Leyendas doradas

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La religión, siendo Italia lo que es, ha dado a su cine una parte sustancial de su mayor gloria. No es menor la lograda por cineastas antirreligiosos: Bellocchio, Carmelo Bene, Moretti, Bertolucci. Hablamos, naturalmente, de la religión verdadera (como la llamaba el ateo Buñuel), la católica, siempre allí alimentada no solo por la raigambre de la fe sino por el anatema vaticano. Rosellini, De Sica, Fellini, Ermano Olmi, por citar los mejores. Pero el catolicismo fílmico italiano se renueva con talento, como el que brilla en la reciente parábola de Matteo Garrone Dogman, historia de un santón laico con maneras franciscanas y devoción a la cruz que lleva a cuestas (alegóricamente) al final, después de haber sufrido escarnio y martirio.

Una de las características más elocuentes de Dogman es la fealdad del entorno donde se localiza su reducida acción, un barrio pobre de Castel Volturno, municipalidad con mucha inmigración a poco más de treinta kilómetros de Nápoles: la Italia sin glamour, sin monumentos, sin posibilidades de dolce vita, el país del proletariado en tiempos de crisis que también inspira a Alice Rohrwacher, para mí una de las grandes figuras del cine europeo reciente. Debutó en la ya muy sugestiva Corpo celeste (2011), inédita en España, y pronto fue reconocida y premiada en Cannes con las dos siguientes. Nacida en la ciudad toscana de Fiesole de un padre alemán de formación musical dedicado a la apicultura, Alice, hermana de la magnífica actriz Alba Rohrwacher, que trabaja en todas sus películas, acaba de cumplir 36 años cuando se estrena aquí Lazzaro felice, el tercero de sus apólogos sobre la redención y el poder taumatúrgico de la palabra evangélica. Es también el que da un completo protagonismo a un personaje masculino, después de que en Corpo celeste la conductora de la historia contada fuese Marta, una chica de un pueblo de Reggio Calabria que empieza a hacerse mujer mientras a su lado los sacerdotes exacerban sus prédicas o dejan de creer, y en El país de las maravillas (Le Meraviglie, 2015) otra niña apenas púber descubre en un muchacho delincuente y extranjero al que protege la complicidad del silencio y la compañía que puede dar el cuerpo intocado.

“Lázaro, siempre mirando al infinito”, dicen del protagonista en la primera escena del nuevo filme, que es de los tres de Rohrwacher el más fabuloso. El joven tiene una “santidad menor”, como lo definió la propia directora: no hace milagros ni dispone de poderes sobrenaturales. Su mirada limpia, a veces tontorrona, es la de quien no ve el mal en los otros y por ello es incapaz de hacerlo. Su mundo es el más allá, pero no porque sueñe con el paraíso de los creyentes; su religión es de alcance terreno, asistencial, y el caudal de sus sueños, como el de tantos cristos, budas, mahomas y demás profetas, lo forman los relatos. La condición milagrosa de este Lázaro feliz le llega por la palabra, cuando el Lobo, motivo franciscano, irrumpe en medio del largometraje en una fábula moderna que empieza sin explicaciones y salta en el tiempo con la inconsecuencia pueril de los cuentos de hadas. Ese relato da la impronta de la segunda mitad de la película, en que, en escenas cómicas donde brilla Sergi López con su italiano macarrónico, se refleja el paso del tiempo en décadas (o quizá siglos) que envejecen a los habitantes de la aldea, mientras que Lázaro, puro por su creencia en la fantasía, sigue aniñado y barbilampiño.

La libertad en el uso de la palabra relatada tiene su equivalente fílmico. A la directora no le atraen la lógica ni los continuos narrativos, porque su idioma es el verso libre, lo que da pie, en cada una de las tres películas, a secuencias memorables por su invención y su sorpresa. En la ópera prima, la variada curia romana, del párroco exaltado al obispo mudo, la peripecia de unos gatitos que hay que ahogar y resulta difícil, o un largo episodio de viaje a un pueblo abandonado donde solo quedan un cura y un gran crucifijo que conviene salvar del abandono pero no llegará a su destino salvador. En El país de las maravillas, probablemente llena de alusiones autobiográficas, una Gelsomina menos crédula que la de La Strada de Fellini es la mayor de tres hermanas en un pueblo de la Umbría donde su autoritario padre alemán tiene un pasado político antisistema pero cultiva y vive de la dulzura de los panales en los que trabajan todas las mujeres de la familia. La historia se interrumpe, como le gusta hacer a Rohrwacher, con apuntes maravillosos; la irrupción de un concurso televisivo muy sensacionalista (amadrinado por Monica Bellucci, estupenda de atuendo y de registros) en la humildad no exenta de codicia de los campesinos, la compra de un camello como mascota, la miel que se derrama en un diluvio bíblico recogido con escobillas, la sombra de los antepasados etruscos, y la llegada, en tanto que mensajero de un tiempo nuevo transfronterizo y líquido, de Martín, un niño delincuente al que dan en reinserción las autoridades y nunca habla, pero sabe silbar como los pájaros. La familia apicultora acoge y alimenta a la rara ave que es Martín, pero solo Gelsomina le entiende, le busca cuando se pierde, le toca el cuerpo con la castidad de las vírgenes que conservan aún la necedad de la infancia.

Los pobres de Rohrwacher están en la antípoda de los de Loach. Sufren la explotación como estos pero son menos rígidos y están estilizados por las ganancias simples de la naturaleza en la que viven: los animales domésticos, tan importantes en el cine de esta autora, la comida modesta, la convivencia con los insectos y el clima adverso. Son campesinos, y sufren, según sus propias palabras, “la tragedia que ha devastado a mi país, a saber, el paso de una Edad Media histórica a una edad media humana: el final de la civilización rural, la migración a los límites de la ciudad de miles de personas que no conocían nada de la modernidad”. Ese mundo nuevo, cambiante, al que llegan sus personajes, de manera forzosa en Lazzaro felice, también explota a los menos favorecidos, pero lo hace de un modo más rutilante y seductor. Las superficies de la nueva civilización, abrillantadas por los reclamos del ocio, las campañas de promoción política y la pompa eclesiástica, siempre presentes en las tres películas. Bajo ellas, si se busca bien con la imaginación, ha de encontrarse, quiere decirnos Alice Rohrwacher, el alma de una religión humana, hecha de apego más que de caridad. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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