Lo primero es lo más obvio: para mí es fundamental sentir que ha sido para ellos un pésimo negocio mi estancia en su buffet. En el buffet me transformo en una suerte de artista moderno —en un performancero—, pero en lugar de embadurnarme plumas desnudo arriba de un escenario y cacarear sobre una lata de Consomate de pollo, sencillamente les hago pagar caro el precio de su osadía. De su abierto desafío.
Mi plan es perfecto, ya que se basa en la ley del buffet: coma usted todo lo que quiera. Con esto quiero decir que no me robo la comida para el día siguiente, ni me guardo fruta para la noche, ni cometo la insensibilidad de invitar a alguien para pasarle a escondidas —lo he visto, oh, sí que lo he visto— la comida, con la excusa de que el acompañante sólo va a tomarse un cafecito. Eso es como ser carterista en el metro. Lo mío con los buffets se mueve en otra escala. Yo me precio de ser un profesional. Además, respeto las leyes del buffet, su paradigma básico (coma usted cuanto quiera), como no hace casi ninguno de mis compatriotas en ninguna de nuestras leyes. No estafo, simplemente exacerbo sus contradicciones internas.
Primera y única regla: revisa bien el buffet. No una miradita rápida mientras vas escogiendo algunas entradas y primeros platos. NO. Me refiero a una revisión exhaustiva de todo el buffet. La idea de esta mirada cabal es detectar sus puntos débiles —todo buffet los tiene, aunque el buffet de comida mexicana del Dennys es impenetrable, ya que está basado íntegramente en la tortilla y sus precios siguen subsidiados, pese a todo.
Una vez detectado el punto débil, que suele estar en las fuentes de mariscos, quesos y carnes frías, hay que atacar sin piedad. Una verdadera guerra relámpago. Claro que todo buffet que se precie, suele tomar medidas defensivas. No son tontos. Así, ponen los camarones gigantes en platos amplios, uno por uno, o máximo por parejitas, sobre una base de ensalada de aguacate o mayonesa, de tal suerte que al comensal (en mi caso atacante) le dé vergüenza servirse más de uno. Pese a que suelo ser tímido, cohibido y reservado, frente a las fuentes esto no me pasa. Sencillamente me sirvo 17 camarones de golpe, en un solo plato, sin ensalada ni adornos y me los como de inmediato, sin mover las cejas y sin sentarme en mi mesa. Cueste lo que cueste el buffet, ya vas ganado y la guerra apenas ha comenzado. A veces me entran remordimientos y suplico en silencio que guarden el Camembert para que no quiebren hoy mismo.
Incluso en algún momento, llegué a acariciar la idea de fundar una asociación de “Amigos del buffet”, o algo así. Una cosa informal, se entiende, entre cuates, sin notarios ni papeleo, pero seria y escrupulosa al mismo tiempo. Mi idea era convocar a los amigos más afines, y proponerles el plan de dedicar los domingos al mediodía, cuando la ciudad es un hervidero de buffetes de todos los gustos y bolsillos, a esta labor propedéutica. Pero luego que lo piensas un poco, descubres lo difícil de toda empresa humana en equipo: reunirlos, explicarles la naturaleza del proyecto, redactar los estatutos básicos. Imposible. Además, mis verdaderos amigos son demasiado energúmenos para entender la sutil mecánica que me anima. Se trata de destruir todo lo que huela a buffet, pero sin trampas ni exabruptos. Es un combate más con la idea platónica del buffet, que con un buffet concreto u otro, aunque con todos y cada uno haya que ser implacables. No sé si me explico. La sesión inaugural debería haber sido en el buffet del Camino Real, sin duda. La razón es simple y se deletrea así: Camboya, Angola, Vietnam, Indonesia, Afganistán, Ruanda: caviar. Caray, la imagen de cuatro o cinco artistas devorándolo como si fueran frijoles charros, a cucharadas, sería épica, pero quimérica. Por ello me conformo con mis frecuentes aportaciones personales.
Después de los de comida mexicana, los buffets más difíciles de doblegar, de vencer, de sacrificar, son los de desayunos. Por una doble razón, la disposición anímica hacia la comida es menor que al mediodía o la noche y el tipo de alimentos que suelen ser considerados aptos para desayunar son más baratos y comunes. De los tres estamentos que componen la pirámide social del buffete, la nobleza habita las barras nocturnas, con sus oropeles a la plancha y sus blasones en vinagre, ahí donde te los chingas porque te los chingas; la burguesía está al mediodía, a la hora de la comida, donde hay que atacar los puntos débiles sin miramientos. El peladaje está en los desayunos, la base de la pirámide. La doble clave. Por una parte, hay que comportarse como si uno no estuviera desayunando. Nada de chilaquiles con pollo, ni tamales, ni pan dulce. Jugos a litro, mimosas hasta caer de borracho, fruta cara, como uvas y cerezas –en realidad suelen adornar las bandejas de papaya y sandía— y en general todo lo que esté como de relleno en la idea común que uno tiene del desayuno. Ese es su punto débil. Cébate sin culpas. Y que otros paguen los platos rotos, que también se vale si el buffet no te deja más alternativas.
– Ricardo Cayuela Gally
(ciudad de México, 1969) ensayista.