Mi nombre es Guadalupe o Rosa o Mercedes o Refugio o Eduviges o quién sabe, el nombre es lo de menos. ¿Qué es un nombre?, no es parte alguna de un hombre, decía la Julieta del señor Chespier, ni de una mujer digo yo, y lo digo porque una servidora no sólo lleva las joyas del cuerpo sino también las del espíritu, pues una en cuanto se casó con el general Diógenes Cendreros se puso a adquirir algo de culturita como digna señora del susodicho.
Y ya para qué andarse cuidando la reputación por muy reputadísima que una haya sido, voy a decir la verdad como quien dice a calzón quitado. A nosotras de doña Anastolia, la dueña y madrota del burdel de la mejor calle de la Colonia Roma, que era el de más categoría, el de más caché de la ciudad de México, nos rebautizaba con nombres que fuesen como quien dice más sugerentes y hasta excitantes, o séase más cachondos, excusen ustedes la expresión. A mí me puso Semiramís, que fue una reina asiria de allá de la antigüedad, y, para qué menos que la mera verdad, no me pareció mal el nombrecito, tenía como que digamos su barnicito histórico y hasta legendiario, sólo que nadie se lo aprendía, ni las otras suripantas, mis compañeras, ni los clientes, y todos me decían la Chata, ni modo, una qué culpa tiene de que así la hayan nacido (aparte de que una no nace como quiere sino como la traen al mundo, ¿no?, pues, comenzando porque nadie nace, sino que lo nacen y hasta sin preguntarle cómo se prefiere ser nacido). Y les cuento a qué se debe que esté yo aquí pintada y en la forma tan descarada y hasta como quien dice oxcena en que ustedes me están viendo. Y fue que una noche, llegó al prostíbulo, vulgo burdel (que doña Anastolia elegantiosamente llamaba casa de citas o meison de plesir), el bien afamado señor artista pintor don José Clemente Orozco, que era manco, por culpa, dicen, de un cuetón que le reventó en la mano cuando chamaco, pero que era un pintorazo, lo que sea de cada quien, y llegó exigiendo como otras veces: “¡La Chata, me urge la Chata!”, y yo pues ya estaba puestísima, porque el señor Orozco, cómo lo diré, digamos que ejercía muy bien sus funciones de macho, lo que sea de cada quien, y después de que sucedió lo que ustedes están pensando, me dijo: “Eres divina, Chata, lo haces como reina (como una reina que fuera puta, creo que quiso decir) y, para que veas, nomás por el gusto que me das y porque te carcajeas cada vez que lo hacemos, te voy a inmortalizar”. “Pues gracias, que le digo, pero ni que fuese usted Diosito, cómo le va a hacer”. “Te voy a poner, así como orita te veo, en una pintura mural y en el mero mero marmório Palacio de las Bellas Artes”. Y, sí, me inmrtalizó, fíjense nomás. Por eso aquí y estoy tal como vine al mundo pero con mis alhajas que me dio mi difunto esposo el señor mi general Diógenes Cendreros, y tan estoy tal cual soy que por eso pasó lo que pasó, déjenme contarles. Y fue que cuando en la ceremonia de inauguración del Palacio, a la que asistieron el señor Presidente y la crema y nata de la cúspide política y cultural de entonces, Diógenes nomás me vio en el rinconcito izquierdo de la pintura y me reconoció y se puso a gritar que el mural era inmoral, que era oxceno, y que dónde estaba el cabrón pintorcete para darle un balazo para que aprendiera a no agredir a la moralidad de las gentes… Fue un escándalo que paqué les cuento, y aunque después de la rabieta Diógenes se calmó por no dar más qué decir al Quedirán, al llegar a la casa me puso una catorrisa de poca madre y me dijo que la culpa la tenía yo por piruja y adulteria, y me sacó a la calle con todo y tiliches… Y esa es la historia por causa de la cual tuve que volver al burdel vulgo casa de lenocinio , donde envejecí en el cumplimiento de mi oficio y desde donde un día me llevaron al camposanto pese a haber sido nonsancta, como la tal santa del señor Gamboa… Pero aunque mis huesos ya pasaron a ser tierra, aquí estoy, ¿a poco no?, inmortal y como que dijéramos gloriosamente ofrecida a la lujuria y la posteridad: yo la Chata, la Semiramís, la suripanta preferida del pintorazo Orozco.
[En el final de los años cuarenta había comenzado mi adolescencia y yo solía visitar, para rendirle el ardiente y silencioso homenaje de una lenta mirada ávida, al cuerpo moreno, desnudo, bocarriba, bellamente vulgar, ofreciendo invertido y en primer plano el rostro muy pomulado, achinado, de impúdica sonrisa ancha y dientes feroces y sonriendo también con los muslos abiertos en V y en una total disponibilidad, de una puta espléndidamente vulgar y desvergonzada, presumiblemente ebria y en trance de solitario pero alegre orgasmo, que con su corporal fuerza de aparición hizo cimbrarse mi mocedad desde que la vi pintada al pie de una catástrofe o revuelta social, en el rincón izquierdo del populoso y cruel mural “Katharsis”, en el Palacio de Bellas Artes, y cuyo imaginado, poderoso, oscuro aroma sexual se extendía en mis ensoñaciones eróticas, como también en las de José Luis Cuevas, mi coetáneo (también del año 34), con quien alguna vez coincidí en aquel piso del Palacio y en una similar ávida contemplación de aquella imagen (puesta por Orozco en el muro precisamente en el año en que José Luis y yo nacimos) que secuestré para mi memoria y para requerirla en los escondidos momentos en que, como decía greguerísticamente el poeta León Felipe, “el adolescente ordeña sus deseos”.]
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.