I
No había duda, era la misma camioneta: una Suburban guinda, sin placas, con un golpe en la parte delantera y rastros de pintura en la lámina. A bordo iban cinco sujetos con el acelerador a fondo, subiendo sobre Paseo de los Ahuehuetes, en Bosque de Las Lomas. Los agentes federales tenían orden de dar con el vehículo desde dos días atrás y de pronto, sin proponérselo demasiado, ahí estaba, unos metros delante de ellos.
Un arma asomó por la ventanilla, hizo dos, tres disparos, pero ninguno fue bueno.
Con la máquina desbocada, en una zona y en un horario de poco tránsito, la Suburban llegó en cuestión de minutos a la entrada de la calle de Almendros, un par de kilómetros arriba. La reja eléctrica del número 42 comenzó a abrirse, pero el mecanismo no funcionó lo suficientemente rápido como para dejar pasar la camioneta. Los tripulantes escaparon a pie, perdiéndose en la zona boscosa, dejando el motor encendido, los faros prendidos y las puertas abiertas.
El hallazgo más importante dentro del vehículo (con el cual se habían realizado dos secuestros en la ciudad de México) no fue la mariguana en las bolsas de los respaldos de los asientos, sino una maleta color crema en cuyo interior había varias escrituras de propiedades de Miguel Ángel Félix Gallardo y dos recibos de pago de la caseta del tramo carretero Cuernavaca-Puente de Ixtla.
La investigación que comenzó aquella noche en la casa de Almendros 42, puso al descubierto la manera en que pistoleros y operadores del cártel de Sinaloa se movían por la ciudad, en diversas propiedades arrendadas por prestanombres.
Dos días antes de aquel hallazgo –la tarde del 3 de septiembre de 1992– la Suburban guinda había embestido el portón de una casa en una pequeña y cerrada calle, en la colonia Barrio del Niño Jesús, en Coyoacán. De ella bajaron varios tipos armados que dijeron ser agentes federales y que sin más se llevaron a Marco Antonio Solórzano Félix. Antes de sacarlo envuelto en un cobertor, barrieron con objetos y alhajas de la casa. El asalto duró apenas unos minutos.
Cerca del mediodía, el mismo grupo había hecho una visita similar a la casa de la madre de Miguel Ángel Félix Gallardo, en Jardines del Pedregal. Según los testimonios, esperaron a que les abrieran la puerta, dejaron que los del camión de la basura recibieran su propina por recoger los botes de la casa y entonces entraron por la fuerza gritando que eran agentes federales. Al frente de ellos, vestido con gorra y chaleco negro de la Dirección General Antinarcóticos, estaba Ramón Laija Serrano El Coloche, antiguo hombre de confianza de Félix Gallardo, quien más tarde se convirtió en cuñado y lugarteniente de Héctor Luis El Güero Palma. Lo acompañaban otros cuatro tipos.
Armado con una metralleta, pero mucho menos agresivo que los demás, uno de los gatilleros pidió a la dueña de la casa permiso para lavarse la cara en el baño. Tiempo después, durante las diligencias del caso y gracias a una fotografía, se supo que su nombre era Carlos Arturo Segoviano Bervera.
Las mujeres de la casa, entre ellas la madre de Miguel Ángel Félix Gallardo, fueron encerradas en una recámara. Desde ahí solo se escuchaba que los tipos rebuscaban por toda la casa mientras se llamaban entre sí por claves. Los pistoleros no tenían interés ninguno en ellas; sus objetivos eran Alberto Félix Iribe, Alfredo Carrillo Solís y Ángel Gil Gamboa.
Por una desafortunada casualidad, minutos antes habían llegado a la casa los abogados Federico Alejandro Livas Vera y Teodoro Ramírez Juárez, quienes en ese momento tramitaban un amparo para José, medio hermano de Félix Gallardo, quien había sido secuestrado 24 horas antes en Guadalajara, por supuestos agentes federales.
Antes de que las encerraran junto con las otras mujeres, una de las habitantes de la casa y la empleada doméstica alcanzaron a darse cuenta de que ya no hacía falta buscarlo, que el grupo traía a José esposado. Pasaron más de dos horas para que el ruido cesara –puertas que se abrían y se cerraban, sicarios que hablaban entre sí, que arrastraban objetos y que echaban todo al piso. Cuando todo cesó y decidieron salir de la habitación, la casa estaba de cabeza. Y solo estaban ellas.
El primero de los cuerpos de esos nueve secuestrados fue hallado sobre la gravilla suelta de la cuneta de la carretera federal en el tramo Cuernavaca-Puente de Ixtla, casi en las afueras de Iguala.
Con las manos atadas a la espalda con cable eléctrico, esposas, un pedazo de mecate e incluso sus propias corbatas, cuatro cuerpos cayeron a pocos centímetros uno del otro. Nueve metros más allá, un cuerpo solitario. Los últimos tres aparecieron a poco más de veinte metros del camino. Alrededor de los cadáveres fueron contados 55 casquillos percutidos de al menos cuatro calibres diferentes.
Los medios bautizaron el hecho como “la matanza de Iguala”, una de las muchas venganzas cobradas entre Miguel Ángel Félix Gallardo y sus antiguos socios: Joaquín El Chapo Guzmán y El Güero Palma.
II
Una búsqueda en el registro público sobre el propietario de la casa de Almendros 42 (donde fue asegurada la camioneta vinculada a los secuestros) arrojó el nombre de Miguel Ángel Segoviano Bervera, un contador que hacia 1985 vivía con su esposa en un modestísimo departamento de la colonia Asturias, donde pagaban apenas una renta simbólica; su situación económica era mala, ambos eran jóvenes y los dueños deseaban ayudarles. Con mucho esfuerzo, ella había logrado terminar su carrera y para 1988 pudieron hacerse de un Renault modelo 77.
Pero su situación cambió. Los muebles modestos y la ropa de mediana calidad pasaron a ser historia. Segoviano comenzó a trabajar para dos constructoras que le pagaban sueldos excepcionales; a la puerta llegaron un Cavalier y un Cougar y comenzó a presumir la propiedad de la casa de Almendros 42, en Bosque de las Lomas; una residencia en Jardines de Reforma, en Cuernavaca; otra en el rumbo de Desierto de los Leones, conocida como El Castillo y una casa ubicada en Santiago 205 esquina con Magnolia, en San Jerónimo Lídice, a unos metros del domicilio del ex presidente Luis Echeverría.
Rebeca, su esposa, explicaba que Miguel trabajaba para una empresa relacionada con el arrendamiento de aviones en el Aeropuerto de la ciudad de México. No estaba demasiado equivocada.
Viejo compañero de Segoviano en una constructora en la cual ambos habían estado en el pasado, el contador Vicente Calero recibió en 1992 una invitación para trabajar en la empresa Galse Construcciones. Al revisar el acta constitutiva de la empresa encontró que Miguel Ángel Segoviano había ascendido rápido, pues además de socio figuraba como director general de la constructora. Y esa no era su única actividad.
Segoviano formaba parte de otra compañía llamada Aeroabastos, que operaba en un espacio arrendado en el hangar 17 zona D, del aeropuerto capitalino, que contaba con solo dos aviones y una nómina de apenas seis personas. Generalmente los aviones despegaban sin nadie más que el piloto y el copiloto y aunque en ocasiones los hacían con dos pasajeros, rara vez lo hacían con más.
El capitán Carlos Enrique Messner, quien hizo algunos vuelos en 1991 para Aeroabastos, llegó a identificar a tres de las personas que viajaban como pasajeros: Alfredo Trueba Franco y Mario Alberto González Treviño, ambos comandantes de la Judicial Federal, además de un hombre a quien llamaban El Chapo, y a quien sus acompañantes se referían con extremado respeto como “el señor Guzmán”.
Segoviano era un hombre ocupado y aparentemente muy celoso de su identidad. De 1988 a 1992 usó los nombres de Jerónimo García Castro, Alfredo Gutiérrez y Jorge González Mancilla, además del suyo propio, con los cuales rentó o firmó como fiador en el arrendamiento de una docena de propiedades en el Distrito Federal usadas por integrantes del cártel de Sinaloa.
Desde las oficinas de Galse, negocio constituido con un capital ficticio de 150 millones de pesos y sin ganancia alguna registrada, Segoviano contrató trabajos de remodelación de la casa de Desierto de los Leones mencionada líneas atrás y del Hotel Caleta, en Acapulco, así como auditorías a una papelería llamada Gisel, ubicada en Guadalajara, y a una casa de playa llamada Mau Mau, en Puerto Marqués, Acapulco.
A ese último sitio se veían llegar camionetas Suburban con matrículas de Jalisco y Sinaloa en las que viajaban sujetos alhajados, vestidos de mezclilla, botas de piel, fajilla en el cinturón, sombrero y armas fajadas a la cintura.
En la propiedad se realizaban fiestas que duraban varios días, con música de tambora y disparos de ráfagas de metralla al aire. Frente a la propiedad, en Playa Pichilingue, Joaquín Guzmán Loera tenía anclados dos yates que llevaban los nombres de sus hijos, el Chapito II y Guisselle.
El Chapo no era dueño de la finca, al menos oficialmente. Aparentemente, un amigo le permitía anclar sus botes en aquel muelle: Carlos Arturo Segoviano Bervera –hermano del próspero contador– y quien, a mediados de 1992, habría pagado unos cinco millones de dólares por la propiedad, el mismo que en septiembre, con un chaleco antibalas y un arma larga, había pedido permiso para lavarse la cara en la casa de la familia de Félix Gallardo.
Lo cierto es que aunque Miguel Segoviano era dueño oficial de las casas en Cuernavaca y la de la calle Almendros, quienes las usaban eran otros. La empleada doméstica de esta última era una mujer que había trabajado para la Secretaría de la Defensa y no le llevó mucho tiempo notar el movimiento de personas armadas que entraban y salían del domicilio, los uniformes militares con grados de sargento primero y sargento segundo, los cuernos de chivo, las pistolas 45 y las gorras negras con la figura de un tigre, a más de las fornituras y cajas que parecían “estuches de violín”.
Ella era la encargada de limpiar los ceniceros que se atestaban de colillas y que no parecían ser de tabaco. Casi todos los invitados tenían acento norteño, aunque entre ellos destacaba un sujeto de ojos claros, tez blanca y cabello rubio al que le decían “señor Palma”, además de Arturo Guzmán Loera, hermano de El Chapo y Alfredo Trueba y Mario Alberto González Treviño, ambos comandantes de la Judicial Federal.
La tarde del 5 de septiembre, cuando las autoridades irrumpieron en la casa de Jardines de Reforma, en Cuernavaca, como parte de la investigación de los crímenes de Iguala, encontraron que en el lugar existía equipo para interceptar celulares y frecuencias de radio relacionadas con operaciones de trasiego de droga. Los empleados detenidos en la residencia conocían al verdadero dueño de la casa o trabajaban directamente para él; constantemente lo veían entrar y salir acompañado de hombres armados, con chapas de la Procuraduría General de la República (PGR) en la cintura o escoltado por sujetos vestidos de civil con gorra y chalecos negros con siglas de la Policía Judicial Federal (PJF). De hecho, a nadie había escapado la escena del viernes anterior, cuando lo vieron bajar de su vehículo y el “comandante Palma” entró a la casa con un portatrajes y algunas armas, mientras comentaba con su gente la reciente ejecución de varias personas.
III
Vicente Calero se convirtió en el operador de Segoviano. Junto con Salvador Castro García, otro contador de Galse, se encargaba de pagar los sueldos de la sirvienta de la casa de Almendros y del cuidador de la casa de Desierto de los Leones.
En otras ocasiones su labor era visitar el Mercado Primero de Diciembre, en la Colonia Narvarte, y buscar a uno de los encargados de la Marisquería Rómulos, a quien entregaba paquetes con millones de pesos para el comandante Fidel Jorge Botello Sandoval. A los hermanos Segoviano les gustaba ir a comer ahí y hablaban sobre los “ejercicios” que realizaban en la casa de San Jerónimo.
Intempestivamente, la primera semana de septiembre de 1992, Segoviano le pidió a Calero tramitarle un amparo. Le dijo que en una de sus propiedades habían sido encontrados vehículos relacionados con un caso de homicidio. Días más tarde el contador y su esposa le pidieron sacar las cosas de la casa de San Jerónimo, y le dieron 10 mil dólares para contratar una mudanza y para que guardar todas sus propiedades en una bodega. Con la ropa que traían encima, Segoviano llevó a su mujer e hijos a un departamento en la colonia Del Valle, uno de los tantos inmuebles que había arrendado con datos falsos. Días después y con varias órdenes de aprehensión en su contra, desapareció.
Calero y Castro fueron detenidos el 1 de octubre, cuando llegaban con el camión de la mudanza. Agentes federales los estaban esperando y antes de ponerlos a disposición del Ministerio Público, decidieron desviarse unos minutos para acudir a una cita que el primero había pactado en Plaza Universidad con la esposa de Miguel Segoviano, a quien también presentaron esa tarde.
IV
El contador reapareció un año después en San Antonio, Texas, con toda la información de que disponía relativa a los negocios del cártel, las listas de nombres y montos de sobornos entregados a mandos de la Judicial Federal. se convirtió en testigo protegido por la DEA y en 1996 testificó en una Corte de Distrito del Sur de California en el juicio contra uno de los principales operador de El Chapo en territorio estadounidense, quien fue sentenciado a cadena perpetua.
Allí, Segoviano reveló que Joaquín Guzmán había introducido toneladas de cocaína a Estados Unidos dentro de latas de chiles marca Comadre, y que el pago les era entregado en portafolios con millones de dólares que entraban por el Aeropuerto Internacional de la ciudad de México y que eludían las revisiones gracias a los millones de pesos que entregaban a las autoridades mexicanas.
Sobre el estrado, el testigo narró su primer encuentro con Guzmán Loera. En diciembre de 1990, durante la apertura de la empresa Aeroabastos que el narcotraficante y los suyos usarían para cubrir sus viajes, Segoviano encontró a El Chapo gritándole a quien él pensaba que era el dueño de la compañía, por lo que se paró frente a él y le exigió callarse. Otro empleado lo tomó del brazo, lo sacó de la escena y lo llevo escaleras arriba. A solas le explicó que había cometido un error que podía costarle la vida, pues acababa de socavar la autoridad de uno de los narcotraficantes más peligrosos del país. “Nunca pensé que Joaquín Guzmán luciera como una persona normal, como cualquier empleado”, le dijo a la Corte luego de vivir para contarlo. ~
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).