Es frágil lo real y es inconstante;
también, su ley el cambio, infatigable […]
Ella me reconcilia con mi exilio:
patria es su vacuidad, errante asilo.
“Cuarteto”, Octavio Paz
Este lamento lírico podría haberlo pronunciado yo mientras viajaba para conocer a Octavio Paz, en 1990, y todavía expresa, casi un cuarto de siglo más tarde, mi identidad estremecida. El extraordinario Encuentro Internacional de Intelectuales que organizaron Enrique Krauze y él, los editores de Vuelta, sobre “La experiencia de la libertad en el siglo XX”, tuvo lugar en México en el verano de 1990 y fue el primer gran encuentro cultural fuera de Europa en el que participé tras mudarme a Estados Unidos. En ese momento estaba empezando a reconciliarme con mi exilio, como hizo Octavio, cincuenta años antes, en Berkeley, en Nueva York y quizás en muchos otros rincones del Nuevo Mundo.
Celebrado inmediatamente después del colapso del comunismo en la Europa del Este, fue el primer debate –y el de mayor altura intelectual– sobre los trágicos errores y horrores del siglo, sus ilusiones y crímenes, su fervor y fanatismo, su turbulencia y terror, su inmenso número de víctimas y mártires. La prensa mexicana de izquierda lo llamó “el nuevo congreso internacional de intelectuales fascistas”. Me enorgullecía enormemente estar junto a esos “fascistas”; era consciente de la sarcástica simetría con el Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, de hecho antifascista, de 1937, en España, donde el joven Octavio Paz conoció, entre otros importantes escritores, al exiliado rumano Tristan Tzara. ¿Intelectuales fascistas en México en 1990? ¿Mario Vargas Llosa y Cornelius Castoriadis? ¿Daniel Bell, Jean-François Revel, Leon Wieseltier? ¿Hugh Trevor-Roper, Irving Howe, Michael Ignatieff? ¿Michnik, Carlos Franqui? Nunca deberíamos ignorar el humor de la nunca humorística historia…
Yo formaba parte de una mesa redonda en la que estaban también Octavio Paz, Czesław Miłosz, Tatyana Tolstaya e Ivan Klíma. Di una entrevista a la televisión mexicana sobre el pasado y el presente rumanos, en la que expresé mi percepción muy crítica de la ambigua transición hacia una “democracia original”, promovida en ese momento por Ion Iliescu, aclamado entonces como líder del país y exmiembro de la nomenclatura. Con cierta amarga ironía, la entrevista llegó a mi país el año pasado, ¡2013! ¡Después de más de dos décadas! La conferencia en México sobre el totalitarismo comunista (“Aquí la estrella es negra / La luz es sombra es sombra luz la sombra”) se retransmitió por televisión, ocho horas al día, en toda Latinoamérica, y tuvo una importante repercusión en todo el mundo, pero fue totalmente ignorada en el “jardín de los Cárpatos”. Tristemente, lo que dije hace más de veinte años sigue siendo válido en la actualidad.
En ese momento, en 1990, yo había empezado a ser una especie de persona non grata en mi patria, una situación que también había experimentado Octavio muchos años antes, cuando regresó de su exilio. En mi caso, eran mis textos los que habían regresado, no el autor en persona, pero fue suficiente para incitar “la malevolencia de alguna gente, la maldad de otros y la reticencia de la mayoría”, según describió Octavio su propia experiencia de Vuelta (como llamó a su última y excelente revista literaria). Tuve que aprender demasiado bien lo que significa poner en duda “las ideas estéticas, morales y políticas predominantes” de tus compatriotas. Sí, también experimenté la rabia y la ira, como él, y también yo tuve que “encogerme de hombros y seguir adelante”.
En mi caso, adelante significaba hacia lo desconocido del exilio, en ese solitario enclave de alejamiento y resistencia, reciclando de ese modo mi exilio interno anterior bajo el nazismo y el comunismo.
Tampoco yo pretendía ser un escritor problemático, pero, como él dijo en su conversación con Alfred MacAdam (“Tiempos, lugares, encuentros”, publicada en Vuelta), “si lo he sido, no me arrepiento”.
Hay muchas razones por las que sentir cercanía con Octavio, muchas razones por las que celebrar que nos conociéramos y nuestra solidaridad en ese encuentro. Yo conocía los poemas que le había dedicado a Cioran (“Paso de Tanghi-Garu”) y a Vasko Popa (“Imprólogo”), pero lo más importante aún es que siempre puedo repetir su afirmación de independencia y soledad: “nunca he pertenecido a un partido político ni he aspirado a un puesto público. He ejercido la crítica política y social siempre desde una posición marginal, como un escritor independiente”. Era un entusiasta del manifiesto Por un arte revolucionario independiente, de Breton y Trotski, que proclamó, firmemente, que la única política que el Estado revolucionario puede tener (y yo añadiría que también cualquier Estado democrático) con respecto a artistas o escritores es darles total libertad. Era un persistente admirador de la prestigiosa revista estadounidense Partisan Review, que me acogió y me promocionó desde mi llegada a Estados Unidos. Era crítico con el compromiso político de Sartre y admiraba a Camus, como yo. Ambos creíamos que la condición bajo la que somos libres es el lenguaje. He dicho repetidamente, y sigo repitiéndolo, que me llevé mi idioma conmigo al exilio, mi única propiedad y riqueza, del mismo modo en que un caracol se lleva su casa consigo en su deambular por lo desconocido.
De hecho, el encuentro de 1990 en México podría haberse celebrado bajo el auspicio de unos versos de su poema “Aunque es de noche”: “Alma no tuvo Stalin: tuvo historia […] / Todo lo que pensamos se deshace, / en los Campos encarna la utopía, / la historia es espiral sin desenlace.”
Y así fue, implícita y con frecuencia explícitamente, aunque nunca se citara como tal, en el corazón del debate, porque todo él fue sobre nuestras confusiones y complicidades, nuestras penurias y culpas, nuestro volver a despertar a la esencial y crucial verdad en nosotros y a nuestro alrededor, como la única esperanza real para el futuro.
Ese iluminador encuentro con algunas de las más grandes mentes de nuestro tiempo sigue reverberando desde entonces. Pero la esperanza que albergamos en ese encuentro inolvidable fue –deberíamos reconocerlo– solo parcialmente cumplida.
El nuevo inicio tras el fin del comunismo europeo no solo trajo resultados positivos, sino que reveló las importantes promesas y carencias de la nueva cara capitalista de la democracia. El excitante momento en el que las “burocracias comunistas fueron derrotadas por sí mismas” no trajo, por desgracia, la esperada justicia social. La sociedad mercantil se volvió cada vez más mercantil, centrada exclusivamente en la eficiencia económica y un desdén cínico por las necesidades espirituales de la gente.
“Dans l’une des banlieues de l’absolu, / Les mots ayant perdu leur ombre”, dice el poeta en “Intermitencias del Oeste (4)”, algo que también nos advierte en su entrevista con MacAdam: “los seres humanos somos algo más que productores y consumidores […] una sociedad sin poesía es una sociedad sin lenguaje o en la que el lenguaje se degrada”. “La poesía –concluye Paz– es un puente de palabras y cuando ese frágil puente se rompe, también se rompe, a la larga, nuestra relación con el mundo.”
El hombre que vendió su sombra abandonó el viejo cuento de hadas de Adelbert von Chamisso para convertirse en el ubicuo fantasma que nos rodea y que está en nuestras pesadillas interiores, en carrera diaria para evitar el suicidio espiritual. Todos estamos aún luchando en nuestro “suburbio del absoluto” para sobreponernos a la actual crisis de la humanidad, con sus muchas, arbitrarias y desconcertantes caras.
En los no muy alentadores conflictos de nuestro proyecto –con el mayor poder de las empresas, la apabullante influencia de las finanzas en todas las elecciones libres, la creciente brecha entre ricos y pobres, así como entre países desarrollados y subdesarrollados, la nueva velocidad de la comunicación, la información y la vigilancia, y la cruda, cínica, competición por el poder en el mundo libre– vemos una peligrosa y persistente subversión de la democracia, de una sólida evolución de nuestro ambiente sociopolítico global.
Solo podemos esperar que, como dijo el gran poeta, “el sol en mi escritura”, como en nuestro vagar, “bebe sombra”. ~
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Traducción de Ramón González Férriz.
(Bucovina, Rumania, 1936) es escritor. En 2005, Tusquets publicó la traducción de una de sus obras más célebres, 'El regreso del húligan'.