Cinco mujeres ocupan el centro de la escena: la madre y sus cuatro hijas, quizá frente a una chimenea con el fuego vivísimo, puede que también con algún libro grueso sobre algún regazo. Las mujeres, a las que han pintado con ropas humildes y gesto sonriente, forman una estampa amable. Hasta ahí, los falsos lugares comunes en torno a la historia sin mácula que nos instala en la memoria el celuloide. Porque nuestro prejuicio sobre Mujercitas no lo ha erigido la historia que cuenta su autora, sino la que se nos contó que contaba: esas cinco mujeres cómodas en la adversidad, pequeñas más allá del diminutivo paternalista, que ha transmitido el cine. Cuando descubrimos el original de Louisa May Alcott, la historia nos sabe amarga y contemporánea, incluso feminista.
Leer Mujercitas sin la posterior censura de los editores –empeñados en no grabar sueños equivocados en las mujeres de la época– permite concebir su escritura como un acto físico: un ejercicio funambulesco en el que Alcott se debate entre las concesiones al gusto de la época y la reivindicación de su papel como autora. Así, de puntillas sobre el alambre, o la supervivencia o el vacío, Alcott debió enfrentarse a la tensión entre la literatura comercial, aquella que le permitiría –según el objetivo que se marcó Jo March– mantener a los suyos, y la ambición literaria; la aspiración de crear una obra perdurable y de subrayar su presencia en la trama, su implicación en cómo se decía lo que se decía. Aunque en muchos instantes Mujercitas se pliega a los valores tradicionales, moraleja incluida, en otros momentos algo se quiebra, y por esa rendija entra el aire y se asoman otros tiempos.
Por esa grieta escapa Jo March, la segunda de las mujercitas, la que acompaña a la vieja y rica tía contándole historias ajenas en voz alta, asegurando que tiene “ganas de aventura” y que va “a salir en busca de alguna”. Jo rechaza el destino que la costumbre le impone, ese que la dicta sumisa y esposa y madre y que la relega a la casa y el matrimonio y la crianza, porque no está dispuesta a negarse a cumplir su sueño: escribir y, con su literatura, ganarse la vida. Esa vida que desea Jo March guarda relación con la vida que protagonizó Louisa May Alcott, que extrajo de su infancia los materiales para construir Mujercitas, y por aquí se asoma otro de los rasgos de la modernidad de la novela: esa presencia de la escritora –y de su labor– en la narración. Aunque Mujercitas no se define autobiográfica, Jo March –al estilo del “Madame Bovary c’est moi” de Flaubert– era realmente Louisa May Alcott. Mujercitas es Alcott: cuenta su historia, la de sus hermanas, la de sus primeros años pataleando ante cuanto se le dictaba. Y como la historia le pertenece, la autora sale, entra y se pasea en la trama y nos recuerda que ella es quien inventa y decide, que su papel no se reduce al instrumento. Abundan las intervenciones en primera persona del singular, los toques de atención al lector; “y a mí me parece que Jo tenía toda la razón”, concluye en uno de los capítulos, apoyando a su sosias.
Jo resume el discurso de Alcott y su fuerza. Muchos se preguntarán qué modernidad –al margen de lo puramente formal– late en una novela protagonizada por cinco ángeles del hogar, por cinco mujeres que permanecen en casa esperando el regreso del marido y del padre, ejerciendo la caridad y dedicándose al cuidado las unas de las otras. Marmee March, la madre, se rebela contra el profesor Davis, que en la escuela castiga con violencia a Amy, la hermana pequeña. “No apruebo los castigos corporales”, anuncia, “y menos aún cuando se trata de niñas”. Marmee mantiene su actitud cuando Meg apoya a Jo en su independencia, que es también la intención de Beth, generosa y amante del piano y la ilustración. También hay un personaje jugosísimo, el vecino Laurie, algo así como una avanzadilla de lo que los posmodernos han bautizado como nueva masculinidad, y que decide fijarse en la mujer más alejada del paradigma de la época: Laurie, cómodo entre las jóvenes March, no elige a la amorosa y bella Meg, sino a Jo, la desmelenada.
Mujercitas tocó ciertos asuntos adelantados a su época, y a la vez se lee hoy interpretándolo cercano a las preocupaciones del siglo XXI. La familia March ha perdido su fortuna y, sobre todo, el estatus que el dinero del padre les brindaba: mientras las hijas mayores trabajan y las pequeñas han aprendido la importancia de no malgastar sus ahorros, la madre busca a amigos ricos para ayudar –corre, en fin, el XIX– a los pobres que ella no puede atender, y todas se escandalizan cuando en los bailes Meg pretende vestir ropas y adornos que las March no se permitirían. “Las muchachas pobres no deben adornarse demasiado”, se queja Jo.
Entre todas las March –entre la madre y las hijas, pues todo cuanto sucede en Mujercitas sucede en función de ellas, y nada interesa si ninguna de ellas ejerce al menos de bisagra– se establece una relación que trasciende el parentesco y se instala en la sororidad; a ella se incorpora Hannah, la criada, que en algún caso sustituye en la toma de decisiones –y en los cuidados– a la madre. En la pelea entre Jo y Amy, la madre y las otras hermanas interceden comprendiendo el enfado de una y suavizando el exceso de otra: ninguna vale más que otra, todas se comprenden, actúan como una sola. Mujercitas, en plural: las hermanas March. La enseñanza valía para el XIX, y mantiene su vigencia y su necesidad siglo y medio más tarde.
Existe una lectura del libro de Alcott que apuesta por el entretenimiento puro, que se centra en la historia emocionante de cinco mujeres solas –una madre, sus cuatro hijas– durante la Guerra de Secesión, que salen adelante con abnegación y buen humor, que crecen y aprenden en soledad la una de las otras. Este libro fluye como la alta novela popular que se pensó: asume con compromiso y dignidad su vocación masiva, trata al lector con respeto, de igual a igual, y teje una historia de formación y descubrimientos, con un puñado de personajes que se quedan con uno.
Sin embargo, también hay otros libros en Mujercitas: el que guía la voz de una adolescente, Jo March, que se resiste a cumplir las normas porque confía en otros caminos, y porque la acompañan otras mujeres –¡y otros hombres!– que también lo creen así; y el que nos muestra a una escritora que experimenta en lo formal –hay autoficción y hay reflexión sobre la escritura y hay metaliteratura e incluso recurre al juego del libro dentro del libro, con la casi paráfrasis del protomanual de autoayuda El proceso del peregrino–, y a una escritora que se arriesgó a pensar de un modo diferente al de su tiempo. Un libro publicado en 1868, adelantado a muchas de sus circunstancias, conservador en muchas otras, más poliédrico de lo que se ha querido ver. ~
Nació en Córdoba en 1985. Ha publicado poemarios-como Chatterton (Visor, 2014)-y cuadernos-Vacaciones (El Gaviero,2004) y un Soplo en el corazón (2 de Agosto, 2007)