Omar comienza junto a un muro, en el que un joven nervioso vigila el paso de vehículos y viandantes; cuando cree que no hay amenaza, el muchacho trepa por la alta pared de piedra y alambrada que separa Israel de Cisjordania; suenan disparos que no hacen blanco en su cuerpo, retrocede, duda, lo intenta de nuevo. El muro no tiene una carga simbólica en la película. Omar, el panadero que lo salta en distintas escenas, esquivando a veces las balas de los soldados, trabaja a un lado de la verja, y su novia Nadia vive en el otro. Hay en sus movimientos de escalador algo de danza ingenua y sentimental que a medida que avanza la trama se hace más astuta, puesto que Omar no solo hornea pan y ama ardiente y púdicamente a Nadia; también lucha con sus amigos del barrio contra el enemigo, y, capturado tras atentar mortalmente contra unos soldados israelíes, sufrirá la cárcel, la tortura y la sospecha de una delación.
La nueva obra de Hany Abu-Hassad, tras su justamente celebrada Paradise Now (2005), explora la misma realidad que aquella con el interesante añadido de la peripecia matrimonial. Abu-Hassad es un palestino nacido en Nazaret (su pasaporte, por tanto, es israelí) pero desde muy joven establecido en Holanda, y si la mayor parte de su filmografía se centra en su territorio de origen, su naturaleza apátrida le da matices y resonancias particulares. El cine que hace es de raíz política, pero su manera de hacerlo es antidiscursiva. El propio director, en unas declaraciones recientes, afirma no ser un nacionalista palestino, “pero somos un pueblo bajo ocupación […] Omar no es una película antiisraelí per se. Simplemente contiene mucha ira, y la ira es buena para el cine.”
La condición del iracundo no le lleva a tropezar en los lastres del maniqueo. Ya en Paradise Now, que trataba la historia de dos terroristas suicidas a los que el suicidio fallido les salva la vida y les abre los ojos, resultaba evidente que, además de estar dotado de un gran talento visual y un poderoso sentido de la narración, Abu-Hassad rehúye el adoctrinamiento y la moralización. En Omar, las torturas y manipulaciones sibilinamente graduadas por el jefe de la inteligencia militar israelí son escalofriantes, pero la contrapartida nunca es el heroísmo o la exaltación de la víctima; el retrato de los palestinos oprimidos también deja espacio para reflejar la vigencia de los caducos códigos patriarcales, el papel secundario, sojuzgado, que en la sociedad islámica radical padecen las mujeres, y el poder absoluto de los dirigentes de Hamás (el nombre no se cita nunca), que en todo momento vigilan, coaccionan, condenan y, si es preciso, matan a sus milicianos desviados. El cineasta no clama por la violencia; la refleja sin miramientos, y en ese sentido tanto Paradise Now como Omar constituyen la radiografía de una situación en la que el rencor y la venganza parecen ya enquistados sin remedio entre ambas comunidades.
Omar y Nadia desean casarse, pero necesitan el permiso del hermano mayor de ella, jefe del clan. El mecanismo nupcial es igual de atosigante aunque más pintoresco en Llenar el vacío, estrenada pocos días después que Omar. Se trata del primer largometraje cinematográfico de Rama Burshtein, nacida en Nueva York, graduada en la Escuela de Cine Sam Spiegel de Jerusalén y durante bastantes años realizadora de películas, a medias entre el documental y la exhortación, dirigidas a las comunidades judaicas ortodoxas. En Llenar el vacío, Burshtein ha salido de ese gueto fílmico para convencidos y, sin tratar de convencer a quienes no estamos por la labor religiosa, relata los pormenores de una boda amañada, de unos lazos de sangre y creencia, de una cerrazón tribal y una observancia del dogma que ahoga a los individuos y relega a las hembras. Se trata de una película intimista desarrollada, a veces monótonamente, en los estrictos límites de una comunidad hasídica de Tel Aviv, fuera de la cual, y eso es un acierto del guion, parece no existir el mundo laico, ni otros seres humanos, ni otro modo de encarar la vida diaria. Como toda incursión en un reducto cerrado y sujeto a códigos, Llenar al vacío tiene el atractivo de sus ritos, sus vestimentas y sus costumbres a ultranza, destacando la secuencia del Purim, fiesta bíblica anual que, tras el ayuno en rememoración del que hicieron los judíos hostigados por el rey persa Asuero, celebra la salvación milagrosa con rezos piadosos y abundante ingesta de bebidas espirituosas; solo los personajes masculinos consumen el alcohol.
Ni Omar ni Llenar el vacío ofrecen esperanza o consuelo. Abu-Hassad habla sin odio del odio que –cuando escribo estas líneas, en una tregua de la operación bélica Margen Protector– ha sembrado la muerte en Gaza, en proporción muy cruelmente descompensada: unas decenas de soldados y dos mil palestinos sacrificados en el rito fundamentalista que Hamás impone a los suyos periódicamente. La cantata de cámara para voces salmódicas compuesta por Burshtein a mí, en tanto que descreído, me produce el mismo espanto que el martirio autoinfligido del joven panadero en aras de una liberación imposible. Pero es muy sugerente que ambas películas tengan a unas adolescentes casaderas como figuras expiatorias. Nadia se casa por militancia con el hombre que no ama; Shira, acobardada por la ortodoxia, se somete voluntariamente al contrato de boda. Y es un brillo de genio en una película más bien tenue que el último plano de Llenar el vacío muestre a Shira, ya unida al marido recién enviudado de su hermana, desorientada en un rincón del cuarto conyugal y con cara de querer hacer preguntas. ¿Qué lugar tienen las mujeres en las guerras santas que los hombres de todas las religiones de libro emprenden entre ellos, sin acordarse de ellas? ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).