Salí de Saltillo el domingo 21 de octubre. Luego de una escala en el aeropuerto Benito Juárez, volé a Ciudad Obregón y permanecí doce horas allá. El lunes volví a la ciudad de México. Pasé la noche esperando a que el huracán Raymond se desvaneciera en el Pacífico. Mi plan era continuar hasta Acapulco para impartir un curso, presentar por última vez Canción de tumba y departir someramente con los fantasmas de mi padre y de mi madre.
Raymond comenzó a degradarse el martes. Mi avión despegó cerca de las 3 p.m. No eran ni las cuatro cuando descendíamos “sobre nuestro destino”, informó el piloto. De pronto la aeronave volvió a elevarse: había visibilidad de una milla, y era necesaria al menos milla y media para un aterrizaje seguro. Fuimos turnados al aeropuerto de León, donde se descubrió que el aparato en que viajábamos presentaba una falla. Hicimos seis horas de espera antes de reemprender la marcha. No pude llegar al puerto en que nací sino hasta las primeras horas del miércoles. Supongo que sobrevolar con poca visibilidad el destino es una de esas cosas que le suceden a cualquiera.
Lo primero que hallé al subir al taxi, bajo la oscuridad y la llovizna, fue una ciudad que no conozco. El Acapulco de mi infancia terminaba entre Puerto Marqués, Pie de la Cuesta y Las Cruces. Mi único recuerdo de Punta Diamante es un cine documental que alababa el extraordinario esfuerzo del gobierno de Ruiz Massieu por realizar un proyecto que sin lugar a dudas devolvería a Acapulco el estatus mundial que tuvo en los años cincuenta. (No me miren a mí: eso decía el locutor del cine documental, amparado en la musiquita dinámica y tonta que estuvo tan de moda en tiempos de Salinas de Gortari –y que, visto lo visto, podría volver a ponerse de moda en cualquier momento.)
Cinco días más tarde, cuando el poeta Raciel Quirino me llevaba de regreso al aeropuerto, le eché un segundo vistazo al rumbo, ahora bajo la luz del día. Raciel dijo, con un ademán de amargura resignada: “Todo esto se inundó.” Entendí sus palabras como si las escuchara a través de una pantalla de plasma. Los almacenes y malls y boutiques que flanqueaban la avenida parecían un poco tristes, mas no por eso carecían de turistas rojizos y ensopados en sudor buscando traducir su elocuencia consumista al lenguaje de la playa. De los deslaves, de los cadáveres, de los turistas damnificados, de la gente saqueando tiendas departamentales mientras el agua podrida les llegaba a la cintura, de la tragedia sucedida poco más de un mes atrás no quedaba más que la cobertura de los medios. El verdadero desastre natural que aqueja a Acapulco no es ningún huracán: es su condición de viejo y terco boxeador capaz de asimilar en un solo asalto hasta diez ganchos al hígado.
Durante los cinco días que pasé en la ciudad fui exonerado casi por completo de contemplar las ruinas que dejó el meteoro Manuel. Las vías rápidas no solo cumplen la función de trasladarlo a uno: también sirven como escenografía bien pavimentada para ocultar a los ojos del viajero las dimensiones reales de la destrucción que aqueja por todos lados a México. Aquí nos tocó vivir, así que construimos ejes y distribuidores viales con tal de estar aquí el menor tiempo posible. Pude haber elegido, Laura Bozzo style, pedir a mis anfitriones que me llevaran al lugar de los hechos: practicar un poco de turismo ubi sunt. No lo hice: prefiero ser cínico que hipócrita. Mi amiga Citlali Guerrero me invitó a su pueblo a emborracharme. Y, si se trata de tomar la parte por el todo, yo me quedaré noventa y ocho de cien veces con la bahía tal y como se ve, de noche, desde el hotel Presidente. Yo me largué de Acapulco para poder contemplarlo con el frívolo embeleso con que lo gozan ustedes.
Me hospedaron en uno de esos fabulosos hoteles vintage: Elcano. Pasé miércoles y jueves jugando al turismo seguro; por la mañana daba una charla, por la tarde iba a la alberca o bebía whisky en mi balcón, por la noche bajaba hasta la playa y cantaba a cappella boleros o baladas setenteras en compañía de poetas quince años más talentosos que yo. El jueves ya tarde pasó a saludar Jeremías Marquines. Lo noté discretísimo: apenas probó su trago. Se nota que, aunque a distancia, hemos envejecido juntos. Jeremías nos invitó –a Jorge Humberto Chávez, a David Ojeda, a Pedro Serrano, a Jordi Virallonga y a mí– a comer en un restaurancito tradicional situado a media cuadra del zócalo, muy cerca del Bar del Puerto. Nos prometió dos exquisiteces: el caldo prau-prau y los morritos.
Al día siguiente salimos del hotel a la una de la tarde. Cualquier otro viernes, el trayecto hasta el zócalo nos habría tomado unos veinte minutos. Pero aquella era una ocasión especial: un grupo de damnificados (“los del empleo temporal”, los llamó Citlali) había cerrado la costera como mecanismo de presión a favor de sus demandas. Según entendí, el problema era este: Enrique Peña Nieto, en persona, les había prometido un salario semanal a partir del momento mismo de su desgracia; dicho salario –cuya suma total asciende a varios millones de pesos– se englobaría en un presupuesto especial bajo el rubro de “empleo temporal”. Cinco semanas después de realizado el anuncio, los damnificados seguían sin ver un peso; se enfurecieron y salieron a manifestarse a las calles. La especulación de quienes viajábamos esa tarde en un taxi, entre el infernal tráfico acapulqueño, contemplaba tres opciones: a) el presidente prometió un recurso del que el gobierno federal carece; b) el presidente no tiene muy claro el concepto de “emergencia nacional”; o c) el recurso llegó pero los funcionarios locales retardan su entrega con la intención de jinetearlo primero y darle después un buen mordisco. El verdadero desastre que aqueja a Acapulco no es ningún huracán: es la clase política mexicana.
Tras encallar durante media hora sobre la calle Baja California (Raciel salió del auto y fue al Oxxo por unas chelas; Jorge Humberto amenazó con recitar de memoria “La autopista del sur”), abandonamos el taxi, caminamos algunas cuadras y abordamos un segundo vehículo. El recorrido nos tomó, en total, poco más de dos horas. Cuando al fin llegamos al restaurancito aledaño al zócalo, ya todos nuestros colegas habían comido; algunos estaban despidiéndose. Al menos el caldo prau-prau y los morritos resultaron tan buenos como Marquines prometió.
(Estoy de acuerdo con quienes menosprecian las marchas y el cierre de vialidades como forma de protesta: no solo se trata de ciudadanos afectando a ciudadanos, sino que –especialmente en la ciudad de México– es una práctica gastada, con escaso efecto concreto sobre la política institucional. Sin embargo, sigue pareciéndome una metáfora genial, una performance perpetua: cerrar la costera Miguel Alemán en Acapulco es una escenificación que actualiza el ritmo y el sentido de la movilidad social mexicana. El embotellamiento es nuestra política profunda. Y es, también, la única manera de que un turista note –así sea vagamente– los efectos del desastre nacional más allá de una nota de prensa.)
Decidí prematuramente que mi tour terminaba ahí: pasaría el fin de semana durmiendo y viendo axn en la televisión por cable. No sabía –otra vez– que me estaba metiendo con el México bronco.
El sábado a mediodía fui alcanzado en la calle por el poeta guerrerense Antonio Salinas. Me invitó una cerveza. Con él estaban algunos de los asistentes al curso que impartí. ¿Por qué no?, pensé. Fuimos a La Chopería, ahí nomás cruzando la costera. Entre los amigos se encontraba Alfonso Pérez Vicente, un escritor de mi edad que se decidió tardíamente por la literatura. Conversamos un rato. Nos caímos bien. En algún momento, se me ocurrió hablar de mi barrio: el callejón Mal Paso, la zona de tolerancia, el prostíbulo La Huerta… Al principio, Poncho fue precavido; no estaba muy seguro de con quién estaba hablando. De pronto, luego de un silencio, dijo: “Yo también soy de ese barrio –y preguntó–: ¿te acuerdas del Shilinsky?… Es mi hermano.”
No calculé que la fortuna iba a venir a atropellarme hasta la seguridad del hotel Elcano, hasta la comodidad de un bar en la avenida costera; frente a mí estaba sentado un hombre de mi edad al que no recordaba, pero con quien seguramente compartí anécdotas infantiles espléndidas que ya no existen en la memoria de nadie. A quien sí recordaba, sin embargo, es a su medio hermano (en Acapulco todos somos medios hermanos): Manuel “el Shilinsky”, uno de los pocos amigos que tuve en mi fugaz paso adolescente por el puerto.
Ya no recuerdo quién de los dos dijo: “vamos”. El caso es que acabamos trepándonos al vocho de Toño y visitando a mi viejo amigo (Manuel y yo nos reconocimos enseguida; me dijo, sin aspavientos: “¿Cómo estás, Tacua?” y me extendió una caguama abierta), y comiendo milanesa de cerdo en una fondita perdida, y bebiendo cerveza quemada en una cantina de la zona de tolerancia, y espiando por una rendija el parqueadero de autobuses en que se convirtieron los terrenos de La Huerta, y rastreando en un muro el sitio exacto, al fondo de la casa del Shilinsky, donde alguna vez, hace décadas, existió una puerta secreta para pasar de la casa del administrador al patio del prostíbulo.
Hicimos la última parada en casa de doña Ricarda, la señora tuerta que fue mi nana cuando yo era niño y mi madre se iba a trabajar a los puteros.
Tocamos a la puerta. La mujer abrió; lucía anciana pero con el cabello negro aún. Le dije: “Soy yo, doña Ricarda. Cacho.” Me miró un rato con su único ojo. Dijo: “¿Y hasta ahorita vienes?” Añadió: “Y mira, pues, cómo vienes, chamaco cabrón.”
Ese fue el huracán que me tocó.
Por la noche presentamos Canción de tumba en el Centro Cultural y vino mucha gente y terminamos bailando al son de una banda de hip hop cuyo baterista me pareció extraordinario y cuyo bajista era una nulidad. Yo estaba, otra vez, hecho pedazos. Lo noté con claridad al día siguiente: amanecí con la piel del torso cubierta de ronchas rojas que me picaban y ardían tanto que ni siquiera podía recostarme; sentía las sábanas como lajas afiladas. Alguien dijo: “Ha de ser algo que comiste.” Pero no. Tengo experiencia suficiente como para saber que nunca podré salir intacto de ese sitio. Acapulco es un lugar que está en mi cuerpo: uno de esos padres anticuados que no saben acariciar a sus hijos más que cruzándoles el rostro con una fusta. ~