Nuestro derecho universal al descanso se estrella de frente contra la pared de las penurias económicas. No es sólo que no alcance para comprar el “Paquete Familiar”, o que el descuento de estudiante no aminore el oneroso impacto de los tres días y cuatro noches en un destino de playa. Es que uno está obligado a mantener un ojo en el cubículo, a usar un pie para impedir que se cierre para siempre la puerta de la oficina: en tiempos de despidos masivos, la sección de recursos humanos, tan ocupada en tramitar finiquitos, tiene poco ánimo para firmar solicitudes de asueto.
Para celebrar que entramos en esas semanas en las que andar con sandalias o arrastrar una maleta de rueditas es casi un imperativo moral y al mismo tiempo una amenaza a la seguridad financiera, presentamos esta serie especial de textos que discuten las ventajas de las vacaciones, proponen viajes discretos ellos mismos y ayudan a sobrellevar el estío con la dignidad y la cartera intactas.
– La redacción
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Que tenga un buen viaje
Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos.
San Agustín, Confesiones
Ahí les va una anécdota con cierto grado de dificultad. Me encuentro discutiendo frente al mostrador de una aerolínea en el aeropuerto de la Ciudad de México. Discuto con una mujer embarnecida que parece estar cansada. Es mediodía, no hay nadie más frente a los mostradores. Mi vuelo, de haber salido, hubiera despegado anoche rumbo a Mérida. Rumbo a peor, veo que esta discusión, si puede llamársele así –en realidad sólo he obtenido información que contradice lo que creía saber- pudo haberse evitado si semanas antes no me hubiera encontrado frente a otro mostrador, el de un Oxxo. La aerolínea ofrece la posibilidad de pagar boletos –considerablemente más baratos que los de otras compañías- a través de esta tienda de autoservicio, lo cual a mí me resulta muy útil pues no poseo una tarjeta de crédito (cargo con un confuso prejuicio, en el cual no profundizaré aquí, que hace del crédito una idea pavorosa). Debí adivinar que algo saldría mal (en la línea argumentativa de “Lo barato sale caro”) cuando, al pagar, la dependiente del Oxxo, otra embarnecida señorita con pelo teñido de rubio, me agradeció la compra y añadió ceremoniosamente: “Que tenga un buen viaje”. Lo dijo, recuerdo, con una cadencia que emulaba con fidelidad la de una azafata al mismo tiempo que sugería un sutil anhelo de distinción. Justo antes de mi boleto, la señorita, enfundada en su uniforme rojo de poliéster, le había cobrado unos Tostitos y una caguama a un par de adolescentes. Entonces, en ese momento, debí adivinar que este verano no iría a Mérida para descansar un poco de la ciudad. Debí adivinar que, en cambio, iniciaría una serie aparentemente infinita de discusiones que se celebran frente a mostradores. ¿Por qué creo que en estos gestos se cifran resoluciones o advertencias? No lo sé. En cualquier caso, de ahora en adelante estaré al pendiente de ellos.
Así pues: ahora me encuentro en el aeropuerto, discutiendo frente al mostrador de la aerolínea que, desde el día en que compré mi boleto, ha tenido que cancelar vuelos y dejar varados a sus pasajeros, a merced de otras aerolíneas. Todo este tiempo he estado hablando de Aviacsa. Una semana antes de que pagara mi boleto había leído en periódicos los problemas que tenía la compañía pero no me había importado pues “se habían reanudado operaciones” y todo, decían, se había solucionado. Luego que siempre no. Empero, durante el periodo entre la compra del boleto y el conocimiento del modo en que malgasté mi dinero, aún poseía cierta confianza en la aerolínea: ya había viajado con ella. Al finalizar nuestra conversación, la señorita del mostrador y yo nos despedimos con esto:
– Dígame una cosa, ¿existe la posibilidad de que no me reembolsen mi dinero?
– No, sí se lo vamos a reembolsar.
– ¿Cuándo?
– Cuando reanudemos operaciones.
– ¿Y sabe cuándo va a ser eso?
– No, no sabría decirle.
– Entonces, es posible que no reanuden operaciones.
– Pues sí, es posible.
– …
Unos días antes me presenté en una oficina de Aviacsa cercana al trabajo. Estaba cerrada. “Están allá”, me dijo un transeúnte de alma bondadosa cuando vio cómo me asomaba a la oficina, vacía. En efecto, unas cuadras más abajo los empleados de Aviacsa se estaban manifestando en la calle por alguna injusticia que les habían cometido. Llevaban pancartas y uniformes. Me acerqué a uno de los cabecillas (era quien hablaba más fuerte) y le pregunté si reembolsarían boletos. Allí, sobre una avenida, sin mostrador de por medio, me dijo que podría hacer varias cosas, entre ellas ir al aeropuerto –el único lugar donde estarían abiertas oficinas- y pedir un cupón MCO (en el aeropuerto no sabían qué era un cupón MCO) y que todo se arreglaría para conveniencia de todos. Hasta aquí mi anécdota. No fue muy interesante, lo sé (resumámosla así: fui al aeropuerto a ver lo de un reembolso por un vuelo cancelado, y no resolví nada). Pero sigamos, ahora, a las conclusiones.
Soy una persona a la que los problemas de índole práctica se le resbalan fácilmente. Otro modo de decir lo mismo, con un toque de exageración, es: a menudo dejo que me pisoteen (todos pisoteados, pienso, ¿qué más da? No hay peor injusticia que la que uno comete). De tal modo: en realidad fui al aeropuerto porque decidí que ese sábado al mediodía, en lugar de sentarme a ver televisión, sería interesante ver “qué pasaba con eso de mi reembolso”. Ese sábado, cuando le informé a mi hermana que quizá llegaría un poco tarde a su casa (me invitó a comer) le expliqué que iría al aeropuerto. “¿A qué?”, me preguntó. “A ver aviones”, le dije. A veces se me escapa ese ingenio barato. Pero la verdad es que de algún modo sabía que no iba a solucionar nada, que iba a bobear, a pasear, a vacacionar. A ver aviones y despedir extraños. ¿Por qué? No porque crea, por principio, que en México es imposible arreglar algo sino porque me resulta más fácil creer, de antemano, que no se podrá arreglar algo para que cuando en efecto sea así no experimente frustración alguna; e incluso para que cuando no sea así, me alegre y no me resulte algo nimio o pasajero, sino un verdadero triunfo de la eficiencia mexicana. En suma, fui dispuesto a disfrutar mi paso por el aeropuerto, ese sábado. Y debo decir que fue así. Incluso fui en metro para aprovechar y leer (y ahorrarme lo del estacionamiento), libro y cuaderno de apuntes en mano. Vi turistas. Vi gente que caminaba con determinación. Esbocé ideas que le deben todo a la Escuela de Fráncfort. Pensé en Tom Hanks en su papel de náufrago en Náufrago y en su papel de náufrago en La Terminal. Pensé en Hiroshi Nohara. Medité, arrullando mis pensamientos con los altavoces y el rugir de las turbinas que salían, que llegaban, en estas palabras de Quim Monzó: “Las normas sociales dictan que es imprescindible viajar durante las vacaciones. […] Hoy, quien no hace su viajecito anual es un don nadie”. También: “Hay una solución. Viajar, pero sólo a los aeropuertos”.
– Guillermo Núñez Jáuregui
(ciudad de México, 1982) es filósofo, escritor y jefe de redacción de la revista La Tempestad