El humor mestizo

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Hasta hace poco, el humor español había tenido una fuerte proclividad a la deformación grotesca de las pasiones humanas, en particular las que la Iglesia cataloga como pecados. La tradición que va del Libro de buen amor a los caprichos de Goya, de la poesía satírica de Quevedo a los esperpentos de Valle Inclán, establece un paralelo entre las flaquezas del cuerpo y la suciedad del espíritu, con una saña moral que a veces raya en la escatología. Ese regodeo en la mierda, en la pus, en la carroña, buscaba tender un cordón sanitario alrededor del alma, sobre todo en los autores de la Contrarreforma, que escarnecían los apetitos carnales y hasta las necesidades fisiológicas en nombre de un ideal de perfección ascética. Pero es evidente que bajo el pretexto de sermonear, el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, Quevedo y muchos otros talentos obscenos se deleitaban con el morbo y la procacidad como cualquier pecador. Más aún: su actitud moralizante era un subterfugio para escribir literatura licenciosa, o en el caso de Goya, para plasmar la belleza plástica de la locura y el mal.

El humor español es inexplicable sin el temor a Dios y la amenaza del infierno. Ninguna explosión de alegría puede ser inocente cuando pesa sobre ella la mirada de un inquisidor o el miedo a la condena eterna. Fueron necesarias una guerra civil y una revolución cultural planetaria para que España produjera a un humorista como Pedro Almodóvar, completamente liberado de fantasmas acusadores. Esa liberación es un arma de doble filo, pues si bien le ha permitido hacer películas memorables, también lo ha conducido a la banalidad. Pero todavía en el cine de Luis Buñuel, un descendiente moderno de Quevedo y de Goya, la tensión entre la blasfemia y la necesidad expiatoria engendra un humor que se bate en duelo con Dios.

El humor a la mexicana es un producto del choque entre la rispidez verbal del conquistador y la suavidad eufemística del indio. Entre los pueblos nahuas el sarcasmo soez y directo estaba proscrito por una larga tradición de mesura en el trato social. Según Jacques Soustelle, “el ideal de la nobleza azteca era una gravedad completamente romana en la vida privada, en las palabras, en la actitud, y si algún senador decía chascarrillos o palabras de burla, perdía su cargo y se le ponía por nombre tecuecuecuehtli, que quiere decir truhán”. ¿Significa esto que los primeros mexicanos no tuvieron sentido del humor? Sería muy difícil que hubieran podido sobrevivir sin él. Las figuras sonrientes de los dioses totonacas indican que para algunos pueblos prehispánicos el sentido del humor era un atributo divino. El carácter juguetón de Hunahpú e Ixbalanqué y su torneo de bromas pesadas en el Popol Vuh revelan la existencia de una camaradería jocosa entre los dioses de la mitología maya. Aunque los humoristas aztecas tuvieran una deplorable reputación, hubo entre ellos un tipo social, el bufón chocarrero, que según los informantes de Sahagún “es suave y gracioso en su hablar y sabe decir muchos donaires”. De manera que incluso ese comediante o truhán era apreciado por su tersura, no por su estridencia.

La colisión de la delicadeza autóctona con la aspereza española fue tan violenta que hasta la fecha el pueblo la sigue resintiendo. Consumada la conquista, la cortesía del indio se convirtió en un arma de resistencia contra la insolencia frontal de los nuevos amos. El sustrato náhuatl del español novohispano se reflejó de inmediato en los diminutivos, las súplicas imperativas y las fórmulas de respeto empleadas por las primeras generaciones de mestizos y criollos. En particular, los “léperos” (vagabundos envueltos en una manta que bebían pulque en las plazas públicas) desarrollaron un lenguaje críptico lleno de claves secretas, para entenderse entre ellos sin revelar sus intenciones a la “gente de bien”. Desconocemos cómo evolucionó el humor de los léperos a lo largo del virreinato, porque la novela, el género literario que pudo haber recogido ejemplos de su ingenio, estaba prohibida en todas las colonias de Hispanoamérica.

Nuestra novela picaresca nació con tres siglos de retraso, en plena guerra de Independencia, cuando se aflojaron los controles inquisitoriales y José Joaquín Fernández de Lizardi pudo publicar El periquillo sarniento, una crónica novelada de la vida cotidiana en México a principios del XIX. Sin duda, los léperos son los personajes más inquietantes del Periquillo. Conocidos también como “gente de la chichi pelada”, llevaban “echada la sábana o frazada sobre el hombro izquierdo y terciada bajo el brazo derecho, dejando al descubierto la teta derecha”, pero en ocasiones podían compartir la sábana con algún compañero de farra a quien llamaban “su valedor”. Desayunaban un jarro de pulque o un trago de aguardiente, se dedicaban al juego, al robo, a las riñas callejeras, a la copulación con las “leperuzcas” y escandalizaban a la buena sociedad por las obscenidades escandalosas que proferían. De manera que en vez de aceptar sumisamente la injusta sociedad de castas, los léperos eran rebeldes marginales que libraban una guerra pasiva contra el orden colonial. Sin embargo, la mención de sus “obscenidades escandalosas” refleja una ruptura con la proverbial delicadeza del indio, como si en la disyuntiva de elegir la identidad que más les cuadraba, los ancestros del pelado y el naco hubieran tomado partido por el temple bravucón de la casta superior. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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