Rossi, el universitario

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La escena ocurrió en el año 2000, durante la larga y gravosa huelga que una minoría de enfebrecidos impuso a la UNAM. El rector Juan Ramón de la Fuente había convocado a seis profesores distinguidos a acompañarlo en la entrega del resultado del referéndum a los huelguistas: doscientos mil universitarios accedían a un diálogo civilizado a cambio de una inmediata vuelta a clases. Uno de esos profesores era Alejandro Rossi, que para entonces sufría ya los angustiosos espasmos provocados por el enfisema pulmonar que casi una década después lo llevaría a la tumba. “¿Estás seguro de ir?”, le había preguntado el rector. “¡Faltaba más!”, le había respondido Alejandro, con esa fórmula imperativa, tan específica suya. La pequeña comitiva cruzó por el túnel que conecta al estadio con la explanada y a la salida fue recibida por una turba hostil. En el noticiero de la noche advertí el paso firme de mi amigo, jalando aire con el labio superior, codo a codo con sus compañeros, los ojos bien abiertos tras sus grandes anteojos circulares. De pronto, en la confusión, alguien lo empujó y cayó al suelo. Los huelguistas repudiaron la invitación al diálogo. Una hora después el rector volvió a ver a Rossi, quien le dijo: “hicimos lo que había que hacer”.

En aquel acto de valentía física, Rossi no sólo defendía a la institución que lo había cobijado por casi medio siglo. La UNAM, para él, era eso y era más. Ese venezolano nacido y criado en Italia que por las tribulaciones políticas de su país apenas había vivido en Caracas; ese esteta florentino -esgrimista del espíritu, estratega de la política- que nunca perdió la raíz verbal del italiano; ese adolescente errabundo entre idiomas, mares, países y colegios que es el protagonista “real e imaginado” de Edén, su libro postrero, llegó a México a los 19 años, en 1951, y aquí encontró una patria. No la patria de López Velarde ni la de Octavio Paz -esos mexicanos históricos- sino la patria adoptiva del errante que por salvarse en ella la quiere más. Y en esa patria grande había una patria chica: el barrio universitario. Y en ese barrio una escuela de filosofía en la que se inscribió, inscribiendo al mismo tiempo su destino: la legendaria escuela de Mascarones.

Presidida entonces por la figura tutelar de José Gaos, por Mascarones pasaron entonces no sólo los jóvenes filósofos Luis Villoro, Ramón Xirau, Fernando Salmerón y Emilio Uranga, sino varios escritores como Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, José Luis Martínez, Jaime García Terrés. Acaso debido a su extranjería, Rossi no comulgó con la corriente de moda (la “Filosofía de lo mexicano” del brillante Grupo Hiperión), sino que, guiado por Gaos, derivó hacia la fenomenología, llegó al seminario de Heidegger en Friburgo, y finalmente arribó a Oxford, su estación definitiva. De vuelta a México en los años sesenta, Rossi se convirtió en el introductor y exponente fundamental de la filosofía analítica.

A fines de los años sesenta escuché por primera vez, de boca de mi primo Miguel Kolteniuk, el nombre de Alejandro Rossi. Lo pronunciaba con una reverencia casi sagrada. Era su alumno en el abarrotado curso vespertino de “Teoría del conocimiento” que el maestro impartía en la Facultad y lo sería después en el Seminario que daba sólo para elegidos en el Instituto de Investigaciones Filosóficas. A casi cuarenta años de distancia, Miguel imita aquella voz -con sus remotas tonalidades argentino-italianas y esa especie de melodía irónica que usaba como estribillo- y recuerda ambas experiencias: “Rossi poseía una inteligencia descomunal. Nos demoramos seis meses en la lectura de tres capítulos de un libro de Rudolf Carnap. Nos admiraba su precisión, rigor y profundidad, su genio para desentrañar la estructura lógica de los textos, su amor por el detalle, su gusto por formular las preguntas letales”. Ya en el Seminario, “era una delicia y una tortura contemplar cómo destruía y disolvía las producciones intelectuales diletantes, delirantes, vagas, confusas, grandilocuentes, retóricas, demagógicas, ideológicas, contradictorias, miopes, obtusas, frívolas, fáciles. Había que verlo triturar aquellos argumentos, pero triturarlos fino, hacerlos polvo”.

Aquel impulso marcó de manera permanente (hasta la actualidad, de hecho) los derroteros del Instituto y fructificó en una revista especializada de calidad internacional, fundada por Rossi: Crítica. Pero no era fácil construir una obra filosófica a partir de ese formidable instrumental crítico. Y no lo era incluso para el propio Rossi que habiendo publicado su libro Lenguaje y significado (1968) se comenzó a orientar hacia la salida que -en sus palabras- le dio la “gramática existencial” de su vida: la literatura. De pronto, en aquellos primeros números de Plural, a sus cuarenta años de edad, Alejandro Rossi sorprendía a los lectores con los textos inclasificables y deslumbrantes del “Manual del distraído”. Poblada de preceptores lúcidos y escuchas irredimibles, aquella prosa filosófica era una continuación sutil de las disecciones críticas que desplegaba frente a sus alumnos. La cátedra universitaria había sido su laboratorio.

En julio de 1977, Rossi acudió a la oficina de Vuelta con un texto de guerra: “La minoría prepotente”. Ante el acoso de un sindicalismo militante y fanático que amenazaba con supeditar la vida académica a la política partidaria, defendía la esencia liberal y humanista de la Universidad. Por esas fechas, aceptó de parte del valeroso rector Guillermo Soberón la encomienda de crear la Dirección General del Personal Académico, la DGPA, que sigue activa con el mismo propósito de apuntalar la calidad de la enseñanza y la investigación. Tiempo después, dirigió con gran tino la Imprenta Universitaria, pero desde los años ochenta -mientras construía su obra, breve quizá, pero a menudo perfecta- sus afanes fueron menos docentes y administrativos: se desempeñó como un consejero sabio en la marcha académica de su facultad, su instituto y su universidad, fue uno de sus más respetados “Elder Statesmen”.

“La verdad es que toda la cultura mexicana proviene de la Universidad”, me dijo hace unos meses. Me costaba trabajo disentir de él, y sólo me atreví a decirle: “No toda, Alejandro, no toda”. Era un punto ciego, no porque Rossi ignorara las fallas de nuestra institución (y digo nuestra con cartas credenciales y con orgullo), sino porque verlas de frente y verlas publicadas le costaba, le dolía. Ante las evidencias, Rossi enseñaba a aquilatar a la UNAM no sólo por su papel histórico en defensa de la libertad y su importancia social en la formación de los jóvenes, sino por la excelencia actual de varias facultades e institutos científicos y humanísticos. Por eso es triste que el anuncio del Premio Príncipe de Asturias, otorgado con plenos merecimientos a la UNAM, haya sobrevenido pocos días después de su muerte. Le hubiera alegrado su difícil tránsito.

Porque Rossi me enseñó el valor de la crítica como fundamento de la amistad, en esta hora prefiero interpretar su legado universitario como un llamado a la crítica y la autocrítica de la UNAM. Y prefiero pensar que aquel acto valiente de mi inolvidable amigo es un imperativo para que las autoridades universitarias enfrenten con valor a quienes ahora secuestran los recintos de la Facultad que escuchó tantas veces su cátedra, y “hagan lo que haya que hacer” para rescatarlos.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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