Junto con el húngaro György Kurtág (1926) y el estonio Arvo Pärt (1935), a años luz de “los tres tenores” estadounidenses –John Adams (1947), Philip Glass (1937) y Steve Reich (1936)–, la rusa Sofiya Gubaidúlina (1931) es la gran compositora viva de Occidente. Musicólogos y melómanos suelen ignorarla en sus listados ricos en testosterona. La razón es simple: erróneamente señalada como parte de un “minimalismo sacro” (que integrarían el propio Pärt y Henryk Górecki, entre otros), la autora no ofrece consuelos ni conmociones fáciles. Su espiritualidad se aparta de la meditación masiva y del éxtasis que pueda tararearse. “No hay actividad”, asegura ella, “más importante que la recomposición de la integridad espiritual a través de la composición musical”. Tal recomposición dista mucho de la música “religiosa” contemporánea, ligada (que no re-ligada) a una conciencia global sin medias tintas: atea en su servidumbre al trabajo y devota en sus momentos cada vez más breves y temidos de ocio. Tal vez aquellos expertos prefieran argumentar misoginia antes que meterse en honduras, las abisales honduras de Gubaidúlina.
En Las piedras y el arco, Jorge Esquinca relata una curiosa anécdota de la compositora para luego incluirla en el contexto de ciertas tribus urbanas:
Pienso en la niña […] que, como ella misma cuenta, comenzó a componer música atacando directamente las cuerdas del piano. Nada separa esta música de la que ellos [muchachos tatuados con perforaciones, vestidos de negro, “heroicos supervivientes de una época bárbara”], en las cuevas de una ciudad acechante, escuchan, al abrigo de una nueva era del miedo.
Para Esquinca, Gubaidúlina sería un miembro adelantado de The lost boys (o Los muchachos perdidos), película hollywoodense que obsesionó a los nacidos en los sesenta y setenta, y cuya orden secreta consistía en una suma de vampirismo, sexo, rebeldía adolescente y mística californiana de medianoche. (La única diferencia estribaría, claro está, en los géneros musicales: mientras aquellos muchachos caen rendidos ante el rock playero de la Costa Oeste, Gubaidúlina piensa en el heavy metal como materia concreta de los instrumentos de viento y percusión, en el goth como estilo de construcción de sus penumbrosas catedrales sonoras, en el pop como onomatopeya de un estallido: el del silencio.) Desde joven, la compositora sacó canas verdes a los comisarios culturales de la Unión Soviética. Lejos de reconvenirla (lo cual, en su tiempo, era una súplica por su integridad), Shostakóvich le aconsejó seguir en malos pasos y hacer de la desobediencia al realismo socialista –ese credo que asfixió al autor de la Sinfonía Leningrado– la puerta de entrada a su propio e inconfundible estilo.
Pero nadie menos estridente ni más ajeno, incluso, al sarcasmo y la acidez de su maestro que Gubaidúlina. Su rebeldía no la hace alzar la voz de vanguardias prefabricadas; antes bien, consiste en eludir la espectacularidad y el protagonismo del artista contemporáneo a fin de “dar forma a la materia sonora” –dicho por ella misma– con la modestia y la atención de una suprema artesana. De ahí que, junto con Vyacheslav Artyomov y Víktor Suslin, Gubaidúlina fundara en 1975 Astraea, un conjunto de improvisación musical basado en instrumentos rituales y folclóricos provenientes de Rusia, el Cáucaso y Asia Central. De algún modo, Astraea se convirtió en el laboratorio donde la compositora experimentó con las texturas, las intensidades y los timbres de instrumentos como el bayán, un tipo de acordeón incorporado a piezas como De profundis (1978), In croce (1979), Siete palabras (1982) y Silencio (1991).
Pero “dar forma a la materia sonora” va mucho más allá de confeccionar el sonido justo. Al igual que el escultor Eduardo Chillida, Gubaidúlina sabe que su materia prima es el vacío. Lo que se esculpe no es el alabastro o el acero, sino el espacio que lo rodea. Lo que se toca no es un violín o un bayán, sino el aliento que pasa entre las cuerdas y el puente, entre el fuelle y el teclado (el pneuma que, para los griegos, representaba al mismo tiempo la respiración y el alma). En el noveno movimiento de Voces… Silencio (1986) –sinfonía dedicada a su amigo el director de orquesta moscovita Guennadi Rozhdéstvenski– ocurre algo tan novedoso como inesperado: siguiendo la secuencia de Fibonacci, basada en la sucesión infinita de números naturales, el clímax de la pieza llega en un tutti mudo; el director hace un aparte para convertirse en intérprete exclusivo de lo que no se oye. Se trata de una cadenza escrita para las manos del director, en la que este “crea un ritmo consonante con gestos […] desde el vacío. Lo veo como una transformación hacia la verticalidad, parecida a la manera en la que el poeta crea una rima”.
Lo anterior, señalado por la compositora, se aprecia en un documental de la BBC titulado Retrato de Sofiya Gubaidúlina (1990), en el que Rozhdéstvenski ensaya con sus manos un nuevo lenguaje de señas: aquí planean como aves, allá cortan como cuchillos, en otro punto miden como reglas y, más allá, parecen describir la caída de una hoja de árbol; lo mismo celebran una misa solemne o un ritual de hechicería que dan indicaciones espaciales a los albañiles en una obra negra, a fin de “construir un templo rítmico” –un soneto en blanco donde los gestos en formación, y no las sílabas finales de las palabras, riman entre sí.
Como toda artista religiosa, la música de Gubaidúlina es una gramática del silencio, una inmersión a los abismos resonantes del alma. En De profundis y Siete palabras, por ejemplo, el chelo y el bayán retratan a los muertos penitentes o, incluso, a Cristo crucificado. Se trata de monólogos donde el coro de fieles difuntos o Jesús tiene, en el conjunto que los acompaña, un sepulcro o sudario orquestal para su reposo. Mientras que en La lira de Orfeo (2006) el violín y el chelo parecen encarnar tanto a la compositora como a su hija, a cuya memoria está dedicada la pieza. Orfeo ha perdido a Eurídice –como Sofiya a Nadezhda– y, al regreso del inframundo, canta su pérdida con un hilo de voz. A punto de lograr que las piedras se partan y las bestias se amansen, que el agua detenga su curso y los árboles se agiten, violín y chelo se transforman, ellos mismos, en zumbidos febriles, en aullidos y balbuceos de dolor, en nanas para conciliar el sueño eterno.
Es claro que la música de Gubaidúlina demanda virtuosismo, pero entendido este como eucaristía: una buena acción de gracias. Para nuestra “nueva era del miedo”, aun antes de la covid-19, la compositora emplea terapias de choque a fin de que intérpretes y oyentes combatan el miedo con escalofríos y no con placebos tranquilizadores. Tal es la eufonía que uno extraña en la música: no la pereza de la melodía probada, sino el esfuerzo de escuchar el sufrimiento y el júbilo inefables (las revelaciones divinas y terrenas, el universo en eterna expansión y contracción, la alianza o el combate entre vida y muerte, cuerpo y alma); el esfuerzo de escuchar, digo, lo que suena como debe sonar –sin sublimación alguna, aunque la compositora nos participe de ella por su ecumenismo.
Hay autores (Henry Cowell, John Cage) que atacaron o intervinieron las cuerdas, los pedales y hasta la tapa del piano para crear nuevas modulaciones o, simplemente, para recordarnos que el piano se trata de un instrumento de percusión como los timbales, el triángulo y los platillos. Otros, en cambio, nos recuerdan que, entre las cuerdas de un piano y las cuerdas vocales, la única diferencia es la horizontalidad de unas y la verticalidad de otras. Ambas aspiran a salir de sí –el ataque a las cuerdas sería, en el caso de la niña Gubaidúlina, un ritual de iniciación disfrazado de juego, una rendición u ofrenda lúdica del piano–. Sofiya Gubaidúlina pertenece a esta segunda clase de compositores y foniatras de lo recóndito. ~
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).