Qué extraños los festejos del centenario de la revolución. Quizás nunca una cosa tan trunca, malograda y quedada “a medio camino” haya sido objeto de tanto festejo. Los felices de que ocurrió hace cien años; los usufructuarios que la patentaron y amaestraron durante 70 años; los eternoretornos que le dan respiración de boca a boca mientras desempolvan su máuser percudido… Todos la aplaudieron y la discursearon, todos la maquillaron y la vistieron de domingo, y la pobre revolución, como una quinceañera decrépita, bailó su vals amargo por las calles…
Cada bando político buscó lo más útil para su causa: símbolos, héroes, cachivaches. La apoteosis del sombrerote zacapoaxtla, la exaltación del cuaco o el bigote zapatista, y el último tren mexicano que funciona, hecho de engrudo y de papel maché.
Una negociación discreta le asignó la explanada de Bellas Artes al gobierno federal, que sembró en la adyacente alameda una estatua ecuestre de don Francisco Madero en su simbólica caminata hacia la muerte.
El jefe de gobierno Ebrard se hizo del Monumento a la Revolución, esa contrahechura arquitectónica coronada de revolucionarios petrificados y adelitas tetonas; ese aborto de “palacio legislativo”, exabrupto ciclópeo decó-fascista que parece sacado de una película de Fritz Lang, fertilizado con restos de caudillos que habrán de fermentarlo, pues le aumentan altura año con año.
El ciudadano plenipotenciario López Obrador –enemigo de los poderosos– tuvo que acudir con sus partidos políticos particulares a su sede alterna, el Hemiciclo a Juárez, ese merengue porfiriano, con sus leones resbaladilla y sus ángeles a sueldo, contratados en la agencia celestial de mayordomos, donde al hierático “indio de Guelatao”, siempre inmóvil y siempre reformado, no le queda de otra que soplarse sus discursos deque.
Los priistas, líderes del legislativo, tuvieron que resignarse a salir de partiquines en la ceremonia del gobierno federal, honrando su paradójico carácter de revolucionarios e institucionales, aún sorprendidos de que la alternancia los haya expulsado de la escena justo en el centenario de la revolución, herencia que sólo ellos podrían dilapidar. Hubiera sido fantástico un festejo priista, presidido por Díaz Ordaz y Fidel Velázquez: un jarabe tapatío de zombies con cananas… ¡Qué de discursos cojones, qué de promesas renovadas sobre el eterno futuro promisorio! (Aunque no muy lejos, en Ecatepec, el futuro Peña Nieto –ante la coqueta Elba Esther– celebró la revolución con un discurso francote: “A cien años de la gesta tenemos que ver hacia dónde vamos”. Es en serio.)
El presidente –al fin reaccionario– invitó a los descendientes de Madero; el jefe Ebrard –siempre revolucionario– invitó a los de la tripleta K: Carranza, Calles y Cárdenas; el ciudadano López Obrador tuvo que contentarse con Yeidckol (o Mr. Hyde) y el polimorfo Noroña, que incuban ya la nueva república. El gobierno federal lanzó en el zócalo un show de luces con wattaje espurio y hollywoodesco, mientras que el del DF, para su propio show, empleó sólo wattaje progre y nacionalista (López Obrador no necesita luces: sería como prenderle velitas al sol), etc.
Y con qué avidez los gobiernos buscaron simbologías útiles y frases funcionales. Los asesores históricos revolviendo cuartos de trebejos en busca de símbolos y signos para decorar su idea de la gesta o propiciar su repetición. ¡Cómo resucitaron cachivaches “mexicanos” o “revolucionarios”, prótesis para la nacionalidad maltrecha, utilerías caducas o agoreras! Desde el gobierno federal que desfiló sus rompemadres F-15 al de mi delegación, que me incitó a usar un rebozo como en tiempos de Echeverría… ¡Y siempre, como telón de fondo, el cachivache acústico eternamente chacachán: el eterno Huapango de Moncayo!
Y al día siguiente, claro, la “íntima tristeza reaccionaria”…
(Publicado previamente en El Universal)