Hace unos días, en el metro, escuchaba una conversación entre dos oficinistas que regresaban del trabajo. Hablaban de las elecciones, la crisis financiera, en fin, de los temas que han estado en boca de todos en estas últimas semanas. “Happy voting!”, le dijo uno al otro, cuando se despidieron en la estación de Times Square. ¿“Happy voting”? ¿Como “happy Haloween” o “happy Valentines”? Sin duda los gringos son, hasta en materia de cultura política o sobre todo en ésta, bastante sensibleros. Hay una emotividad, un optimismo, un “it’s soooo amazing” que parece exacerbado -como si hablaran siempre con mayúsculas.
Pero pensándolo dos veces, qué feliz evento hubiera sido poder ir a la urnas el pasado 4 de noviembre. Qué ganas de haber sido gringo, por una vez en la vida, y haberle dicho a alguien “Happy voting day”. Y es que todos, de alguna manera, nos sentimos dueños del derecho irrevocable a la participación en la vida política de aquel país -nuestra muy particular forma de reciprocidad, quizás. Conmueve y desconcierta pensar en las filas que se hicieron en Nairobi para simular una elección paralela: Kenya con Obama.
Supongo que pocas veces, en la vida de un individuo, se tiene la sensación de estar participando en un momento que, mientras está sucediendo, se está volviendo historia. Tal vez hubo un sentimiento similar en 1994, durante las elecciones presidenciales en Sudáfrica. Pero pocos días como aquél y como el pasado 4 de noviembre. Algo pasó y no como pasa un tren o una tarde y ni mucho menos un cambio de milenio. No es sólo que hayan votado más personas en esta elección que nunca antes en la historia electoral estadounidense, ni que varios estados típicamente republicanos hayan votado por los demócratas, y ni siquiera que Obama haya convencido al 78% de los jóvenes electores entre 18 y 25 de votar por él. Barack Obama volteó de cabeza el mapa electoral de Estados Unidos, sí, pero hizo algo más. Hizo algo que transformó la cara de este país.
Hacia la medianoche del día de la elección, caminando por las calles de Harlem, un adolescente que gritaba “There’s a nigga in the White-house!”, me preguntó si había votado.
-No -le dije- soy mexicana.
-Ya verás en diez años -me dijo-, el Presidente se va a llamar “Mr. Rodriguez”.
Puede ser. Acaso fuimos presa de la euforia masiva y estas palabras sonarán, pasados unos días, tan vacuas como me habían parecido las de los oficinistas en el metro. O tal vez me estoy happily agringando. Sea como sea, en la noche de la elección las calles de Harlem fueron eso: presente haciéndose historia.
La calle 125, que desde hace algunos años marca la división entre el barrio estudiantil mayoritariamente blanco y adinerado de la Universidad de Columbia, y el Harlem del Apollo Theater, de los Black Panthers, o de la actual sede de la organización demócrata, se convirtió en el melting pot que siempre ostenta Nueva York pero que rara vez alcanza realmente a ser. Caminando por esta calle entre las hordas -blancos, negros, mulatos, latinos, algún asiático-, se tenía la sensación de andar entre las páginas de la historia. Uno no podía dejar de pensar que, en ese momento, Estados Unidos se estaba convirtiendo en aquella imagen que tiene de sí mismo -en su American dream. Más aún, estaba representando, para sí mismo y para el mundo, el espectáculo de su identidad. Estados Unidos, con una aptitud admirable para renovarse, para recuperar toda esa vitalidad, se reconcilió plenamente con su propia imagen y con su manera de estar en el mundo. Y caminando por la calle 125, daba gusto, aunque fuera sólo por un día, sentirse partícipe de la vida política de este país; zambullirse en ese río de gente y en las aguas de esta isla. Pensar, con Walt Whitman:
I too walk’d the streets of Manhattan island, and bathed in the
waters around it,
I too felt the curious abrupt questionings stir within me,
In the day among crowds of people sometimes they came upon me,
In my walks home late at night or as I lay in my bed they came upon me,
I too had been struck from the float forever held in solution…
– Valeria Luiselli
es autora del libro de ensayos Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Su novela, Los ingrávidos, aparecerá este año bajo el sello Sexto Piso.