La historia se repite cada domingo: un grupo de jóvenes pasea por los pasillos de un museo. Van con los ojos abiertos y el celular en la mano. Tras ellos, una sombra acecha sin disimulo: es una mujer, un hombre, con traje negro y walkie talkie sintonizado en una frecuencia indescifrable. Está esperando el momento para lanzar su reprimenda: “Tchhhh… el recorrido empieza del otro lado”, “¡está prohibido tomar fotos!” Todos lo conocemos, se trata del custodio, ese guardián de las reglas, el encargado de hacer del regaño parte fundamental de la experiencia al visitar un museo. Como un mantra, casi añoranza, pido que nadie me regañe cada vez que entro a una sala. Casi nunca lo logro.
Mientras la mayoría de los museos mexicanos abrazan como misión la metáfora de “acercar al visitante al arte”, en sentido opuesto, los custodios se encargan de alejarlo. Aún cuando la normativa de seguridad del Instituto Nacional de Antropología e Historia estipula que la labor del personal referido es “coadyuvar a prevenir el robo, sustracción y tráfico ilícito del patrimonio cultural” y, en concreto, vigilar que el público usuario cumpla con las normas generales de seguridad establecidas por cada recinto (los famosos NO: “no fumar, no tocar, no flash, no alimentos, no bultos, etc.”), lo cierto es que en los museos adscritos a esta y otras instituciones, los vigías del arte se han convertido en guardianes de reglas absurdas y menos de las obras exhibidas: Mario Flores, ilustrador, desató la ira de uno de ellos en el ex Convento de Santo Domingo en Oaxaca, porque sin rebasar con los pies la línea permitida, alargó el cuello para mirar un detalle. Por soplarle a los móviles de Alexander Calder expuestos en el Museo Jumex, el arquitecto Jesús Ortega fue reprendido, aún cuando el título de la exposición, “Calder: derechos de la danza”, sugiriera contemplar el movimiento de dichos objetos. Cuando la astrónoma Miriam Carrillo visitaba el Museo Regional de Historia de Aguascalientes y besó a su pareja, el guardia de la sala la encaró para recordarle que “esas cosas no se hacen en un museo”. Las anécdotas siguen acumulándose.
En algunos museos de otros países, la figura del custodio es parte importante de la experiencia durante el recorrido, pues ellos son, la mayor de las veces, el primer rostro de contacto entre la institución y el público, el puente entre los que visitan y lo que se expone. En el Museo del Prado en Madrid, por ejemplo, al apenas sostener la mirada unos segundos de más sobre lo exhibido, la silueta de traje y walkie talkie se acerca amablemente para ofrecer información adicional sobre la obra. Desafiando la idea de que el museo es un entorno sacralizado, el artista británico Tino Sehgal ha jugado con esta figura colocándola como sujeto y elemento capaz de generar situaciones que vinculan al arte con una vivencia dentro de la sala: en algunos de sus performances, custodios (reales y actuados) se besan entre sí, gritan o danzan interactuando con los visitantes; existen también otros proyectos que han documentado la vida de este habitante del museo para reflexionar sobre su labor. Sin embargo, este tipo de interacciones son poco usuales en México, en donde si bien existen todavía algunos guardias excepcionales, la apatía parece ser característica principal del gremio: cuando no vigilan, se mimetizan con el muro, se vuelven parte de la museografía: pocos leen, las de más edad tejen, la mayoría se entrega a las redes del internet desde un teléfono. Todos conversan entre sí, pero casi nunca con el público.
Frente a este panorama, resulta pertinente cuestionar su existencia.[1] En el Museo Nacional de Antropología, el recinto más visitado del país, esta figura está en extinción: los guardianes del pasado prehispánico han sido sustituidos por policía auxiliar del Gobierno del Distrito Federal cuya única labor es la vigilancia. Para aclarar cualquier duda hay que referirse al módulo de atención de la entrada aunque lo más recomendable, comenta uno de ellos, es “rentar una audioguía”. Resultado: las escenas que se observan en cualquier sala incluyen a turistas que deambulan como zoombies obedeciendo lo que sus audífonos dictan. Junto a este acontecimiento, es necesario preguntarse por qué el museo contribuye a que la figura del policía, una fuerza de seguridad, se convierta en presencia recurrente de la vida cotidiana incorporándola en sus salas.
En los custodios se ha depositado una fracción de la desidia que hoy se mantiene hacia los museos y esto no es culpa de ellos sino de la propias instituciones, en las que recae la responsabilidad de capacitar constantemente al personal para atender al público en lugar de regañarlo. Es también notable una falta de valoración hacia este personaje, el que labora los fines de semana con el salario más castigado y el que, seguramente, como una cámara de vigilancia humana, ha registrado los movimientos y las reacciones de generaciones enteras de visitantes frente a lo que se expone. No se trata de replicar el “Día para abrazar a un trabajador de museo” cada 29 de julio, ni de convertir las salas en aulas Montessori, sino de considerar que en ésta figura hay un repositorio de vivencias acumuladas dentro de los museos que bien podría ser aprovechado por las instituciones en su propio beneficio y en el de los asistentes.[2] El custodio es como el viejo de la tribu: un sabio que ha visto mucho y merece compartir su experiencia. Lo interesante sería escuchar sus historias, no sus regaños.
[1]De acuerdo con información proporcionada por el INAH, la institución cuenta con 1270 custodios (se incluyen en la cifra custodios de museos, zonas arqueológicas y los encargados de la vigilancia nocturna), en tanto que el INBA reporta 149 plazas asignadas para esta labor.
[2]Por ejemplo, la muestra “No tocar, por favor” presentada en el museo español Artium en 2013, en la que se rescataban y exhibían los reportes de sala realizados por los guardias del recinto.
Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.