Chávez, el regreso de los caudillos

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Corría el año de 1999. Jesús Urdaneta todavía estaba alfrente de la Dirección de los Servicios de Inteligencia cuando el presidente Hugo Chávez le habló y le dijo: “ese viejo vagabundo me tiene harto, metiéndose conmigo. Encárgate de eso, ¿sí?” Se refería al sociólogo argentino Norberto Ceresole, a quien desde ese momento se le dieron 48 horas de plazo para abandonar el país. No era la primera vez que era forzado a salir de Venezuela. Cuatro años antes, el 14 de junio de 1995, durante el gobierno de Rafael Caldera, fue detenido por la policía política y expulsado del país. En aquel entonces fue acusado de asesorar a Hugo Chávez Frías. Paradójicamente, el mismo Chávez era el que sentía cuatro años después que su ex asesor le era incómodo. En muy poco tiempo, Ceresole pisaba de nuevo el aeropuerto de Maiquetía y era obligado a cruzar la frontera. Aunque el escenario había cambiado drásticamente, el motivo fue el mismo en ambos casos: injerencia en la política interna. Una vez a favor de Chávez, otra vez en su contra.
     Norberto Ceresole contaba otra versión de lo ocurrido. Sostenía que en medio de su segunda expulsión se encontraba el tema judío: “el judaísmo me ataca y me destruye”, afirmó. Sin duda alguna, no se trata de un personaje sencillo. En su historial destaca el estar ligado a la fracción de la “izquierda libertaria” del grupo Praxis en Argentina, en los años sesenta. Se sabe que poco después fue asesor del presidente peruano Juan Velazco Alvarado (1968-1975). En 1976 huyó a un exilio europeo. A su regreso, según informes de prensa, se vinculó con grupos de la derecha militar, como los “carapintadas”. También vivió y trabajó en la Unión Soviética. Se le ha relacionado tanto con las dictaduras militares de su país como con distintos gobiernos árabes. Sus opiniones en más de una ocasión generaban conflictos. Por ejemplo: “Las madres de la Plaza de Mayo son la vanguardia de la acción del Estado de Israel, de la inteligencia de Israel, en América Latina”.
     Ceresole y Chávez se conocieron en Buenos Aires en el invierno de 1994. Los presentó una periodista argentina que trabajaba en la ciudad como corresponsal de un periódico mexicano. La empatía fue inmediata. Luego volvieron a encontrarse en Colombia y, a finales de 1994, en Venezuela. Hicieron juntos alguna gira por el interior del país, viajando en una camioneta destartalada. “Y vi actuar a Chávez, y vi actuar al pueblo con Chávez, la enorme adhesión popular que tenía. Estamos hablando de un Chávez sin un centavo. De un Chávez con lo puesto y sin equipo. Sin nada”. De esos tiempos, se le atribuye a Norberto Ceresole haber sembrado en el ex golpista una teoría que, sustentándose en la unión del ejército y del pueblo en un movimiento cívico-militar, justifica la necesaria concentración del poder en un solo jerarca. Después del triunfo electoral, expresó esa misma tesis de esta manera: “La orden que emite el pueblo de Venezuela el 6 de diciembre de 1998 es clara y terminante. Una persona física, y no una idea abstracta o un ‘partido’ genérico, fue ‘delegada’ —por ese pueblo— para ejercer un poder. […] Hay entonces una orden social mayoritaria que transforma a un antiguo líder militar en un caudillo nacional”.
     Mucho se habló, durante aquel 1999, de la existencia de dos chavismos enfrentados: uno democrático, representado por la figura de José Vicente Rangel, y otro militarista, cuyo vocero principal habría sido Norberto Ceresole. Acusado, sin embargo, de neofascista, antisemita y loco, el sociólogo argentino terminó alejado del país. Murió en Buenos Aires en 2003. Aun así, en lo que aparenta ser su derrota, resulta bastante factible confirmar que algunas de sus propuestas calaron muy bien dentro del proceso venezolano y dentro del desarrollo personal de Hugo Chávez. En la fórmula del sociólogo argentino, publicada formalmente en Madrid en el año 2000, se establece que el caudillo garantiza el poder a través de un partido cívico-militar, que funge como intermediario entre la voluntad del líder y la masa. El modelo lleva el nombre de “posdemocracia” y destaca, entre sus valores, el mantenimiento de un poder concentrado, unificado y centralizado.
     La historia venezolana representa un caldo de cultivo muy propicio para este paradigma: el 67% de los gobiernos venezolanos, entre 1830 y 1999, fueron liderados o estuvieron dirigidos por personas ligadas al mundo militar, caudillista o pretoriano. También el caso particular de Hugo Chávez ofrece un territorio ideal para todo este andamiaje que legitima el caudillismo personalista y la hegemonía militar como única esperanza, como la gran solución política. Dos meses después de haberse juramentado como presidente, en una disertación sobre la “fusión cívico-militar”, afirmó: “Creo que esa es una de las vertientes fundamentales o de las líneas fundamentales del desarrollo nacional, del desarrollo de un proyecto nacional en todos los órdenes”.
     Chávez jamás ha renunciado a la simbología castrense. Al juramentarse como nuevo presidente, obtuvo también, como lo establece la Constitución y de manera instantánea, el cargo de comandante en jefe de la Fuerza Armada Nacional. Probablemente para un ciudadano proveniente de la vida civil este hecho no tendría la misma significación que tuvo para Chávez. La democracia lo devolvió al ejército. Fue como un atajo para un meteórico ascenso dentro de su carrera militar.
     Cuando llega al poder, esta circunstancia se hace evidente: desde la implementación de planes sociales administrados y gerenciados por los distintos cuerpos de la Fuerza Armada, hasta el uso del uniforme en algunas de sus actuaciones o alocuciones oficiales. También desde las constantes referencias a la historia y a la vida castrense, hasta la activación de la formación premilitar obligatoria en la educación secundaria del país. Basta con asomarse a la conformación de su equipo de gobierno para tener una idea de un nuevo protagonismo en las funciones públicas en el país:

A comienzos de 2002 el vicepresidente era militar, igual que el responsable de los planes agrícolas en el Sur del Lago. Estaban en manos de militares el Ministerio de Infraestructura, la Oficina Central de Presupuesto, la Corporación Venezolana de Guayana, el Instituto Agrícola Nacional, el Fondo de Desarrollo Urbano, PDVSA [Petróleos de Venezuela], CITGO [refinería y red de catorce mil gasolineras en Estados Unidos], las aduanas del Seniat, el Banco del Pueblo, el Banco Industrial de Venezuela, el Fondo Único Social. El poder económico. También controlaban las comunicaciones y los medios de comunicación del Estado: el Metro de Caracas, el aeropuerto de Maiquetía, Avensa y el Setra, Conatel [Comisión Nacional de Telecomunicaciones], Venpres [agencia estatal de noticias], Venezolana de Televisión y el Ministerio de la Secretaría. Dirigían la seguridad del país: la División de Inteligencia Militar, la Disip [Dirección de Servicios de Inteligencia y Prevención], la Dirección de Extranjería y el viceministerio de Seguridad Ciudadana del Ministerio de Relaciones Interiores. Eran gobernadores en los estados Táchira, Mérida, Trujillo, Cojedes, Lara, Vargas y Bolívar. Por supuesto, ocupaban en el Ministerio de Relaciones Exteriores los cargos de ministro, viceministro, varios directores generales y numerosos embajadores, los de Perú, Bolivia, Ecuador, Brasil, El Salvador, España, Malasia… Militares son también varios diputados, el secretario general de organización del MVR [partido oficialista], el presidente de Inager [Instituto Nacional de Geriatría], el INCE [Instituto Nacional de capacitación y educación] y la dirección general del Instituto Nacional de Deportes.

El proceso de militarización de los espacios tradicionalmente civiles se ha profundizado. Según el diario El Universal, más de cien uniformados, en su mayoría activos, ocupan cargos directivos y de confianza en las empresas del Estado, en servicios e institutos autónomos y nacionales, fondos gubernamentales, fundaciones y comisiones especiales. Y para las elecciones regionales de octubre de 2004, catorce de los 22 candidatos propuestos por el oficialismo, y designados a dedo por Chávez, provenían del mundo militar.
     La vida social venezolana ha vuelto a entrar en un contacto mucho más directo con el ámbito castrense. Hasta en el lenguaje se cuelan elementos que vienen de los cuarteles. En sus campañas Chávez organiza a sus seguidores en “patrullas” que deben levantarse “al toque de la diana” para ir a las urnas a librar “la batalla” y “derrotar al enemigo”. En una cadena nacional, el 28 de noviembre de 2002, le advierte al país: “cuando hablo de revolución armada no estoy hablando de metáforas; armada es que tiene fusiles, tanques, aviones y miles de hombres listos para defenderla”. No se trata de simples sutilezas. Para el año 2001, Venezuela contaba con más generales y almirantes que México y Argentina en conjunto. Para el año 2004, violando lo que establece la Constitución Nacional, ya 120 civiles han sido juzgados por Tribunales Militares. Visto a la distancia, más de un analista lee en esta historia el guión inveterado de Norberto Ceresole, el proyecto de una Fuerza Armada transformada en partido político, en gerencia pública, en protagonista de la sociedad.

***
     La raíz original del poder de Chávez reside en el vínculo afectivo y religioso que establece con los sectores populares del país. Es lo que el teórico Peter Wiles, refiriéndose al populismo en América Latina, ha denominado “contacto místico con las masas”. Chávez siempre está cerca. Es un símbolo que no ha sido devorado por los protocolos del poder. Siempre rompe la supuesta solemnidad de los actos. Es capaz de acabar con la pompa oficial con tal de ir a abrazar a una viejita que le grita o cargar a un niño. Por donde pasa hay gente humilde con un pequeño papel en la mano, una petición de auxilio, que él o sus escoltas toman y guardan. Chávez toca a la gente. Se detiene. Pregunta nombres, datos de vida. Siempre parece sinceramente interesado en el otro. Chávez habla desde ellos. Se propone como uno más, como cualquiera. Incluso después de seis años en la presidencia, con un sobrepeso de más de quince kilos, vistiendo ropa de marca y usando relojes Cartier, el vínculo se mantiene con bastante fervor.
     En ocasiones, se muestra como una víctima de sus propios lujos, como aquella vez que ordenó que no le compraran más trajes. Y, en honor a la verdad, parece tentarlo más la vanidad que el goce de los bienes materiales. Algunos de sus adversarios reconocen en él escasa ambición por las posesiones combinada con una auténtica sensibilidad social. Pero ahí, nuevamente, parecen confundirse el Chávez personal con el público. Con frecuencia recuerda que no tiene nada. Casi franciscano, añade que no desea nada, que no necesita nada. Ya en plan de bolero: le basta con el amor del pueblo. Aunque haga uso de enormes recursos para promocionarse y mantenerse en el poder, y ofrezca dádivas como si las estuviera sacando de su propio bolsillo.
     Se trata de un discurso muy empático, que conmueve, que genera confiabilidad y fidelidad. Pulsa los sentimientos escondidos, los miedos, los resentimientos; acude a las diferencias, a las experiencias de rechazo, a la injusticia, y construye desde ahí una voz, un plural del cual, sin embargo, él es el protagonista. No nos quieren. La oligarquía nos desprecia. Siempre se han burlado de nosotros. Les damos asco. Gran parte de su retórica parece desarrollarse con énfasis parecidos a los de los predicadores de las llamadas iglesias electrónicas. Habla con sencillez, poniendo siempre ejemplos; se explica a través de anécdotas, maneja a la perfección los códigos populares. También, en el territorio del habla, sabotea la supuesta solemnidad oficial, desdeña las formas. Se muestra espontáneo. Popularmente espontáneo. “Él —dice su colaboradora Maripili Hernández— cree profundamente en el ideal que predica. Lo vive, lo sufre, lo trabaja todos los días. A diferencia de lo que mucha gente cree y dice, que es un charlatán, honestamente no lo creo. Él cree a pie juntillas lo que dice y creo que se va a morir para hacer todos los esfuerzos que estén a su alcance para lograr lo que dice”.
     Nedo Pániz muestra una versión muy distinta, al relatar una anécdota de cuando Hugo Chávez no era presidente y los dos viajaron juntos a Colombia. Estaban invitados a un acto en la Quinta de Bolívar, de Bogotá, en el que Chávez pronunciaría un discurso y Pániz le sugirió llevarle un presente a la presidenta de la Sociedad Bolivariana. “Entonces Chávez tomó un puño de tierra de un patio, cerca del hotel, y lo metió en una cajita. Una vez allá se lanzó un discurso inflamante. Y en un momento sacó la cajita y dijo que esa tierra la había traído especialmente desde el Campo de Carabobo [donde Bolívar dirigió la batalla que liberó definitivamente a Venezuela del dominio español]. Era una farsa, pero la gente estaba emocionada. Mucha gente lloró.”
     Pero si algo ha logrado transmitir el presidente es que le importan los demás, que él sí se preocupa realmente por los pobres. En palabras de José Vicente Rangel: “Es un hombre de lenguaje sencillo. Esa es la conexión con la calle. Chávez salió del estereotipo del político. No es populachero, no banaliza el lenguaje, ha logrado rescatar el lenguaje popular y colocarlo en el centro del discurso presidencial. Es uno más del pueblo”. De manera constante recuerda su historia, su origen humilde y rural. No sabe inglés y, públicamente, se burla de su propia y precaria pronunciación. Se autoproclama como un hombre feo, popular, sin propiedades, sin educación para las altas galas, sin otra ambición que el cariño sencillo, que el servicio a los más necesitados. Su eslogan durante todo 2004 fue más allá de la representación para pasar al terreno de la definición directa: “Chávez es el pueblo”. Desde esta perspectiva, su existencia, su conquista y su disfrute del poder es ya para muchos un triunfo, una victoria.
     La académica Patricia Márquez señala que “muchas personas que durante años se han sentido excluidas ahora se conciben como integrantes de un proyecto de cambio, que creen abarca por lo menos una transformación de las reglas del orden social y político”. Y Chávez es, simbólica y afectivamente, la garantía de ese cambio, la encarnación de la esperanza para salir de la miseria, aunque la pobreza haya aumentado 17.8% durante su gobierno, según las cifras oficiales. Su figura funciona como sagrado intermediario entre los millones de dólares del Estado petrolero y los sueños de la mayoría de la población secuestrada por la miseria.
     Sin embargo, durante los primeros cuatro años de su gobierno las expectativas populares no parecen obtener respuestas concretas. La mayoría de los cambios representan conquistas políticas, pero los programas de ayuda social no resultan eficientes. Todo lo contrario: empiezan a parecerse demasiado a las prácticas de los gobiernos anteriores, asfixiados por el clientelismo, la burocracia y las denuncias de corrupción. Todo ese panorama cambió en 2003, cuando comenzaron a implementarse las llamadas Misiones: un conjunto de planes de asistencia social, de ayuda a los pobres, que todavía permanecen en medio de una gran polémica.
     El primero de esos planes se llama Barrio Adentro y está destinado a atender los problemas de salud en las grandes barriadas populares de las diferentes ciudades del país. Los protagonistas de este plan son médicos voluntarios cubanos que se mudan a vivir a esos sectores y, desde ahí mismo, en pequeños ambulatorios, se ocupan de los problemas clínicos que puedan surgir. La propuesta ofrecía dos grandes ventajas: enfrentar in situ algunas emergencias, pudiendo ofrecer una solución médica más eficaz y, a la vez, descongestionar y aliviar el servicio —por lo general bastante deficiente— de los grandes hospitales públicos. Además, obviamente, otorgaba a las comunidades una mayor sensación de seguridad, de tranquilidad frente a cualquier urgencia clínica. Como contraparte, el hecho de que los médicos fueran cubanos reforzó el miedo de cierto sector social ante lo que consideraba una avanzada del proyecto castrocomunista de Hugo Chávez. No ayudó el hecho de que el gobierno ignorara cualquier trámite legal con la Federación Médica de Venezuela y permitiera el ejercicio profesional de los galenos, sin control de ese gremio, sin ninguna supervisión académica.
     A este plan le siguieron, de manera escalonada, una serie de programas educativos. Primero la Misión Robinson, un plan de alfabetización bautizado con el seudónimo usado por Simón Rodríguez, maestro de Simón Bolívar. Luego se crearon la Misión Sucre y la Misión Ribas, tomando los apellidos de dos próceres de la guerra de independencia, dedicadas a atender a aquellas personas que no habían podido estudiar, o que se habían visto obligadas a abandonar sus estudios de primaria y secundaria. La siguiente, Misión Vuelvan Caras, que tomó su nombre de una expresión de batalla del héroe llanero de la independencia José Antonio Páez, es un proyecto para combatir el desempleo y promover la autogestión. Otra de las misiones tiene que ver con la comercialización de alimentos y consiste en el establecimiento de una red de mercados populares, llamados Mercal. La Misión Miranda es más específica: otorga beneficios a todas las personas que formaron parte de la Fuerza Armada Nacional.
     Cuando ya no había más operativos sociales que ofrecer, Chávez acuñó un término grandilocuente para englobarlos a todos. “Queremos acabar la pobreza y hay que darle poder a los pobres. Estamos en el nacimiento del nuevo poder. Es un poder que deja atrás el concepto de la oligarquía y de la plutocracia. Sólo así habrá vida”, señaló al anunciar, con tono de pastor protestante, que el 24 de diciembre de 2003 lanzaría la Misión Cristo, que contendría a todas las misiones y cuya finalidad sería acabar con la pobreza para el año 2021.
     La crítica general a todo este proyecto se centra en tres aspectos fundamentales: es populista, es discrecional y no cuenta con ningún control social. Luis Pedro España, sociólogo que durante años se ha dedicado a la investigación del tema y que en la actualidad coordina el Proyecto Pobreza de la Universidad Católica Andrés Bello, sostiene que las Misiones, como los otros planes sociales del gobierno, parecen diseñadas más como instrumentos de permanencia en el poder que como programas eficaces para combatir la pobreza en el país. Todos se sustentan en el pago de becas-salarios a los participantes, funcionan dentro de un sistema de filiación partidista, de fidelidad al gobierno, y no tienen ningún tipo de auditoría en ninguno de sus niveles de ejecución. Por eso, según algunos especialistas, los resultados oficiales no gozan de demasiada credibilidad. No hay manera de saber cuántas personas participan en las Misiones, cuántos recursos se invierten en ellas, qué resultados se obtienen. La única fuente posible de información es el mismo gobierno. A esto también hay que agregarle los análisis que apuntan que se ha creado un Estado paralelo al Estado que ya existe. En vez de solucionar los graves problemas de la educación o la salud públicas, se han creado nuevas estructuras, generando otra administración y otro presupuesto, de manera desigual y descontrolada, provocando que tarde o temprano sea inviable el funcionamiento de ambas instancias. Al parecer, la mayor eficacia de estos programas ha sido electoral.
     El inicio de las Misiones coincide con una tendencia a la baja en la popularidad de Hugo Chávez. El repunte fue inmediato. Pocos meses después, un estudio de la firma Alfredo Keller y Asociados ubicaba la aceptación popular del presidente en un 46%, destacando el efecto esperanzador de los operativos: aunque sólo 15% manifestaba haberse visto beneficiado por ellos, 85% mantenía la ilusión de que, en algún momento, le tocaría algo de esa nueva “repartición de recursos” que promueve el gobierno. Aquí, nuevamente —y aun salvando la eficacia de rating de este programa—, aparece una línea que dialoga con las propuestas de Norberto Ceresole. “La clase media y la clase alta odian el populismo porque eso implica repartir. Pero los que venimos de la clase baja decimos ¡viva el populismo! Eso nos dignifica […] Cada dólar que le demos al pueblo es un dólar que no le daremos al Fondo Monetario Internacional. Por lo tanto, viva el populismo. No hay otra forma de revolución en América Latina que esa.”
     Lo cierto es que, para muchos, el triunfo de Chávez en el referéndum revocatorio de 2004 está irremediablemente ligado a la distribución de dinero e ilusión a través de las Misiones. Después de una intensa campaña en la que, según denuncias de la oposición, el presidente se habría valido de los recursos del Estado e incurrido en ventajismo electoral con la aquiescencia de un Consejo Nacional Electoral mayoritariamente favorable, 5.6 millones de venezolanos (59.06% de los votantes) decidieron el 15 de agosto que Hugo Chávez se mantuviera en el poder. –

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(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisión. La novela Rating es su libro más reciente (Anagrama, 2011).


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