Escritores y espías

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Ian McEwan

Operación dulce

Traducción de Jaime Zulaika

Barcelona, Anagrama, 2013, 400 pp.

Los premios que ha recibido Ian McEwan, su intelectualismo, la elegancia de sus frases, su pertenencia a una generación famosa no deberían distraernos del hecho de que, desde sus comienzos, ha sido en gran parte un autor de thrillers, cuyas tramas están llenas de efectos, vueltas de tuerca y momentos de calculada truculencia. Una de sus novelas tempranas, El inocente, es una intriga política ambientada en la Segunda Guerra Mundial; y las de madurez, como Expiación, Amor perdurable o Solar, dosifican expertamente el suspense. En Operación Dulce, el autor ha dado el paso hacia la novela de espionaje. Pero se trata de un paso lateral. Los tópicos y expectativas habituales del género están puestos al servicio de una historia sobre la traición y el engaño, que acaba indagando en los lazos posibles de la ficción, lo secreto y el amor.

¿Complicado? McEwan tiene más complicaciones en la manga. Por fortuna, también tiene la capacidad de ordenar una historia en el tiempo y en el espacio, sin desatender la caracterización ni el ruido ambiental que constituye una época. Estamos en 1972 (plena guerra fría) y en los servicios de seguridad británicos. La narradora, una joven recluta llamada Serena Frome, recibe una encargo –la “operación dulce”– menos relacionado con la seguridad que con el orgullo nacional. Se trata de crear una fundación ficticia que preste ayuda financiera a literatos prometedores de cierta tendencia ideológica a fin de obtener herramientas de propaganda anticomunista. La trampa está en que los beneficiarios no deben saber que les paga el Estado, y el riesgo en que el Estado no puede influir en las opiniones de los beneficiarios. Al menos, de manera directa. Pero la idea es intervenir en un clima de opinión. Como ironiza un personaje: “La libertad de expresión, la libertad de reunión, los derechos jurídicos […] no son hoy valores muy apreciados por muchos intelectuales.” Y después: “Tenemos que alentar a la gente idónea.”

No es una premisa tan disparatada como suena. Desde hace tiempo se sabe que, en los años cincuenta y sesenta, la cia promovió la obra de intelectuales como Clement Greenberg y pintores como Pollock y Rothko, en una ofensiva cultural contra la Unión Soviética. No obstante, cuesta un poco creer que algo similar hubiese podido implementarse en Inglaterra, cuyos escritores, por entonces, no tenían gran repercusión pasando el Canal de la Mancha. Pero quién sabe. Como contrapartida, existía una fluida relación de las altas esferas universitarias con los servicios de inteligencia (un hecho que aprovechó Javier Marías en sus novelas), muchos catedráticos preseleccionaban estudiantes promisorios para el espionaje y se perfilaba una nueva generación de escritores que sí trascendería la isla. Esa generación sería, claro, la de McEwan, y no es difícil detectar aquí una expresión de deseos retrospectiva: ¡lo que hubiera podido hacer de haber recibido una pingüe beca en reconocimiento de mi talento! Y mejor no hablemos de que, en este caso, quien viene a ofrecerla es una chica de veintidós años tan guapa como inteligente, gran lectora, milagrosamente soltera y con debilidad por los literatos de talento. Soñar no cuesta nada, Ian.

Como fuere, el elegido resulta ser Tom Haley, un cuentista y novelista en ciernes que parece prometer una cosa pero acaba cumpliendo otra. Al cabo, su ficción no cae bien entre los superiores de Serena, aunque peor aún cae el hecho de que Serena y él inicien un romance. Entretanto, ella no puede con la culpa por todo lo que le esconde a Tom. El caso nos lleva por el funcionamiento de los servicios de seguridad, las oficinas de funcionarios, los prejuicios que reinan entre ellos y las falencias de un ambiente político con necesidad de renovarse, pero lo más sorprendente es que acabamos en medio de una comedia romántica, como si una novela de John le Carré se fuese convirtiendo en una de Jane Austen. La transición es fabulosa, pero McEwan le da una vuelta adicional a los géneros, pues en el romance de Serena y Tom se esconde una nueva forma de espionaje: de entrada, los amantes vigilan lo que siente el otro, a fin de no exponer los propios sentimientos al ridículo, pero, más tarde, Serena empieza a sospechar que Tom no ignora por completo la “operación dulce”. ¿Y si él sabe que ella no es quien dice ser, qué quiere de ella? ¿Y ella en quién puede confiar?

Al final, McEwan ata todos los cabos y resuelve la historia con un giro que hará las delicias de muchos lectores posmodernos. Otros tendrán sus dudas. No voy a desvelar el desenlace, pero diré que, en vez de inferirlo naturalmente del mundo imaginado, el novelista se regodea hasta el último momento en lo bien que mueve los hilos. Y aunque los mueve muy bien, la historia apuesta por una recompensa emocional que no casa del todo con esta especie de virtuosismo técnico. Un coup de théâtre no equivale a un drama. En cualquier caso, se trata de un reparo muy menor en el contexto de una novela tan rica, bien llevada y, ya que hablamos de thrillers, atrapante como esta. Muy lejos del traspié de Sábado, a McEwan se lo ve tan en forma como en Solar, haciendo lo que mejor sabe hacer: bestsellers de gran calidad. La traducción de Jaime Zulaika, aunque impecable en sentido semántico-sintáctico, tiene la desventaja de recargar ligera y constantemente la equilibrada prosa del autor, con demasiadas expresiones huecas como “en virtud de” o “con arreglo a” y algún que otro cultismo. Aun así, Operación Dulce se lee con muchísimo gusto. ~

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(Buenos Aires, 1972) es crítico literario y traductor. Colabora en Revista de Libros, Revista Otra Parte y The Times Literary Supplement.


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