Ricardo, el abuelo gallego, comenzó a perder la memoria cuando yo era muy pequeña. Lo recuerdo divagando desde su sillón, con las piernas cruzadas y una boina gris en la cabeza, innecesaria en el paradisíaco clima de las Islas Canarias, donde envejeció. No parecía enfermo de Alzheimer, al contrario, por lo mucho que hablaba daba la impresión de estar en su mejor momento. Cada vez que fuimos a visitarlo, se encogía la esperanza de que él supiera quiénes éramos. Cada año teníamos que presentarnos, los primeros solo al llegar a su casa, más adelante todas las mañanas.
Sus elucubraciones se enrarecían con el paso del tiempo. Hablaba de todo y de nada. Nos acostumbramos a darle la razón en vez de hacerle preguntas que según nosotros lo obligaban a recordar. Hablaba de la Guerra Civil y de Argentina, donde se exilió. Confundía los lugares y no alcanzaba las palabras, que pronto quedaron atrapadas en la punta de su lengua. De vez en cuando, tal vez porque se reconocía perdido entre los nombres y los objetos, cierto orgullo lo callaba y nos excluía con su silencio por días. El gallego se fue diluyendo en una mezcla de castellano local, que me sonaba caribeño, y el marroquí incomprensible que murmuraba la mujer que lo cuidó durante muchos años, hasta aquella madrugada en que nos llamaron a la ciudad de México para decirnos que el abuelo había fallecido.
Unos años después, escuché un episodio de Radiolab, mi programa de radio favorito, en el que un científico de la Universidad de Toronto contaba que en el medioevo, los padres de la iglesia enlistaron alfabéticamente y categorizaron, de acuerdo al contexto, cada palabra de la Biblia. Les tomó vidas enteras y muchísimo papel. Ese análisis se puede hacer ahora en menos de 15 segundos con un software y ha revelado curiosas relaciones entre la demencia y el lenguaje.
Por ejemplo, en la no tan lejana década de los noventa, Agatha Christie era la escritora más publicada del mundo. Para no hacerles el cuento largo, el estudio de la Universidad de Toronto concluye que de las ochenta novelas de detectives que Christie escribió, las primeras 72 presentan un rango similar de la variedad y frecuencia del vocabulario, pero a partir del libro 73 las palabras indefinidas (“ese”, “aquel”) comienzan a repetirse y la variedad del vocabulario es un 20% menor.
Agatha Christie no sabía que tenía Alzheimer. Sin embargo, su demencia vive en el texto, está en el repertorio de palabras y su frecuencia. No solo eso, en su último libro, Los elefantes pueden recordar, ella parece sospechar, a cierto nivel, que perdía la memoria.
Me gusta lo que decía Clarice Lispector de que la palabra es una carnada para pescar objetos, acciones o sentimientos. Puedo pensar, entonces, en mi abuelo queriendo decirnos quién sabe cuántas cosas, como un pescador sin carnada en un mar de peces hambrientos nadando a sus pies.
Ciudad de México