Desprovisto de su predicado, aún se escucha el viejo conjuro medieval, cuando alguien estornuda. En México se hizo muy frecuente en el año 1918, cuando azotó la influenza española. Todavía entonces, la impregnación religiosa ante el desastre natural era tan grande como la indefensión científica. En nuestro tiempo, sin detrimento de la fe, la medicina ha hecho grandes progresos, incluso en México donde diversas campañas han combatido y aun erradicado males como la fiebre amarilla o la polio. En estos días de guardar, vale la pena leer algunos testimonios históricos sobre epidemias. Todos ayudan a poner en perspectiva y proporción nuestro difícil trance. Algunos valen para reconocer que, en esta ocasión, sociedad, medios, gobierno federal y gobierno del Distrito Federal han estado a la altura de las circunstancias. Y, en el ejemplo final, sirven para comprobar los extremos inhumanos a que puede llegar la pasión política.
El “Catarro pestilencial” de 1450
… y resfrió de tal manera la tierra que hubo un catarro pestilencial con que murieron muchas gentes, y en especial la gente mayor; y los tres años siguientes se perdieron todas las sementeras y frutos de la tierra, en tal conformidad que pereció la mayor parte de la gente, y en el siguiente de 1454 a los principios de él hubo un eclipse muy grande de sol, y luego se aumentó más la enfermedad, y moría tanta gente que parecía que no había de quedar persona alguna, según era la calamidad que sobre esta tierra había venido, y la hambre era tan excesiva que muchos vendieron a sus hijos a trueque de maíz en las provincias de Totonapan, en donde no corrió esta calamidad; y los de aquellas provincias, como eran tan grandes idólatras, todos los esclavos que compraban los sacrificaban a sus dioses, pareciéndoles que los tenían propicios para que no corriese la misma calamidad en su tierra.
Fernando de Alva Ixtlixóchitl. Obras históricas, Vol. 2, “Historia de la Nación Chichimeca”, México 1892. Secretaría de Fomento, pp. 205-6.
La llegada de la viruela en 1520
… la cual enfermedad nunca en esta tierra se había visto, y a esta sazón estaba esta Nueva España en extremo muy llena de gente; y como las viruelas se comenzasen a pegar a los indios, fue entre ellos tan grande enfermedad y pestilencia en toda la tierra, que en las más provincias murió más de la mitad de la gente y en otras poca menos; porque como los indios no sabían el remedio para las viruelas, antes como tienen muy de costumbre, sanos y enfermos, el bañarse a menudo, y como no lo dejasen de hacer morían como chinches a montones. Murieron también muchos de hambre, porque como todos enfermaron de golpe, no se podían curar los unos a los otros, ni había quien les diese pan ni otra cosa ninguna. Y en muchas partes aconteció morir todos los de una casa; y porque no podían enterrar tantos como morían para remediar el mal olor que salía de los cuerpos muertos, echábanles las casas encima, de manera que su casa era su sepultura.
Fray Toribio de Benavente (Motolinía). Historia de los indios de la Nueva España. Edición de Georges Baudot. Madrid, 1985. Clásicos Castalia, p. 116.
El “Cocoliztli” de 1545 y 1576
… la causa que yo he visto con mis ojos es que la pestilencia de agora ha treinta años, por no haver quien supiesse sangrar ni administrar las medicinas como conviene, murieron los más que murieron, y de hambre. Y en está pestilencia presente acontece lo mismo, y en todas las que se ofrecieren será lo mismo, hasta que se acaben. Y si se huviera tenido atención y advertencia a que estos indios huvieran sido instruidos en la gramática, lógica y philosophía natural, y medicina, pudieran haver socorrido muchos de los que han muerto, porque en está ciudad de México vemos por nuestros ojos que aquellos que acuden a sangrarlos y purgarlos como conviene, y con tiempo, sanan, y demás mueren.
Fray Bernardino de Sahagún. Historia general de las cosas de Nueva España. Tomo II. Libro décimo. Cap. XXVII. Edición electrónica en “Crónicas de América”, revista digital ArteHistoria, Junta de Castilla y León.
El cólera de 1833
Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilio; las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad, de médicos, sacerdotes y casas de caridad; las boticas apretadas de gente, los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos en cruz y derramando lágrimas… A gran distancia el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de cadáveres… Los panteones de Santiago Tlatelolco, San Lázaro, el Caballete y otros, rebosaban en cadáveres: de los accesos de terror, de los alaridos de duelo se pasaba en aquellos lugares a las alegrías locas y a las escenas de escandalosa orgía interrumpida por cantos lúgubres y por ceremonias religiosas… En el interior de las casas todo eran fumigaciones, riegos de vinagre y cloruro, calabazas con vinagre detrás de las puertas, la cazuela solitaria del arroz y la parrilla en el brasero, y frente a los santos, velas encendidas…
Guillermo Prieto. Memorias de mis tiempos. México, 1985. Porrúa, p. 41.
La influenza en Morelos en 1918
La influenza española, que corría por el mundo en estos meses, apareció en la ciudad de México a principios de octubre y se propagó inmediatamente por el sur. Existían perfectas condiciones para una epidemia, la fatiga prolongada, las dietas de hambre, el agua mala, los continuos traslados. En las montañas donde se encontraban los campesinos más pobres y donde muchos jefes tenían sus campamentos, el duro frío invernal quebrantó la salud de miles de hombres. En los pueblos y ciudades los cadáveres se acumulaban más rápidamente de lo que se los podía enterrar. En diciembre, no había en Cuautla más de 150 a 200 civiles. Cuernavaca era un refugio de menos de 5000. En el campo, en chozas hechas a la carrera, hombres, mujeres y niños se estremecían de fiebre durante días, sin medicinas o alimentos, hasta que morían unos tras otros. Supervivientes avisados abandonaron a sus muertos y huyeron hacia Guerrero, a climas mejores del sur del río Balsas. Patrullas federales descubrieron pueblos enteros abandonados literalmente a “la paz de los sepulcros”. En la ciudad de México, los carrancistas se alegraron macabramente de estas noticias. “La influenza española -proclamó el encabezado de un periódico- continúa su obra pacificadora en Morelos”.
John Womack. Zapata y la Revolución Mexicana. México, 1979. Siglo XXI Editores. p. 306.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.