Podemos exhibe la indignación de los teóricos. Cátedra hecha arenga. Furia transformada en ponencia. El humor y la soltura del discurso, el notable talento polémico de sus líderes no esconde el arsenal de citas y referencias académicas que asientan el proyecto. Los politólogos dejan de denunciar a los partidos para hacerse de uno. Una organización nacida de la universidad como extensión de una teoría.
La semilla de Podemos puede encontrarse en un libro publicado hace treinta años. El Muro seguía en pie pero dos teóricos de la Universidad de Essex advertían que el proyecto de la igualdad ya era cascajo. Para Ernesto Laclau y Chantal Mouffe la estrategia socialista tenía que ser pensada de nuevo. Radicalizar la democracia escapando no solamente de la lógica revolucionaria sino también del arreglo socialdemócrata. Describían su proyecto intelectual como posmarxista y subrayaban: trascender el marxismo alimentándose de él. Escapar del marxismo para honrarlo.
La clave se escondía en los cuadernos de Antonio Gramsci. Escritas para burlar a sus captores, las libretas de prisión bordaban un concepto que rompía el libreto de Marx. Para el proyecto libertario era necesario menos Marx y más Maquiavelo. Si el Manifiesto pretendía descifrar el motor de la historia, los Cuadernos reconstituían el misterio. La historia se abría a la voluntad política. No tenía un libreto claro porque sus personajes van formando cuerpo en el teatro mismo. La clase no es destino, es apenas posibilidad. Es la política la que esculpe y deshace a los agentes sociales. Las clases económicas no son los agentes exclusivos del conflicto, los protagonistas solitarios del tiempo humano. Rompiendo el hermetismo del cuento marxista, Gramsci le da la bienvenida a la imaginación de las identidades. El adhesivo de la voluntad colectiva era más cultural que económico. La revolución –Gramsci no era, por supuesto, un reformista– era la proeza de la ideología.
Laclau y Mouffe encuentran ahí la erupción de una nueva lógica. La política es guerra por el sentido. Batalla por la definición del nosotros, pugna por la descripción del presente. Libre ya de una filosofía de la historia, el posmarxismo entendió que no hay libro que resuelva esas contiendas. En las contingencias de la política y solo ahí se despejan las incógnitas sobre el rumbo de la historia. Una cosa les resulta clara: el socialismo debe terminar con la ofuscación proletaria. Lejos de venerar a la clase obrera como ese sujeto ontológicamente privilegiado que posee la llave del futuro, debe entrelazar intereses dispersos para formar una voluntad popular. La puesta en duda del protagonismo de la clase no era una aportación particularmente novedosa. El cambio radica en el desplazamiento de la política al discurso. El territorio de la política se ubica en las palabras y en los símbolos y es ahí donde ha de librarse la lucha de la izquierda. Nuestra tarea, concluían los autores, es ganar el juego de la hegemonía. Frente al liberalismo conservador que ha sellado la imaginación y que decretaría incluso el fin de la historia, la izquierda ha de redefinir lo posible. Si la política es la batalla de los significados, debe definir la circunstancia, reconstruir su identidad y la de su enemigo e imponerse en la guerra de los símbolos.
Veinte años después de aquel denso libro académico, Ernesto Laclau daba el siguiente paso. Abandonaba la bandera como un lastre del siglo XIX para abrazar el populismo, donde veía la verdadera catapulta de emancipación. En la lógica populista encontraba la ruta de la izquierda. Pensar sin las categorías tradicionales abría un campo nuevo. Laclau rescataba la palabra maldita, la limpiaba, la pulía. La arrebataba del campo contrario para apropiársela, orgullosamente. El populismo, argumentaría el teórico argentino, no es demagogia, es el tallado exitoso del pueblo como sujeto político: imaginación convertida en energía motriz. El populismo aparece como la improbable fusión de los grupos más diversos que se identifican en la exclusión. Se trata de una filiación simbólica, intensa y belicosa. La lógica populista rompe la compleja diversidad del pluralismo en una dicotomía elemental: el Pueblo contra la élite. El populismo traza un nuevo dibujo del mundo, una pintura que perfila una disyuntiva dramática frente a la cual no hay negociación posible.
El populismo de Laclau imprime otro significado a la democracia: no es ese régimen aburrido que suma periódicamente votos para instaurar gobiernos. No es la maquinaria de los equilibrios. No es la deliberación que se esmera por hallar el punto de la conciliación. La democracia a la que califica de radical asume a plenitud el conflicto, la pasión, la enemistad. El conflicto no es para el populista un ogro a domesticar sino, por el contrario, la energía que ha de ser liberada. El oxígeno de la política es el antagonismo. Por ello la izquierda ha de cabalgar en el conflicto.
El otro es simbólicamente arrebatado de derechos. No es quien tiene ideas distintas, intereses contrarios a los nuestros: es el enemigo, el antipueblo. Así en la oposición como en el gobierno, el populismo trata al otro como el tumor que debe ser extirpado. El antiliberalismo de Carl Schmitt, el abogado del nazismo, ha sido crucial en esta rehabilitación del odio como virtud. Sin encono no hay movilización posible. Ser es oponerse. Todo sujeto político es definido por su antagonista. Las raíces schmittianas del nuevo populismo van, desde luego, más allá de este elogio del conflicto binario. El nuevo populismo hace suyo el reproche integral de Schmitt al liberalismo. De ahí viene el rechazo a las complejidades del pluralismo, el homenaje a las pasiones, el desprecio de los ámbitos de neutralidad, la resistencia a los trámites institucionales, la exaltación de los caudillos, el vocabulario épico.
Desde el nombre del club, Podemos rescata la voluntad en tiempos de resignación. Podemos: capacidad de lograr lo que ha sido decretado como impensable. Mientras los consensos técnicos resguardan un territorio sagrado, incuestionable, el populismo redime el poder de la voluntad. En esta subversión reside el encanto del chavismo en el que los líderes de Podemos se han formado: una revolución que revienta los parámetros de la racionalidad convencional. Los insultos son el ejercicio de la batalla discursiva; la persecución a los opositores muestra la marcha digna de un pueblo. En la escuela del chavismo, Podemos encuentra la política como el absolutismo de la voluntad. La aritmética es capricho de los egoístas; la ley es un obstáculo al deseo; la mesura, cobardía de indecisos. La economía, creía Perón, era el chicle más elástico del mundo. Ahí desembocan las alucinaciones teóricas del populismo que tan frecuentemente se han probado en América Latina: para terminar la carestía hay que decretar, con un discurso vehemente, el precio justo. Para terminar con la inflación, basta con prohibir el alza de los precios. Bien podría el congreso popular derogar aquella antipática ley de la oferta y la demanda.
Los politólogos que encabezan Podemos buscan reencender la política. Mientras el liberalismo defenderá la dignidad de la opción privada, el derecho a acceder a la política o sustraerse de su influjo, los populistas identifican los placeres privados como una traición a lo público. En la modernidad ven nuestra caída. La fábula hobbesiana de nuestra hostilidad innata, el egoísmo de los hombres en la posición originaria de John Rawls no son más que coartadas del cinismo. El cuidado del individuo frente al clan, el respeto a sus opciones vitales son vistos como tretas del privilegio y el abuso.
La configuración de una identidad popular supone para Podemos escapar de la disyuntiva de izquierda y derecha. Nuestro punto de partida, dice Pablo Iglesias en un ensayo publicado por New Left Review, es el fracaso histórico de la izquierda en el siglo XX. La izquierda se perdió por el extravío comunista y la corrupción socialdemócrata. No se trata de recuperar, como pensaba Tony Judt en sus últimos escritos, los orgullos del socialismo democrático sino de aprender de Hugo Chávez y de Evo Morales, los campeones de la lucha antineoliberal. Se trata, a su juicio, de escapar de la prisión del centrismo que se ha apoderado de la política europea. Coincidencia de todos los partidos en la misma política económica, rechazo a la capacidad de la democracia de regir una economía ingobernable.
El populismo es también, naturalmente, una reinterpretación del pasado. El camino de la transición española, modelo para tantos procesos democratizadores en el mundo, es cuestionado como una farsa: nuevas instituciones y nuevas prácticas que, sin embargo, dejaron intocadas a las élites del franquismo. Un pacto de silencio que funda la democracia en una mentira. Exhausto, el régimen no necesita reforma sino refundación. El sueño del nuevo comienzo, la ilusión del primer día democrático aparece constantemente en el discurso. Es coherente con el carácter binario de su radicalismo: en lugar de convivir con las reglas de ayer, rehacerlas a su medida.
La pujanza belicosa de Podemos desemboca curiosamente en prédica. La decencia es la virtud exclusiva de los indignados. El cinismo, un vicio irredimible de la casta. En el cuadro del presente, no cabe por supuesto la convivencia.
Oligarquía, imperio, mafia, casta. Los de arriba. El populismo vive gracias a la repulsión que generan estos monstruos. Podemos se ofrece como la voz a la indignación contra la clase dominante compuesta de políticos, empresarios y medios. No hay duda de que la dicotomía del nosotros contra ustedes encuentra buen clima cuando la política no ofrece alternativas, cuando izquierda y derecha se alternan el poder sin cambiar nada, cuando la corrupción campea, cuando la crisis deja sin trabajo y casa a millones. El populismo aparece como el mejor síntoma del malestar democrático. De la misma manera en que Claude Lefort vio al totalitarismo como la sombra que delineaba la naturaleza de la democracia, así el populismo retrata la crisis de las democracias liberales. Democracias inertes y sometidas, democracias distantes y sucias. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).