Sin red de protección

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John Gray

Siete tipos de ateísmo

Madrid, Sexto Piso, 2019, 232 pp.

La religión expresa sobre todo una búsqueda de sentido. A muchas personas la sola idea de un mundo sin Dios les parece intolerable. La religión procura sentido y consuelo, es intrínseca al ser humano. La religión ha causado mucho sufrimiento (las Cruzadas, la Inquisición, las guerras santas), como también lo ha causado el odio a la religión (el jacobinismo, el antisemitismo, la Cristiada). El odio a la religión desdeña la difícil situación del ser humano en el universo: apenas una partícula consciente navegando a ciegas en el firmamento. Se preguntaba Santayana: “¿Es el amor al hombre lo que impulsa el odio a la religión? No, es la insensibilidad a todo lo que el hombre ama más profundamente.” Dos caras de la misma moneda ante una realidad que rebasa nuestro entendimiento: la fe y el descreimiento. Y una certeza: con Dios o sin Dios el mundo es igualmente misterioso.

Ateos se les llamó a los primeros cristianos porque creían en un solo Dios (ateos: sin dioses), para diferenciarlos del politeísmo pagano. Hasta el cristianismo, las religiones consistían fundamentalmente en la observancia de ritos comunes. Con el cristianismo se volvió obligatorio “creer en Dios”, dando pie también a la intolerancia religiosa. Para los paganos era irrelevante “creer” y lo sigue siendo en las religiones de India y China. Muchos hoy en día se declaran “no creyentes” a pesar de que creen en la ciencia, las humanidades, la tecnología o en las ideologías políticas como el comunismo y el liberalismo. Estas últimas (una a través de la Revolución, la otra del reformismo gradual) creen en la humanidad como un proyecto de mejora continua, conscientes apenas de que el progreso es una idea de raigambre religiosa.

En el corazón de la religión late el concepto de salvación. Al final de la vida, en el trasmundo, alguien podía o no, dependiendo de la conducta o de la fe, ser uno con Dios. No Jesucristo sino los pensadores cristianos situaron la salvación en la tierra, en monasterios o Ciudades de Dios (De Fiore, Moro, Campanella), o la hicieron accesible por medio del conocimiento iniciático de ciertos textos, como creían los gnósticos. La noción de que el ser humano podía salvarse, redimirse, en el cielo o en la tierra, en la vida o más allá de la muerte, condujo al hombre a pensar que la Historia tenía un sentido predeterminado, opuesto a la idea de que la Historia es una suma de voluntades y accidentes con avances, retrocesos y periodos de estancamiento.

Pese a declararse ateos, los materialistas modernos suelen creer que la Historia sigue una lógica o un objetivo general, herencia del redentorismo religioso. Salvo que creamos en la existencia de un ser supremo que dicta las leyes de lo humano, la Historia carece de sentido y no existe “la humanidad” como tal. Lo que existen son hombres y mujeres con metas y valores dispares. “Por muchas vueltas que doy –escribió Machado– no hallo manera de sumar individuos.”

Falla el ateo cuando centra su crítica de la religión en considerarla una especie de ciencia obsoleta. La religión expone mitos, no evidencias concretas, y muchas veces esos mitos muestran un mayor conocimiento de la experiencia humana que las comprobaciones empíricas. El Big Bang no pasa de ser un mito religioso revestido de ciencia: ¿antes del estallido qué, después de la máxima expansión del universo qué? Falla asimismo el ateísmo al criticar la religión por la moral restrictiva que impone. El ateo radical excluye la moralidad y más aún: la moral misma. Basar el comportamiento en el humanismo y no en Dios es deificar al hombre con resultados semejantes: tanto se ha reprimido en nombre de las religiones como del pensamiento secular. Los movimientos laicos y los religiosos no son cosas opuestas. El laicismo –afirma John Gray– es básicamente religión reprimida.

Para los ateos no debe existir el problema del Mal. No existe un Mal abstracto sino actos concretos que afectan la convivencia social. Para el ateo el mundo existe sin más y no necesita creador alguno. Toda pretensión de prescribir un modo universal de vida está equivocada. No existen los valores universales. ¿Y los valores de la Ilustración? No debemos olvidar, dice Gray, “que la ideología racista moderna es un proyecto ilustrado”. Para las grandes figuras de la Ilustración (Hume, Kant, Voltaire) “las ideas de la jerarquía racial eran cruciales en su modo de pensar”. El antisemitismo secular moderno es un fruto de la Ilustración. Los valores no existen per se, no son independientes de los seres que los crearon. No existe la evolución social. Lo que hoy tenemos por grandes avances (la abominación de la guerra, por ejemplo, o la paz como valor) es reversible. Entre 1915 y 1945, en Europa, la región más civilizada del planeta, murieron cien millones de personas a causa de guerras ideológicas. La naturaleza, según se desprende de la teoría de Darwin, no está evolucionando hacia un nivel superior. Según Darwin, “en la variabilidad de los seres orgánicos y en los efectos de la selección natural no parece haber más designio que la dirección en que sopla el viento”. La selección natural no implica noción alguna de progreso o perfección. Para Tucídides solo existía “la realidad de la insensatez humana recurrente”. Maquiavelo daba como un hecho que “la bondad humana no evidenciaba tendencia alguna a incrementarse con el tiempo”. Hay quien afirma que debemos desandar los pasos en falso dados en nombre de la civilización y regresar a lo natural. El marqués de Sade refutó en su tiempo (el de la Ilustración) esa creencia: la naturaleza no cesa de devorarse y consumirse a sí misma; si queremos adoptar sus procedimientos, ese camino nos conducirá al sadismo más extremo. El ateo, para ser consecuente con sus ideas, debe realizar la crítica de Dios y cuestionar sin miramientos su fe en la humanidad.

Ninguna religión sirve para todo el mundo, cada una es un reflejo de su tiempo e idiosincrasias. La religión, como exposición de mitos, explica la complejidad de lo humano. Fuimos expulsados del paraíso, el precio que pagamos por ello fue la conciencia del tiempo, es decir, de la muerte. No podemos regresar, no hay vuelta atrás. La religión y el ateísmo no son antónimos.

A decir de Lichtenberg, hay personas que leen mucho para no pensar. Del mismo modo hay quien abraza doctrinas o ideas para tener una explicación fácil de todo. El ateísmo –el mundo sin centro, sin creador, sin finalidad, sin valores universales, sin Mal– debería ser una oportunidad de replantearse todas las nociones que nos rigen, de pensar nuestro presente y devenir. La falta de sentido puede ser estimulante. Implica vivir la vida sin una red de protección. Se vive sin Dios no por carencia o defecto sino para encontrar en esa intemperie la libertad y la realización personal. “El mundo no es respetable –dice Santayana–; es mortal, atormentado, confuso, iluso a perpetuidad; pero está impregnado de belleza, de amor, de destellos de valentía y de risa.”

Las líneas anteriores son apenas algunas notas de lectura entresacadas de Siete tipos de ateísmo, el más reciente libro del filósofo británico John Gray publicado por Sexto Piso. Es un libro que invita a pensar, que refuta nociones establecidas, que cuestiona la comodidad intelectual en la que estamos instalados, que provoca, polemiza y critica el ateísmo contemporáneo que nos da “libertad para no pensar”.

A través de un amplio recorrido intelectual que parte del siglo iv a. C., cuando se creó el monoteísmo, hasta la religión transhumanista que confía, por medio de la tecnología, en trasladar memoria y conciencia humanas a una interfaz cibernética, Gray da cuenta de los diversos modos que ha asumido la crítica a Dios y a la religión. Pasa revista a Sade, Schopenhauer, Nietzsche, Spinoza, Hume, Chestov y Russell sin por ello dejar de lado a escritores como Fiódor Dostoyevski y Joseph Conrad. Vasto recorrido que lleva a Gray a concluir “que el ateísmo contemporáneo es un monoteísmo por otros medios”. ~

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