The Pleasure of Being Robbed

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Director: Joshua Safdie

Guión: Joshua Safdie y Eleonore Hendricks

Selección oficial de ficción, FICCO

Eleonor se hace pasar por la vieja amiga de una mujer que camina por las aceras de Nueva York, sólo para darle un abrazo y despojarla magistralmente de su bolsa. Eleonor pellizca unas uvas, se llena la boca, saquea un puesto de frutas mientras conversa con el tendero. Eleonor llena su minúsculo apartamento de gatitos envueltos en un regalo que no era para ella. Eleonor roba a todas horas en todas partes, no puede dejar de hacerlo. ¿Encuentra regocijo en ello? Tal vez, pero se trata de una felicidad precaria, efímera, que necesita renovarse de inmediato con esa misma compulsión que rige la vida de los consumidores neoyorquinos, siempre insatisfechos. Eleonor hurga sin parar en el fondo de bolsos ajenos como si estuviera siguiendo la pista de algún tesoro inexistente. Busca algo todo el tiempo, en cualquier lugar. Pero, ¿qué?

El placer de ser robado es el primer largometraje de Joshua Safdie, un joven director (tan sólo veinticuatro años) que produjo un número sorprendente de cortos (entre ellos, We’re Going to the Zoo y The Back of her Head) mientras se graduaba del Boston University Film Department. Hay una estética que se condensa y depura de manera extraordinaria en ésta, su opera prima: el relieve de las historias mínimas, los personajes marginales, la vida diaria de los antihéroes. Todo eso visto a través de una cámara tambaleante y (sólo en apariencia) doméstica, una cámara que se aproxima a los seres y sus cosas sin artificios, una mirada subjetiva y desnuda que inquieta al espectador porque lo interroga con cada uno de los gestos triviales de sus personajes, lo llena de incertidumbres, nunca le responde.

¿Por qué roba Eleonor? Parece que no lo hace por necesidad, acaso ni siquiera por excitación. Tampoco por maldad, por cálculo, por enfermedad. ¿O lo hace por todas esas razones? Eleonor es al mismo tiempo ingenua y descarada, condenable y atractiva, y por eso, el espectador no sabe si sentir antipatía por ella o dejarse seducir como su amigo Josh (interpretado por el director mismo). Lo suyo es más bien un acto gratuito, una acción inmotivada, confusa y ajena a la moral. Como si viviera bajo una especie de ateísmo cívico, Eleonore se aleja todos los días de los rituales de una existencia aceptable, es decir, estándar. Libre, ociosa y fugitiva, pareciera que su única finalidad es perderse, caminando sin miedo por la orilla del camino.

¿El placer de ser robado? Hay extrañeza hasta en el título, donde Safdie invierte el sentido activo (el placer de robar), por un placer de signo contrario, un placer pasivo, el placer de dejarse llevar por la ruta imprevisible de las cosas, abandonarse al azar, errar sin rumbo. Eleonore y Josh son los nuevos parias de las ciudades postindustriales, jóvenes solitarios que viven al margen de los horarios de oficina, las vidas cuadriculadas por la agenda, el destino-hombre-de-negocios o profesionista burgués. ¿Qué hacen? Nada, bordean el vacío. Son demasiado jóvenes, casi niños, y así lo son también sus acciones, extraordinariamente pueriles. Como si robar se tratara de un juego perpetuo, Eleonore vive siempre en el instante presente, sin reflexión ni remordimiento, sin otro proyecto que no sea el de llegar al fondo de un nuevo bolso, como esos que seguramente usaba su mamá… Por ejemplo: mientras la esposan un par de policías que la han atrapado in fraganti, ella sólo piensa en entrar al zoológico y mirar los chapuzones del oso polar; aunque no sabe jugar ping pong, se cuela en un torneo profesional porque sí, porque le parece divertido (y porque tal vez saldrá de ahí con un par de zapatos ajenos); si roba un auto es sólo para encontrarse con una experiencia distinta, ella que no sabe limitar la palpitante potencialidad de la vida. Eleonore no teme a la justicia porque no conoce, como los niños, el sentido del peligro. Simplemente se pone en marcha, dispuesta a llegar a cualquier lado. Su existencia indolente parece no haber cruzado la línea de las responsabilidades que se inventan los ciudadanos modelo, con sus miradas endurecidas y ciegas. En cambio, la mirada de Eleonore parece eternamente sorprendida, su curiosidad es insaciable. Para ella, robar es una forma peculiar de descubrir el mundo (un mundo cada vez más gris, insulso, exento de brillo). Tal vez por eso, los objetos que hurta la emocionan apenas un poco y siempre parece desesperada por encontrar algo más, algo superior a los celulares, los guantes de cuero, los lentes oscuros, las cámaras digitales. ¿Qué es lo que busca? Quizá escapar al aburrimiento, esa atmósfera vagamente triste que la acompaña a todas partes. Lo cierto es que detrás de esa búsqueda, permanente e infructuosa —la posibilidad frustrada de la aventura vital— se encuentran las verdaderas meditaciones del director, y no en la cleptomanía de Eleonor que se va convirtiendo, en el proceso de la cinta, en algo más bien anecdótico.

El placer de ser robado es un magnífico documento de emociones ambiguas, cuyo mayor mérito radica en el silencio del director: esa ausencia de lecciones morales o diagnósticos sociológicos que arruinan, por ejemplo, al cine nacional.

– Vivian Abenshushan

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