1.
También yo escucho murgas.
Concurrí cierto día a una fiesta galáctica.
Estábamos tan en alto
que los helicópteros eran simples vilanos que correteaban allá abajo,
tan lejos que en el vago horizonte
la Torre Latino (así la llamamos)
era una remota espina trunca,
y si sus veinte pisos inferiores no eran visibles,
era a causa de la curva del planeta.
Bien entrada la tarde,
entre jirones de canciones a medias recordadas,
la voz firmada Otilia Figueroa tiró en mi cavidad paleal
del gatillo de una ballesta anterior a la de Guillermo Tell,
más robusta que las antiguas ballestas chinas que plantaban un dardo a
ochocientos metros.
Me atravesó (por dentro) diagonalmente.
Rodé por tierra (dentro, siempre).
Nadie se fijó.
¿Qué decía el pasaje cruel? Decía más o menos:
Marinerito, arría la vela
que está la noche tranquila y serena…
Es decir, algo que cantaba mi madre cuando yo tenía tres años, y sin duda antes,
y que tanto me gustó siempre.
2.
Desde el comedor abierto por tres lados
podía contemplarse la mañana esplendorosa.
Frente a mí, en un plato, había trozos hexaedros
de la fruta que sólo puede comerse a latitud menor que la de Cuernavaca,
y, un poco al nordeste, una taza de café y una dona,
mientras miraba distraído hacia la bahía
sobre cuya superficie trazaba la brisa
un variado tiahuanaco pornográfico.
No había música.
Apenas se oía, muy lejos, el crepitar de cartas de amor despechado
que el sol estaba quemando
con la lumbre de su segundo habano del día.
De pronto, impensable,
el estudio patético de Scriabin,
fuerte, anhelante, fuerte y entero.
Cuando aparté los ojos de mis puños cerrados,
no más música.
En el centro del comedor dos quebrantahuesos dejaban,
sobre una bandeja,
la placenta del día rociada de vodka. ~