Calderón a medio camino

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Según la teoría de las generaciones, los ciclos históricos suelen durar sesenta años. Así, en el orden político nacido de la Revolución Mexicana se dieron cuatro elencos sucesivos, cuya vigencia duró aproximadamente quince años: los fundadores de las instituciones (nacidos entre 1890 y 1905), los encargados de su consolidación (1905-1920), los críticos que las pusieron en tela de juicio (1920-1935) y los rebeldes que buscaron reformarlas, superarlas o destruirlas (1935-1950). La teoría no sólo funciona para entender a los gobiernos del PRI. También al PRD y al PAN.

Puertas adentro del PAN, Vicente Fox (nacido en 1942) representaba a la generación del cambio. Gracias a su liderazgo, tras seis decenios de “bregar eternidades”, el PAN se disponía a ejercer por primera vez el Poder Ejecutivo con una representación considerable en el Legislativo y un porcentaje de aprobación superior al 80%. Había llegado la alternancia pero hacía falta un conjunto de reformas estructurales que suponían el desmantelamiento de los intereses y los mitos creados durante sesenta años. Fox hubiera podido proponer esas reformas. El país vivía uno de esos raros “momentos plásticos” cuando se puede modificar el cauce de la vida. Por desgracia, Fox desperdició la oportunidad de sentar las bases para que la siguiente generación (nacida entre 1950 y 1965) inaugurara un orden de madurez republicana y democrática, y enfilara al país hacia la modernidad económica y social que ahora gozan Brasil y Chile.

Sin esos cimientos y con un retraso generacional de seis años, en 2006 llegó al poder Felipe Calderón (nacido en 1962). No era lo mismo una segunda oportunidad que la primera. Y no era lo mismo llegar en un ambiente de optimismo y euforia que otro de desconfianza y crispación. Ningún presidente en tiempos modernos tomó posesión en circunstancias tan precarias. La presunción nunca probada de fraude (en un sistema electoral que es sustancialmente similar al que arrojó resultados inobjetables en julio de 2009) envenenó la atmósfera nacional con un odio sin precedentes. Ese odio se ha enquistado en todos los resquicios de nuestra vida pública, nublando muchas veces el juicio sereno sobre los claroscuros del Presidente.

Antes de juzgarlo conviene entenderlo, y asomarse un poco a su biografía. Su padre, Luis Calderón Vega, fue un Quijote del panismo: joven fundador del PAN y editor de Gómez Morin, a pesar de perder once veces en elecciones locales no cejó en anteponer la mística del partido a cualquier otro interés, incluido el del bienestar material de su familia. De niño, su hijo lo acompañaba en sus empeños. El libro autobiográfico que Calderón publicó durante la campaña de 2006 da fe de esas privaciones y adversidades. Otra liga íntima suya con el PAN fue el magisterio de Carlos Castillo Peraza, que terminó con la muerte prematura de éste, a los 53 años de edad, en 2000. Tras este trance siguieron otros: el áspero desencuentro con Fox, por ejemplo, hubiera desanimado a un político menos tenaz. La campaña presidencial de 2006 fue otra carrera de resistencia. En su fuero interno, su triunfo en las urnas debió representar la reivindicación de las bregas eternas de su partido… y las de su padre. Pero su victoria fue puesta en duda y esa duda tenaz impediría, de muchas formas, la marcha normal del sexenio. A partir de estas experiencias, no era difícil perfilar en Calderón dos actitudes valiosas -la lealtad y la tenacidad- que sin embargo podían traducirse en una doble limitante: el aislamiento y la obstinación.

En su desempeño ha habido luces y sombras. Su estilo personal -de él y de su esposa- ha sido sobrio. Su experiencia parlamentaria ha servido para negociar con el Legislativo algunas reformas importantes como la judicial, la electoral, la fiscal y, sobre todo, la del ISSSTE. En momentos de crisis -las inundaciones del Sureste, la aparición del virus- ha actuado con resolución. Calderón no es carismático, pero transmite la gravedad de su investidura. De allí que su porcentaje de aprobación (al margen de las derrotas de su partido) sea superior al 60 por ciento.

Entre las sombras advierto tres. Su lema electoral, “Seré el Presidente del empleo”, se ha desmentido en la práctica, no sólo debido al terrible contexto global sino a la inercia de una estructura gubernamental que puede “absorber” cualquier monto de dinero de una manera improductiva. Este problema debe ligarse con otra promesa malograda: el gabinete plural. Acaso por su desconfianza casi congénita (“Tu naturaleza, tu temperamento es ser desconfiado, hasta de tu sombra”, le escribió en 1996 Castillo Peraza), Calderón no ha querido o sabido atraer personas más capaces, ajenas a su círculo cercano. Otra falta fue transigir en la dilución de la Reforma Energética: debió señalar los riesgos que corríamos desde entonces (y que ahora comenzamos a ver, en toda su dimensión) por no abrir el sector.

El combate al crimen organizado ha sido, para bien y mal, la divisa de su gobierno. Aunque hay un cierto reconocimiento público al valor de la decisión, no faltan las dudas razonables sobre su instrumentación y persiste una incertidumbre abrumadora sobre su eficacia. La población carece de parámetros para juzgarla y el gobierno no ha sabido darlos. Era, creo, una guerra ineludible desde hace tiempo: las escenas de decapitados antecedieron a Calderón, como un indicio macabro que no admitía actitudes de avestruz.

Al margen de sus aciertos y errores, hay un factor que incide en el juicio que se hace al Presidente: me refiero a la vieja antipatía intelectual hacia el PAN. Desde la Reforma, el corazón intelectual de México es secular, laico, liberal. Más tarde, fue (y, en buena medida, sigue siendo) nacional-revolucionario. Esos valores no están en el PAN: están en el PRI y en el PRD. Consciente de este hecho ideológico y político, Calderón declaró alguna vez que “rebasaría a sus adversarios por la izquierda” (cosa que ha tratado de hacer, con resultados inciertos, en Política Exterior). Pero la magia no se produce. La antipatía persiste, porque a lo largo del siglo XX el PAN se la ganó a pulso. Nunca ha resuelto la contradicción original entre el liberalismo político y el conservadurismo social de sus fundadores.

A mediados de 2003, Fox dimitió del poder y abrió la carrera presidencial. Ante los desfavorables resultados de 2009, Calderón busca reafirmar su poder y ha cambiado de tono. Tiene más margen de maniobra del que parece, pero está obligado a actuar de inmediato e introducir racionalidad, austeridad y eficacia en su gobierno. Frente a las reservas del Congreso ante las reformas que muchos juzgamos necesarias, puede apelar de manera institucional pero directa al ciudadano, como ha hecho estos días. Lo que no puede es postergar su ofensiva, porque de hacerlo condenaría al país a una “brega de eternidades”.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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