Cuando este texto llegue al lector, la selección de México conocerá su destino en Sudáfrica. Otro triunfo habría puesto a México en caballo de hacienda rumbo a la historia. Un empate le reservaría al equipo de Aguirre una nueva cita con Argentina, revancha soñada. Y luego está la pesadilla: una derrota. En cualquier caso, el destino inmediato estará claro a media mañana de hoy, y eso da pie a una lectura, quizá la única que quisiera hacer, sobre el papel mexicano en la Copa del Mundo (evidentemente, si México sigue avanzando, me reservo el derecho de escribir líneas eufóricas el próximo martes).
Aunque el equipo de Aguirre quedara eliminado tras el partido contra Uruguay, la Copa del Mundo de 2010 ha dejado, para México, una lección de enorme valor no sólo deportivo sino social. El triunfo sobre Francia equivale, si no a la inserción definitiva en el primer mundo futbolístico, sí a una clara demostración de algo que es incluso más importante: la capacidad de competir en el primerísimo estrato del futbol. Y aunque a veces sea odiosa la tendencia a extraer lecturas sociales, políticas o hasta económicas del deporte, el comportamiento del equipo mexicano amerita una reflexión. Me explico.
¿A qué se debió la innegable calidad y personalidad de la selección frente a Italia y, ya en competencia, Francia? Aventuro una hipótesis útil no sólo en las canchas, sino en cualquier otro terreno: no fue en Sudáfrica donde el equipo de Aguirre descubrió que podía competir contra cualquiera. No. La selección supo competir con “los grandes” porque la enorme mayoría de sus hombres lo viene haciendo desde hace años. Y esa es una condición inédita para una selección nacional en un Mundial. A diferencia de las otras copas del mundo, este equipo mexicano ha contado con hombres acostumbrados a la contienda más cruel y severa; no a la comodidad de la liga mexicana, con su idioma, clima, y sueldos afines, sino a las ligas más complejas del planeta. Veamos una simple estadística. ¿Cuántos de los 11 hombres que comenzaron el partido contra Francia ha jugado o juega en una liga de alta exigencia? Nueve. Sólo Juárez y Pérez siguen jugando en México —y Juárez partirá pronto, lo apuesto. Regresemos cuatro años al partido definitivo contra Argentina en Alemania. ¿Cuántos titulares mexicanos cumplían con la misma condición? Si la memoria no me falla, tres. La diferencia no debe pasar desapercibida. El temple de Salcido, Moreno, Márquez y ese milagro de desarrollo futbolístico que es Maza Rodríguez no se debe a otra cosa que a la valentía de la emigración, la voluntad de trascender y ganarse un lugar en la exigencia del “allá”, no en el apapacho del “acá”.
Esa es, a mi entender, la gran lección que se debe rescatar del periplo mexicano en Sudáfrica: nuestro patético recelo frente a la competencia, tan arraigado todavía en varias corrientes política y sociales en México, desemboca sólo en la mediocridad. Vemos mal al que la hace “afuera” y peor al que se queda “allá”. Al mundo se le conquista en el mundo, no en la fantasía de la excepcionalidad provinciana, en esa absurda defensa de la soberanía que no es otra cosa que temor, prejuicio, infinita inseguridad. La valentía y el triunfo están, en sentido literal y figurado, en dejar la casa apenas cumplida la mayoría de edad como hiciera Rafael Márquez (en Mónaco) para jugar lejos y triunfar lejos. Frente a los que prefieren rechazar la competencia con el planeta en y para cualquier cosa, me quedo con el Márquez de 20 años de edad, caminando, solo, por las calles del sur de Francia. Sin hablar el idioma, sin entender nada. Pero con unas ganas tremendas de ganarlo todo. Ahora, México juega con nueve como él. Y eso, como diría el gran Robert Frost, “ha hecho toda la diferencia”.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.