Que este año el premio Alfonso Reyes y en 2009 el Octavio Paz hayan sido adjudicados a Ida Vitale son actos que tienen la doble virtud de obedecer a la justicia poética y a la justicia histórica. Entiendo que ningún poeta escribe sin fiar en la justicia poética. Se llame Alfonso Reyes, Octavio Paz o Ida Vitale, el poeta fía en que la poesía, su poesía, en su tentativa siempre arriesgada, acabe por expresar una vida que sueña con algo más allá de ella misma. Reyes con su generoso servicio público que se transforma en indagación introspectiva, Paz con su nostalgia de un instante que fue y que ya no será más, y Vitale con su afán por sellar con un estilo su propio carácter, atraviesan un territorio de fuego confiando en que la poesía, esfera cuyo centro –como se sabe– está en todas partes y la circunferencia en ninguna, algo contribuya al discernimiento de la realidad misteriosa del mundo.
Ida Vitale, desde hace cuarenta años, cuando llegó a México por vez primera en 1974, logró inmiscuirse en el mapa literario doméstico con paso paciente y seguro. Su voz, en la que la palabra se nutre de sus propios jugos y en donde el poema es “cosa íntima y escondida”, fue sembrando unos trazos y desprendiendo un aura que acabaron por cuajar en una presencia lírica. No es aventurado apuntar que esta interacción y este acoplamiento fueron aupados por la conciencia de pertenecer a una misma unidad de raíces iberoamericanas. Recordemos que tal unidad fue central en Reyes y capital en Paz; en el caso de Vitale es una unidad de entraña espectral que se traduce más en los silencios elocuentes que en las declaraciones explícitas. Una unidad que, en su caso, goza en el vigilante cultivo de il ben dell’intelletto como suprema culminación artística.
Otra vez de forma complementaria, cabe argumentar que el carácter transterritorial que marca a la literatura mexicana en buena parte de su trayecto (y que tan fecundo se presenta en gran parte de la obra de Reyes y de Paz), y del que se desprende que el nombre de un poeta ya no informa más a un individuo que pertenece a un lugar de nacimiento y con él porta una residencia legal, sino a esa persona dramática que se inventa para sí el poeta, juega un papel decisivo en la trama de relaciones que aquí se sugiere. Y a este carácter transterritorial, que vuelve a una ancha zona de la poesía de Vitale en una no man’s land gobernada por el solo imperio de la sensibilidad, hay que sumar (porque contribuyen a delinearlo) aquellas vertientes suyas que son parte de su personal continuum creador: sus notas y ensayos, sus traducciones, sus piezas en prosa. También como en los casos de Reyes y de Paz, en Vitale se verifica que su estatura como escritora supera airosa la prueba, siempre peliaguda, del salto de la poesía a la prosa. Aquí, en este requiebro afirmativo, nadie puede negar tampoco que tan importante como la poesía es, en estos tres autores, la narrativa. Es posible detectar en ello una ampliación y prolongación intelectual que, en cada uno y mediante una alumbradora claridad expositiva, busca una especie de totalidad abarcadora. Si en Reyes aparece un incesante repertorio puesto por escrito que aspira a registrar casi maniáticamente cuanto se le pasa por delante, en Paz asoma un insomne propósito por apoderarse de lo humano y lo divino, mientras que en Vitale todo se vuelca, introspectivamente, en una curiosa inquisición escritural.
Ni Reyes ni Paz ni Vitale creen en la conquista definitiva de esa esfera esquiva que es la poesía: una certeza semejante los habría conducido al silencio de Rimbaud, al balbuceo de Hölderlin o a la insania de Artaud. Han perseverado los tres: en esta resonancia o en aquella vibración entregaron un síntoma y revelaron un testimonio. Me importa señalar, al cabo de estas líneas apresuradas, un último rasgo que valida y destaca las trayectorias de Reyes, Paz y Vitale, y que, si bien se lee, implica el cumplimiento de la justicia histórica de la que hablé al comienzo. Entiendo que en estas tres figuras sobresale no solo una poesía tenida como ejercicio sin fin sino una ilustración de lo que derechamente corresponde llamar una decencia. En efecto, los tres han porfiado en su apego a una verdad interior, a una íntima honestidad. Se trata de poetas que, para decirlo de modo breve, en su lucha contra el destino y a favor de la justicia poética, han afirmado sus convicciones y, de paso, la integridad de sus imaginaciones. No es poca cosa: la virtud primera de la poesía como documento contemporáneo encuentra su piedra de toque en ser fiel a la de sinceridad. Situados entre la vorágine de las innumerables devotio modernas (la política, las ideologías, las vanguardias), la poesía es en ellos la expresión de un interés intelectual y emocional que procura, aquí y también allá, un vínculo ejemplar –moral, sí– con la realidad. Como sus lectores, podemos comprobar que el efecto de ese pathos es promover, aunque sea momentáneamente, un alumbramiento que nos permita vislumbrar a nosotros, los mortales, un camino de depuración y quizás, también, un anhelo de infinito. ~
(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).