La mirada del lector

La rapidez con que se renuevan las mesas de novedades es sólo uno de muchos indicadores de que la figura del lector poco a poco se diluye en la de consumidor.
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LECTORES:

 

1. Gente que compra libros

2. Individuos que sin ser escritores, editores, o agentes, están incomprensiblemente interesados en la literatura.

3. Seres humanos de bien, modelo a seguir.

 

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Ya todos conocen la historia.

Que en sus Confesiones, Agustín de Hipona cuenta la sorpresa que le causaba la manera en que leía su maestro, Ambrosio de Milán, porque lo hacía en voz baja o en silencio–todavía hace falta que los traductores se pongan de acuerdo. Esto, más o menos, hacia finales del siglo IV, cuando ni Ambrosio ni Agustín eran santos y lo normal era que se leyera en voz alta: “su voz y su lengua descansaban”, dice. Y dice también que nadie se atrevía a molestarlo para preguntarle por esa forma extraña de leer: “¿quién se hubiese atrevido a importunar a un hombre tan abstraído?”. Lo único que hacían los visitantes era sentarse a verlo, perplejos, e imaginar explicaciones: que leía de esa manera para no quedar ronco, o para leer más aprisa, o para evitar que algún oyente lo interrumpiera con preguntas de tal o cual pasaje.

Leer, en el principio, fue una actividad pública, performativa; y aunque es verdad que factores como la imprenta, el abaratamiento de los libros y los cada vez mayores índices de alfabetización tienen que ver con la transición a la lectura silenciosa, también es cierto que la práctica de leer en voz alta, incluso para uno mismo, no desapareció del todo como manera preponderante de leer hasta bien entrado el siglo XIX. 

Conforme el libro se convirtió en producto o mercancía, lo que también sucedió fue que el carácter público de la lectura le hizo espacio a lo privado de la transacción económica, de manera que muchas campañas de fomento a la lectura actualmente confunden lectores con clientes: comprar libros, según esta lógica, equivale a leerlos. La rapidez con que se renuevan las mesas de novedades es sólo uno de muchos indicadores de que la figura del lector poco a poco se diluye en la de consumidor. El ejemplo, y el modelo a seguir, es Amazon: la tienda en línea que empezó vendiendo libros y que terminó vendiéndolo todo, incluso libros.

Lo que en su origen eran hábitos y prácticas inherentes a la lectura en voz alta –la entonación, el volumen, el fraseo, el ritmo – no sólo han desaparecido sino que no dejaron paso a su equivalente en la lectura en silencio: las condiciones materiales y físicas de la lectura –dónde, cuándo, cómo, en qué postura y por qué se lee– están generalmente excluidas de las reflexiones teóricas salvo cuando se habla de lectura en nuevos dispositivos electrónicos. Cuando se trata del libro impreso, estas reflexiones han quedado rezagadas en textos como el de Vasconcelos: “Libros que leo sentado y libros que leo de pie”.

La ausencia principal en todo esto, sin embargo, tiene que ver con la nula importancia que se le da a la relectura, o con su nula presencia en el espectro del medio literario. Si leer está sobrevalorado –o, para decirlo mejor, valorado según el precio de los catálogos editoriales–, releer es una actividad que se contempla apenas en las prácticas culturales-institucionales de los homenajes y los muertos (2015: a sesenta años de la publicación de Pedro Páramo), pero que está fuera la prisa editorial y de los usos y costumbres del medio literario. Incluso su lado mercantil– la reedición– pierde el paso frente a la política y preeminencia de la novedad. Releer obliga a cancelar prejuicios o, en todo caso, a crear nuevos: “Aquellos que no releen están condenados a leer la misma historia en todas partes” (R. Barthes).

Hace años leí una entrevista con Mario Vargas Llosa en donde el escritor se ufanaba de sentirse a salvo si, a mitad de la noche, en un callejón abandonado, se topaba con una persona que llevara un libro bajo el brazo. Los lectores son, según el lugar común, buenas personas, confiables, educadas, cultas, pero también hay lectores y lecturas unívocas, impositivas, tercas. Como ejemplo basta revisar la polémica el rencor que provocó en algunas personas, lectoras todas ellas, la iniciativa del 2014 que proponía leer libros escritos por mujeres como una manera de llamar la atención hacia ciertos hábitos y prácticas machistas en el mundo editorial. Las respuestas variaron entre la condescendencia y críticas como ésta, en donde la ansiedad frente a lo políticamente correcto propone una especie de crítica a-priori de los libros, en la que es posible saber qué libro será bueno o malo (sin que se expliquen los criterios para ello) antes de leerlo. Leer, después de todo, es también una contradicción: el lector es un individuo egoísta que necesita de los otros para ejercitar su egoismo. 

Si luego de todas estas consideraciones leyéramos de nuevo la historia de San Agustín, quizá podríamos concluir que nunca se le ocurrió la respuesta correcta al acertijo: que Ambrosio les jugaba una broma, que en lugar de leer, lo único que hacía era mirar el texto fijamente– y murmurar lo que fuera, oraciones quizá, porque todavía hace falta que los traductores se pongan de acuerdo– y esperar a que la gente se sentara, hipnotizada, a verlo. Una, dos, tres horas gastaba Ambrosio en pensar en sus cosas mientras el público llegaba y se iba emocionado y crédulo: “Mas fuese cual fuese la intención con que lo hacía aquel varón, seguramente que era buena”.

Antes de serlo, san Agustín ya era un santo.

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Para seguir leyendo:

-El libro de Margit Frenk, Entre la voz y el silencio, es una reunión de artículos, ensayos y conferencias que la escritora ha dedicado a la lectura en tiempos de Cervantes. En particular se habla sobre la lectura en voz alta.

-Josefina Zoraida Vázquez editó la Historia de la lectura en México, un volumen dedicado a estudiar la lectura desde la época colonial hasta el siglo XX.

-La novela El periquillo Sarniento es considerada la primera novela mexicana, entre otras muchas cosas, porque propone un modelo moderno de lector, que toma el lugar del mecenas como sujeto con poder sobre lo que se publica o no. El lector al que José Joaquín Fernández de Lizardi dedica el libro es un tipo de lector que hasta ese momento no existía. Leerla es también leer la creación de ese nuevo espacio.

-En el sitio web del Programa Nacional Salas de Lectura se puede encontrar información y recursos sobre este gran programa de formación de mediadores de lectura.

 

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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