en tres: un crucero que navega por el Mediterráneo, un taller mecánico en un camino perdido en un paisaje rural y un montaje de imágenes de archivo que se intercalan con el anclaje del crucero.
Frente al mar, dos voces: “El dinero es un bien común.” “¿Cómo el agua?” pregunta la voz de una niña. “Exactamente.” Así da comienzo un viaje en el que un barco funge como vehículo para la reflexión, deslumbrante en colorido, plagado de personajes que entran y salen de cuadro sin mayor explicación pero cargados de significado: un hombre mayor con una joven acompañante, una mujer que canta mientras toca una guitarra, un niño que juega y roba un reloj que no funciona. La muchedumbre que se divierte al vacacionar en alta mar. Quizá el hueso duro de roer dentro del tríptico sea la parte media, en la que el ritmo cambia radicalmente. De un trote certero con vista al horizonte marítimo nos encontramos de pronto en una ciénaga opresiva, como si el calor del verano afectara también al público. Los planos son largos, la carga intelectual disminuye y la contemplación gana terreno. Godard revierte el montaje de la primera parte para detener el tiempo. Orilla al espectador a la incomodidad: el dueño del taller no quiere venderlo, pero la presión familiar y la crisis económica parecen ser más fuertes que él. El más pequeño de la familia pregunta acerca de los ideales de igualdad, libertad y fraternidad mientras que una mujer africana se empeña en echar a andar su cámara de video. Después de un rato de inmersión en la densa estabilidad del campo estamos de vuelta en el trote inicial, en una revisión histórica de seis lugares míticos: Egipto, Palestina, Odessa, Hellas (Grecia), Nápoles y Barcelona. Las imágenes corren de nuevo a un ritmo vertiginoso junto con piezas musicales y voces que concluyen la sólida estructura fílmica -citas y referencias externas al más puro estilo del ensayo, pero en multimedia-.
Un film socialista plantea más preguntas que respuestas. Propone argumentos e interrogantes que sólo el cine es capaz de transmitir, intransferibles a otro medio. Es imposible resumir las ideas más básicas de la cinta en unas cuantas líneas: su complejo entramado formal escapa la simplificación. Las palabras que escuchamos y leemos en la pantalla adquieren otra dimensión al encontrarse unidas al majestuoso diseño sonoro y las imágenes que acompañan.
La nueva película de Godard es una brillante meditación en torno a Europa y Occidente en presente y en pasado. Al centro está la discusión, el intercambio intelectual que se torna intercultural cuando incluye a tantos pueblos como personajes de una obra que los ubica en su momento histórico. Es un puente de luz: “Si estamos divididos por pensamiento, ojalá nos unan nuestros sueños”.
-Juan Patricio Riveroll
(ciudad de México, 1979) Escritor y cineasta